martes, 31 de mayo de 2011

MIÉRCOLES DE LA SEXTA SEMANA DE PASCUA: el Espíritu Santo es pedagogo, maestro de la Verdad que buscamos, que está en la Iglesia, y que hemos de propa


MIÉRCOLES DE LA SEXTA SEMANA DE PASCUA: el Espíritu Santo es pedagogo, maestro de la Verdad que buscamos, que está en la Iglesia, y que hemos de propagar como vemos que hace san Pablo.

Atenas significa mucho en la antigüedad, más allá de su medio millón de habitantes, esa ciudad en la que los esclavos y los pobres constituyen los dos tercios de la población, es la ciudad cosmopolita en la que se mezclan y se enfrentan todas las razas, centro de la cultura antigua aunque en esos momentos ya no es la brillante de los tiempos de Aristóteles y Platón. Ahí va Pablo para conectar con la búsqueda titubeante de Dios que llevan en el corazón. Entra en el universo cultural de aquellos a quienes se dirige: “Los que conducían a Pablo le llevaron hasta Atenas y se volvieron con la indicación, para Silas y Timoteo, de que se uniesen con él cuanto antes. Entonces Pablo, de pie en medio del Areópago, dijo:

Atenienses, en todo veo que sois más religiosos que nadie, pues al pasar y contemplar vuestros monumentos sagrados he encontrado también un altar en el que estaba escrito: Al Dios desconocido. Pues bien, yo vengo a anunciaros lo que veneráis sin conocer. El Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, que es Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos fabricados por hombres, ni es servido por manos humanas como si necesitara de algo el que da a todos la vida, el aliento y todas las cosas. Él hizo, de un solo hombre, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra. Y fijó las edades de su historia y los límites de los lugares en que los hombres habían de vivir, para que buscasen a Dios, a ver si al menos a tientas lo encontraban, aunque no está lejos de cada uno de nosotros, ya que en Él vivimos, nos movemos y existimos, como han dicho algunos de vuestros poetas: Porque somos también de su linaje.

Si somos linaje de Dios no debemos pensar por tanto que la divinidad es semejante al oro, a la plata o a la piedra, escultura del arte y del ingenio humanos. Dios ha permitido los tiempos de la ignorancia y anuncia ahora a los hombres que todos en todas partes se conviertan, puesto que ha fijado el día en que va a juzgar la tierra con justicia, por medio del hombre que ha designado, presentando a todos un argumento digno de fe al resucitarlo de entre los muertos.

Cuando oyeron «resurrección de los muertos», unos se reían y otros decían: Te escucharemos sobre esto en otra ocasión. De este modo salió Pablo de en medio de ellos. Pero algunos hombres se unieron a él y creyeron, entre ellos Dionisio el Areopagita y una mujer llamada Dámaris, y algunos otros.

Después de esto se fue de Atenas y llegó a Corinto (Hch 17,15.22-18,1).

Es el más largo discurso de Pablo. El conocimiento de Dios es el tema fundamental del discurso. ¿Cómo puede un pagano conocer a Dios? Hay una ignorancia de Dios fruto de las pasiones desatadas, pero intenta ir por lo que une, que Dios no está en templos construidos por hombres. Recoge una corriente del pensamiento griego, la raza de Dios, en Él vivimos, nos movemos y somos. Pero al hablar de la resurrección, provoca la ruptura. No entienden tampoco un juicio de Dios… tiene un “éxito” limitado, pero nos enseña Pablo a dialogar con la cultura y la historia: «la Iglesia Católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero.... Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, por más que discrepen en mucho de lo que ella profesa y enseña, aportan sin embargo, no pocas veces, un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres» (Vaticano II). Justino siguió este camino del diálogo con el pensamiento pagano, llegando a decir que “los que cumplieron lo que universal, natural y eternamente es bueno fueron agradables a Dios, y se salvarán por medio de Cristo en la resurrección, del mismo modo que los justos que les precedieron”, pues ahí está Dios, como comentó Agustín: “Tú, Dios mío, estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y más elevado que lo más excelente mío” (san Francisco de Sales insistirá mucho en esta línea).

Su discurso es racional, y es necesario hacerlo: una historia que tiene un sentido más allá de sí misma, en Dios que la lleva a su realización. Pero es difícil saber si esto mueve, o es el corazón, la conversión, el encuentro con la experiencia de Jesús. Pablo dirá “los griegos buscan sabiduría; nosotros en cambio predicamos a Cristo crucificado… necedad para los gentiles”.

“Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria… Alabad al Señor en el cielo, alabad al Señor en lo alto, alabadlo todos sus ángeles, alabadlo, todos sus ejércitos. Reyes y pueblos del orbe, príncipes y jefes del mundo, los jóvenes y también las doncellas, los viejos junto con los niños. Alaben el nombre del Señor, el único nombre sublime. Su majestad sobre el cielo y la tierra. Él aumenta el vigor de su pueblo. Alabanza de todos sus fieles, de Israel, su pueblo escogido» (Salmo 148,1-2.11-12-14): Juan Pablo II, “constituye un auténtico «cántico de las criaturas»… Unámonos también nosotros a este coro universal que resuena en el ábside del cielo y que tiene por templo todo el cosmos. Dejémonos conquistar por la respiración de la alabanza que todas las criaturas elevan a su Creador...

Jesús lleva a los discípulos hasta la Verdad plena, completando sus enseñanzas y dándoles a conocer las realidades futuras: “Muchas cosas me quedan por deciros; pero no podéis cargar con ellas por ahora. Cuando venga Él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la verdad plena, pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir”. Ya sabíamos que Jesús está totalmente vuelto hacia el Padre, que no "hace nada por sí mismo" que es una perfecta transparencia del Otro. Esto es lo que Jesús nos revela aquí; la absoluta transparencia de las relaciones de amor entre las Tres personas divinas: ninguna guarda nada de "lo suyo", todo es participado, comunicado, dado, recibido... Nuestras palabras terrenas son inválidas para expresar esta cualidad inaudita de la relación que une al Padre, al Hijo y al Espíritu. Todas nuestras relaciones humanas brotan de ella.

“Él me glorificará, porque recibirá de mí lo que os irá comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará” (Jn 16,12-15). Las revelaciones del Espíritu en el curso de la historia no pueden ser nuevas revelaciones, contradictorias con lo que ha sido revelado en Jesucristo. ¡El Espíritu lleva a Jesús como Jesús lleva al Padre! Así nos lleva a la unidad, a la comunión con las personas divinas (Noel Quesson). Es el Espíritu Santo quien nos hace entender las cosas buenas, hacer el bien, seguir a Jesús…

LLuciá Pou Sabaté

lunes, 30 de mayo de 2011

Visitación de la Virgen a santa Isabel. El Señor será el rey de Israel dentro de ti. Dichosa tú, Virgen María, que has creído, porque se cumplirá cuan

Visitación de la Virgen a santa Isabel. El Señor será el rey de Israel dentro de ti. Dichosa tú, Virgen María, que has creído, porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del Señor. El amor de la Virgen nos ayuda a servir a los demás

Profeta Sofonías 3,14-18a. ¡Grita de felicidad, hija de Sión, regocíjate, Israel, alégrate de todo corazón, Jerusalén! El Señor ha anulado la sentencia que pesaba sobre ti, ha expulsado a tus enemigos; el Señor es rey de Israel en medio de ti, no tendrás que temer ya ningún mal. Aquel día dirán a Jerusalén: "No tengas miedo, Sión, que tus manos no tiemblen; el Señor tu Dios está en medio de ti, él es un guerrero

que salva. Dará saltos de alegría por ti, su amor se renovará, por tu causa bailará y se alegrará, como en los días de fiesta".

Is 12, 2-3.4bcd.5-6. El Señor ha hecho maravillas con nosotros. El Señor es mi Dios y salvador, con él estoy seguro y nada temo. El Señor es mi protección y mi fuerza y ha sido mi salvación. Sacarán agua con gozo de la fuente de salvación.

Den gracias al Señor e invoquen su nombre, cuenten a los pueblos sus hazañas, proclamen que su nombre es sublime.

Alaben al Señor por sus proezas, anúncienlas a toda la tierra. Griten jubilosos, habitantes de Sión, porque el Dios de Israel ha si

do grande con ustedes.

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 1, 39-56. Por aquellos días, María se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea. Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y cuando Isabel oyó el saludo de María, el niño saltó en su seno. Entonces Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó a grandes voces: "¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! Pero ¿cómo es posible que la madre de mi Señor venga a visitarme? Porque en cuanto oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. ¡Dichosa tú que has creído! Porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá". Entonces María dijo: "Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de júbilo en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su sierva. Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones, porque ha hecho en mí cosas grandes el Poderoso. Su nombre es santo, y su misericordia es eterna con aquellos que le honran. Actuó con la fuerza de su brazo y dispersó a los de corazón soberbio.

Derribó de sus tronos a los poderosos y engrandeció a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y a los ricos despidió sin nada. Tomó de la mano a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia, como lo había prometido a nuestros antepasados, en favor de Abrahán y de sus descendientes para siempre".
María estuvo con Isabel unos tres meses; después regresó a su casa.

Comentario: Fue instituida para toda la Iglesia universal por Urbano VI en 1389, con el fin de obtener de María que se concluyera el llamado cisma de Occidente. Antes la celebraban en su calendario particular los franciscanos, que en 1623 determinaron acentuar aún más la devoción a la Virgen en la naciente orden. Algunas iglesias particulares los imitaron, pero no coincidían en la fecha de su celebración: en Praga y en Ratisbona se celebraba el 28 abr., en York el 2 abr., en París el 27 jun., en Reims el 8 jul. El 2 jul. fue el más general y así pasó al calendario universal de la Iglesia, sin que se pueda conocer hoy el motivo por el que la elección cayó en ese día. Algunos han supuesto que por relación con la fiesta oriental de las Blanquernas relacionada con una túnica de María; otros que por ser aniversario de la partida de la Virgen de la casa de Santa Isabel. Son opiniones sin sólido fundamento.

En el calendario promulgado por Paulo VI en 1969 se ha colocado en 31 mayo por las siguientes razones: estar situada así entre la fiesta de la Anunciación del Señor y la de S. Juan Bautista y, por lo mismo, en un lugar muy en armonía con el relato evangélico; culminar con ese día el mes dedicado de modo especial al culto de María, al menos en Europa.

En los libros litúrgicos promulgados por Paulo VI (Misal y Liturgia de las Horas) ha sido muy enriquecida esta celebración litúrgica en honor de la Virgen. Para la Misa se han escogido oraciones propias tomadas, con algunas modificaciones, del Misal de Braga y del de París de 1736. En el Oficio anterior se prescriben tres himnos propios, que son muy valiosos por su composición literaria, por su sentido litúrgico y pastoral, por su profundidad teológica y su expresión eucológica: se pide la visita constante de María a la Iglesia (A. Molien, La Liturgie de la Vierge Marie et Saint Joseph, Avignon 1935; Varios, La Virgen María en el culto de la Iglesia, Salamanca 1968; M. Garrido Bonaño; Gran Enciclopedia Rialp). Esta fiesta de la Virgen con la que terminamos el mes a Ella dedicado, nos manifiesta su mediación, su espíritu de servicio y su profunda humildad. Nos enseña a llevar la alegría cristiana allí a donde vamos. Como María, hemos de ser siempre causa de alegría para los demás. Esta fiesta ya la celebrabaran los Franciscanos en el siglo XIII. El Papa Bonifacio IX la introduce en el calendario oficial de la Iglesia. Las fiestas de la Virgen son también celebraciones del misterio de Cristo.

Himno: La Virgen santa, grávida del Verbo, en alas del Espíritu camina; la Madre que lleva la Palabra, de amor movida, sale de vista.

Y sienten las montañas silenciosas, y el mundo entero en sus entrañas vivas, que al paso de la Virgen ha llegado el anunciado gozo del Mesías.

Alborozado Juan por su Señor, en el seno, feliz se regocija, y por nosotros rinde el homenaje y al Hijo santo da la bienvenida.

Bendito en la morada sempiterna aquel que tu llevaste, Peregrina, aquel que con el Padre y el Espíritu, al bendecirte a ti nos bendecía. Amén.

La Oración de hoy reza: Dios todopoderoso, tu que inspiraste a la Virgen María, cuando llevaba en su seno a tu Hijo, el deseo de visitar a su prima Isabel, concédenos, te rogamos, que, dóciles al soplo del Espíritu, podamos, con María, cantar tus maravillas durante toda nuestra vida. Por Nuestro Señor Jesucristo...

1. Rom. 12, 9-16. Dios nos

ha creado y nos conserva en la existencia por puro amor, amor gratuito y libre. Jesús es para nosotros la manifestación más grande del amor que Dios nos tiene, y de la excelsa vocación que hemos recibido. Corresponde a la Iglesia manifestar y al mismo tiempo realizar el misterio del amor de Dios al hombre. Por eso nuestro amor fraterno debe ser sin fingimiento. Jesús nos ha dado el mandamiento nuevo del amor, indicándonos que nos amemos los unos a los otros, como Él nos ha amado a nosotros. Sólo cuando en verdad ayudemos a los hermanos en sus necesidades y nos esmeremos en la hospitalidad, no sólo recibiendo a los peregrinos en nuestra casa, sino recibiendo a todos en nuestro corazón con un gran amor, podremos decir que la Iglesia es una Iglesia que ama y que se convierte en una verdadera bendición para todos. Quien se comporte de un modo altivo, quien desprecie a su prójimo, quien conculque los derechos fundamentales de los demás, quien acabe con sus esperanzas e ilusiones no puede llamarse hijo de Dios, pues no irá tras las huellas de Cristo, sino tras las huellas del espíritu del mal. Que Dios nos conceda amarnos cordialmente los unos a los otros, como buenos hermanos.

2. Is. 12,2-6. Dios, nuestro Dios y Padre, se ha convertido para nosotros en nuestro Salvador, y en nuestro poderoso Protector. Él está siempre junto a nosotros para que ningún mal nos domine ni nos dañe. Teniéndolo a Él nos sentimos amados, protegidos y seguros. Por ese amor tan grande que nos tiene le elevamos un canto de gratitud y de alabanza. Pero no podemos quedarnos sólo en alabar su santísimo Nombre. Si en verdad lo amamos y nos sentimos agradecidos con Él; si hemos conocido el amor salvador de Dios no podemos más que proclamar sus hazañas, sus proezas y su santo Nombre a los demás, para que también ellos se beneficien del amor que el Señor ofrece a todos. Llevando una vida recta; viviendo en paz y alegres entre nosotros, los demás conocerán, no sólo desde nuestras palabras, sino desde nuestro testimonio personal dado con la vida, las obras y las actitudes, que en verdad Dios puede salvar a todos como lo ha hecho con nosotros. Entonces ellos también podrán encontrar en Dios la fuente de la vida y de la salvación, que anhelamos todos los hombres.

3. La fiesta de hoy, la Visitación, nos presenta una faceta de la vida interior de María: su actitud de servicio humilde y de amor desinteresado para quien se encuentra en necesidad. Este suceso, que contemplamos en el segundo misterio de gozo del Santo Rosario, nos invita a la entrega pronta, alegre y sencilla a quienes nos rodean. Muchas veces el mayor servicio que prestaremos será consecuencia del gozo interior que se desborda y llega a los demás. Pero esto solo será posible si nos mantenemos muy cerca del Señor, mediante el fiel cumplimiento de los momentos de oración que tenemos previstos a lo largo del día: “la unión con Dios, la vida sobrenatural, comporta siempre la práctica atractiva de las virtudes humanas: María lleva la alegría al hogar de su prima, porque “lleva” a Cristo” (San Josemaría Escrivá, Surco, n. 566). ¿”Llevamos” con nosotros a Cristo, y con Él la alegría, allí a donde vamos... al trabajo, en la visita a unos vecinos, a un enfermo...? ¿Somos habitualmente causa de alegría para los demás?

A la llegada de Nuestra Señora, Isabel, llena del Espíritu Santo, proclama en voz alta: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno.

Isabel no se limita a llamarla bendita, sino que relaciona su alabanza con el fruto de su vientre, que es bendito por los siglos. ¡Cuántas veces hemos repetido también nosotros estas mismas palabras, al recitar el Avemaría!: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. ¿Las pronunciamos con el mismo gozo con que lo hizo Isabel? ¡Cuántas veces pueden servirnos como una jaculatoria que nos una a Nuestra Madre del Cielo, mientras trabajamos, al caminar por la calle, al contemplar una imagen suya!

María y Jesús siempre estarán juntos. Los mayores prodigios de Jesús serán realizados –como en este caso– en íntima unión con su Madre, Medianera de todas las gracias. “Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación –afirma el Concilio Vaticano II– se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte” (Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 57-58).

Aprendamos hoy, una vez más, que cada encuentro con María representa un nuevo hallazgo de Jesús. “Si buscáis a María, encontraréis a Jesús. Y aprenderéis a entender un poco lo que hay en este corazón de Dios que se anonada (...)” (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 144), que se hace asequible en medio de la sencillez de los días corrientes. Este don inmenso –poder conocer, tratar y amar a Cristo– tuvo su comienzo en la fe de Santa María, cuyo perfecto cumplimiento Isabel pone ahora de manifiesto: “la plenitud de gracia, anunciada por el ángel, significa el don de Dios mismo; la fe de María, proclamada por Isabel en la Visitación, indica cómo la Virgen de Nazareth ha respondido a este don” (Juan Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, 12). La Virgen, que ya había pronunciado su fiat pleno y entregado, se presenta en el umbral de la casa de Isabel y Zacarías, como Madre del Hijo de Dios. Es el descubrimiento gozoso de Isabel12 y también el nuestro, al que nunca terminaremos de acostumbrarnos.

El clima que rodea este misterio que contemplamos en el Santo Rosario, la atmósfera que empapa el episodio de la Visitación es la alegría; el misterio de la Visitación es un misterio de gozo. Juan el Bautista exulta de alegría en el seno de Santa Isabel; esta, llena de alegría por el don de la maternidad, prorrumpe en bendiciones al Señor; María eleva el Magnificat, un himno todo desbordante de la alegría mesiánica. A las alabanzas de Isabel, Nuestra Señora responde con este canto de júbilo. El hogar de Zacarías y de Isabel rezuma el espíritu más puro del Antiguo Testamento. Y María encierra en su seno el Misterio que dará paso al Nuevo. El Magnificat es “el cántico de los tiempos mesiánicos, en el que confluyen la alegría del antiguo y del nuevo Israel (...). El cántico de la Virgen, dilatándose, se ha convertido en plegaria de la Iglesia de todos los tiempos” (Pablo VI, Exhor. Apost. Marialis cultus, 2-II-1974, 18).

En este ambiente es donde tiene pleno sentido la expresión de lo que María lleva guardado en su corazón. El Magnificat es la manifestación más pura de su íntimo secreto, revelado por el ángel. No hay en él rebuscamiento ni artificio: estas palabras son el espejo del alma de Nuestra Señora; un alma llena de grandeza y tan cercana a su Creador: Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador.

Y junto a este canto de alegría y de humildad, la Virgen nos ha dejado una profecía: desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. “Desde los tiempos más antiguos la Bienaventurada Virgen es honrada con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo acuden los fieles, en todos sus peligros y necesidades, con sus oraciones. Y sobre todo a partir del Concilio de Éfeso, el culto del pueblo de Dios hacia María creció maravillosamente en veneración y amor, en invocaciones y deseo de imitación, en conformidad de sus mismas palabras proféticas: Desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso”.

Nuestra Madre Santa María no se distinguió por hechos prodigiosos; no conocemos por el Evangelio que haya obrado milagros mientras estuvo en la tierra; pocas, muy pocas, son las palabras que de Ella nos ha conservado el texto inspirado. Su vida de cara a los demás fue la de una mujer corriente, que ha de sacar adelante su familia. Sin embargo, se ha cumplido puntualmente esta maravillosa profecía. ¿Quién podría contar las alabanzas, las invocaciones, los santuarios en su honor, las ofrendas, las devociones marianas...? A lo largo de veinte siglos la han llamado bienaventurada personas de todo género y condición: intelectuales y gente que no sabe leer, reyes, guerreros, artesanos, hombres y mujeres, personas de edad avanzada y niños que comienzan a balbucear... Nosotros estamos cumpliendo ahora aquella profecía. Dios te salve, María, llena eres de gracia..., bendita tú eres entre todas las mujeres..., le decimos en la intimidad de nuestro corazón.

De modo particular la hemos invocado a lo largo de este mes de mayo, “pero el mes de mayo no puede terminar; debe continuar en nuestra vida, porque la veneración, el amor, la devoción a la Virgen no pueden desaparecer de nuestro corazón, más aún, deben crecer y manifestarse en un testimonio de vida cristiana, modelada según el ejemplo de María, el nombre de la hermosa flor que siempre invoco // mañana y tarde, como canta Dante Alighieri (Paradiso 23, 88)” (Juan Pablo II,Homilía 25-V-1979). Tratando a María, descubrimos a Jesús. “¡Cómo sería la mirada alegre de Jesús!: la misma que brillaría en los ojos de su Madre, que no puede contener su alegría –“Magnificat anima mea Dominum!” –y su alma glorifica al Señor, desde que lo lleva dentro de sí y a su lado.

“¡Oh, Madre!: que sea la nuestra, como la tuya, la alegría de estar con Él y de tenerlo” (San Josemaría Escrivá, Surco, 95; F. Fernández Carvajal).

Es la liberación de los pobres, de los desvalidos… que continúa siendo hoy un evangelio, un canto a la libertad. Juan Pablo II hablaba así de la fe de María: “En la narración evangélica de la Visitación, Isabel, «llena de Espíritu Santo», acogiendo a María en su casa, exclama: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1,45). Esta bienaventuranza, la primera que refiere el evangelio de san Lucas, presenta a María como la mujer que con su fe precede a la Iglesia en la realización del espíritu de las bienaventuranzas.

El elogio que Isabel hace de la fe de María se refuerza comparándolo con el anuncio del ángel a Zacarías. Una lectura superficial de las dos anunciaciones podría considerar semejantes las respuestas de Zacarías y de María al mensajero divino: «¿En qué lo conoceré? Porque yo soy viejo y mi mujer avanzada en edad», dice Zacarías; y María: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» (Lc 1, 18.34). Pero la profunda diferencia entre las disposiciones íntimas de los protagonistas de los dos relatos se manifiesta en las palabras del ángel, que reprocha a Zacarías su incredulidad, mientras que da inmediatamente una respuesta a la pregunta de María. A diferencia del esposo de Isabel, María se adhiere plenamente al proyecto divino, sin subordinar su consentimiento a la concesión de un signo visible.

Al ángel que le propone ser madre, María le hace presente su propósito de virginidad. Ella, creyendo en la posibilidad del cumplimiento del anuncio, interpela al mensajero divino sólo sobre la modalidad de su realización, para corresponder mejor a la voluntad de Dios, a la que quiere adherirse y entregarse con total disponibilidad. «Buscó el modo; no dudó de la omnipotencia de Dios», comenta san Agustín (Sermo 291).

Ante la complicación de Zacarías, vemos la sencillez de María, al estilo de la anunciación de las mujeres del Antiguo Testamento: Sara (Gn 17,15-21; 18,10-14), Raquel (Gn 30,22), la madre de Sansón (Jc 13,1-7) y Ana, la madre de Samuel (1 S 1,11-20). En estos episodios se subraya, sobre todo, la gratuidad del don de Dios. María es invitada a creer en una maternidad virginal, de la que el Antiguo Testamento no recuerda ningún precedente. En realidad, el conocido oráculo de Isaías: «He aquí que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel» (Is 7,14), aunque no excluye esta perspectiva, ha sido interpretado explícitamente en este sentido sólo después de la venida de Cristo, y a la luz de la revelación evangélica. A María se le pide que acepte una verdad jamás enunciada antes. Ella la acoge con sencillez y audacia. Con la pregunta: «¿Cómo será esto?», expresa su fe en el poder divino de conciliar la virginidad con su maternidad única y excepcional. Respondiendo: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1,35), el Ángel da la inefable solución de Dios a la pregunta formulada por María. La virginidad, que parecía un obstáculo, resulta ser el contexto concreto en que el Espíritu Santo realizará en ella la concepción del Hijo de Dios encarnado. La respuesta del ángel abre el camino a la cooperación de la Virgen con el Espíritu Santo en la generación de Jesús.

Siempre fe para la salvación: En la realización del designio divino se da la libre colaboración de la persona humana. María, creyendo en la palabra del Señor, coopera en el cumplimiento de la maternidad anunciada. Los Padres de la Iglesia subrayan a menudo este aspecto de la concepción virginal de Jesús. Sobre todo san Agustín, comentando el evangelio de la Anunciación, afirma: «El ángel anuncia, la Virgen escucha, cree y concibe» (Sermo 13 in Nat. Dom.). Y añade: «Cree la Virgen en el Cristo que se le anuncia, y la fe le trae a su seno; desciende la fe a su corazón virginal antes que a sus entrañas la fecundidad maternal» (Sermo 293).

El acto de fe de María nos recuerda la fe de Abraham, que al comienzo de la antigua alianza creyó en Dios, y se convirtió así en padre de una descendencia numerosa (cf. Gn 15,6; Redemptoris Mater, donde dice: “Sin embargo las palabras de Isabel «Feliz la que ha creído» no se aplican únicamente a aquel momento concreto de la anunciación. Ciertamente la Anunciación representa el momento culminante de la fe de María a la espera de Cristo, pero es además el punto de partida, de donde inicia todo su «camino hacia Dios», todo su camino de fe. Y sobre esta vía, de modo eminente y realmente heroico —es mas, con un heroísmo de fe cada vez mayor— se efectuará la «obediencia» profesada por ella a la palabra de la divina revelación. Y esta «obediencia de la fe» por parte de María a lo largo de todo su camino tendrá analogías sorprendentes con la fe de Abraham. Como el patriarca del Pueblo de Dios, así también María, a través del camino de su fiat filial y maternal, «esperando contra esperanza, creyó». De modo especial a lo largo de algunas etapas de este camino la bendición concedida a «la que ha creído» se revelará con particular evidencia. Creer quiere decir «abandonarse» en la verdad misma de la palabra del Dios viviente, sabiendo y reconociendo humildemente «¡cuan insondables son sus designios e inescrutables sus caminos!» -Rom 11,33. María, que por la eterna voluntad del Altísimo se ha encontrado, puede decirse, en el centro mismo de aquellos «inescrutables caminos» y de los «insondables designios» de Dios, se conforma a ellos en la penumbra de la fe, aceptando plenamente y con corazón abierto todo lo que está dispuesto en el designio divino”). Al comienzo de la nueva alianza también María, con su fe, ejerce un influjo decisivo en la realización del misterio de la Encarnación, inicio y síntesis de toda la misión redentora de Jesús.

La estrecha relación entre fe y salvación, que Jesús puso de relieve durante su vida pública (cf Mc 5,34; 10,52; etc.), nos ayuda a comprender también el papel fundamental que la fe de María ha desempeñado y sigue desempeñando en la salvación del género humano”.

Hoy contemplamos el hecho de la Visitación de la Virgen María a su prima Isabel. Tan pronto como le ha sido comunicado que ha sido escogida por Dios Padre para ser la Madre del Hijo de Dios y que su prima Isabel ha recibido también el don de la maternidad, marcha decididamente hacia la montaña para felicitar a su prima, para compartir con ella el gozo de haber sido agraciadas con el don de la maternidad y para servirla.

El saludo de la Madre de Dios provoca que el niño, que Isabel lleva en su seno, salte de entusiasmo dentro de las entrañas de su madre. La Madre de Dios, que lleva a Jesús en su seno, es causa de alegría. La maternidad es un don de Dios que genera alegría. Las familias se alegran cuando hay un anuncio de una nueva vida. El nacimiento de Cristo produce ciertamente «una gran alegría» (Lc 2,10).

A pesar de todo, hoy día, la maternidad no es valorada debidamente. Frecuentemente se le anteponen otros intereses superficiales, que son manifestación de comodidad y de egoísmo. Las posibles renuncias que comporta el amor paternal y maternal, asustan a muchos matrimonios que, quizá por los medios que han recibido de Dios, debieran ser más generosos y decir “sí” más responsablemente a nuevas vidas. Muchas familias dejan de ser “santuarios de la vida”. El Papa Juan Pablo II constata que la anticoncepción y el aborto «tienen sus raíces en una mentalidad hedonista e irresponsable respecto a la sexualidad y presuponen un concepto egoísta de la libertad, que ve en la procreación un obstáculo al desarrollo de la propia personalidad».

Isabel, durante cinco meses, no salía de casa, y pensaba: «Esto es lo que ha hecho por mí el Señor» (Lc 1,25). Y María decía: «Engrandece mi alma al Señor (...) porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava» (Lc 1,46.48). La Virgen María e Isabel valoran y agradecen la obra de Dios en ellas: ¡la maternidad! Es necesario que los católicos reencuentren el significado de la vida como un don sagrado de Dios a los seres humanos” (Francesc Xavier Ciuraneta i Aymí).

Juan Pablo II, en la fiesta de la Visitación de la Virgen, 31 de mayo 2001: Donde está María, allí está Cristo: “"María se puso en camino y fue aprisa a la montaña..." (Lc 1, 39)… Resuenan en nuestro corazón las palabras del evangelista san Lucas: "En cuanto oyó Isabel el saludo de María, (...) quedó llena de Espíritu Santo" (Lc 1, 41). El encuentro entre la Virgen y su prima Isabel es una especie de "pequeño Pentecostés". Quisiera subrayarlo esta noche, prácticamente en la víspera de la gran solemnidad del Espíritu Santo. En la narración evangélica, la Visitación sigue inmediatamente a la Anunciación: la Virgen santísima, que lleva en su seno al Hijo concebido por obra del Espíritu Santo, irradia en torno a sí gracia y gozo espiritual. La presencia del Espíritu en ella hace saltar de gozo al hijo de Isabel, Juan, destinado a preparar el camino del Hijo de Dios hecho hombre.

Donde está María, allí está Cristo; y donde está Cristo, allí está su Espíritu Santo, que procede del Padre y de él en el misterio sacrosanto de la vida trinitaria. Los Hechos de los Apóstoles subrayan con razón la presencia orante de María en el Cenáculo, junto con los Apóstoles reunidos en espera de recibir el "poder desde lo alto". El "sí" de la Virgen, "fiat", atrae sobre la humanidad el don de Dios: como en la Anunciación, también en Pentecostés. Así sigue sucediendo en el camino de la Iglesia.

Reunidos en oración con María, invoquemos una abundante efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia entera, para que, con velas desplegadas, reme mar adentro en el nuevo milenio. De modo particular, invoquémoslo sobre cuantos trabajan diariamente al servicio de la Sede apostólica, para que el trabajo de cada uno esté siempre animado por un espíritu de fe y de celo apostólico.

Es muy significativo que en el último día de mayo se celebre la fiesta de la Visitación. Con esta conclusión es como si quisiéramos decir que cada día de este mes ha sido para nosotros una especie de visitación. Hemos vivido durante el mes de mayo una continua visitación, como la vivieron María e Isabel. Damos gracias a Dios porque la liturgia nos propone de nuevo hoy este acontecimiento bíblico”.

El evangelio de la Visitación es, en primer lugar, una reflexión sobre la Iglesia. La Iglesia, indudablemente, no está aún fundada; no lo será sino más tarde. Pero aquí está representada, "simbolizada", en cierto modo, por María. La situación de María, que lleva en su seno al Señor, dice la de la comunidad cristiana que lleva también en sí misma a su Señor. El gesto de María yendo a comunicar la maravillosa noticia que ha recibido, define perfectamente el comportamiento que debe ser propio de la Iglesia: una comunidad ansiosa por comunicar la Buena Noticia de la que ella es la primera beneficiaria.



Frente a María-Iglesia, está el pueblo del Antiguo Testamento, representado por Zacarías e Isabel. María es joven, ágil -se ha dirigido aprisa a la región de su prima, con un ardor juvenil comparable al entusiasmo de que da prueba; en tiempos de Lucas, la joven comunidad cristiana que se apresura hacia los confines del mundo para llevar hasta allí la buena noticia del misterio que porta en sí misma-; Isabel y Zacarías son ancianos, María es quien va a visitarlos; ellos no pueden -y eso es ya maravilloso- más que acogerla; ellos no saben -más maravilloso todavía- sino decir quién es María y quién es el niño que aún oculta.

Zacarías e Isabel formaban un matrimonio estéril; desde hacía mucho, vivían con un deseo que parecía no poder llegar a cumplirse. ¿No es un esclarecimiento de lo sucedido en el Antiguo Testamento? Esa larga y patética historia de una espera apasionadamente mantenida habría de parecer a muchos una expectativa próxima al fracaso. Pero he aquí que el deseo de los padres va a verse cumplido; el niño que tan largamente habían esperado está para llegar. Es ciertamente el signo de que la Antigua Alianza toca a su fin; el que va a renovarla está ya cerca. Pero lo mismo que Isabel se interesa más de momento por el niño que está en María que por el que lleva en sí misma, así la comunidad de la Antigua Alianza ya no debe interesarse sino por el que va a venir que sobrepuja cuanto ella hubiera podido imaginar o concebir: ¿no es "el Señor"? No es que el Antiguo Testamento haya perdido todo significado. El hijo de Isabel tiene una misión; será, es ya, aquel de quien el Espíritu hace un profeta encargado de mostrar a Jesucristo ante los hombres. Esa era y esa continúa siendo la misión del antiguo tiempo bíblico y de su esfuerzo religioso: llevar a los hombres a Jesucristo.

Ante una intervención de Dios tan maravillosa como inesperada, el Antiguo Testamento enmudece. Enmudece... a la manera de Zacarías, testigo de un acontecimiento que supera sus facultades de acogida, de confianza, de fe, y a quien su incapacidad para creer, para entender, ha dejado mudo.

Pero si el antiguo Israel debe permanecer silencioso ante las maravillas que le desconciertan y que no se atreve a creer, debe también dar cumplimiento a su misión de hablar. En nuestro relato de la Visitación, el Antiguo Testamento habla; habla con las palabras de Isabel y a través de los saltos de alegría significativos de Juan, reanudación de aquella febril agitación de los profetas antiguos. Lo que madre e hijo dicen a todo Israel es la presencia de Aquel que era el objeto de su más lejana esperanza, "su Señor".

Junto a esta mujer que grita una formula de alegría, junto al niño que profetiza silenciosamente, junto a Zacarías encerrado o en su mutismo, María tiene otra actitud. Ella canta ampliamente las maravillas de Dios. Lo que Israel percibía débilmente, la Iglesia lo conoce con mayor amplitud; por eso puede componer el salmo que canta como es debido "las maravillas" que Dios ha hecho (Louis Monloubou).

A mí lo que me encanta de esas imágenes románicas es ver como representan la unidad de corazón de María e Isabel en una mirada única, en un mismo mirar, en un mismo ojo, ver las cosas con una misma forma, con las caras pegadas, y el ojo central como medios ojos que se unen en un único mirar, para ver juntas lo que Dios les pide, desde esta perspectiva del Amor.

María se pone pues en camino y quiero imaginar que va en compañía de José. Las mujeres de Oriente no hacían nunca solas desplazamientos de importancia: eran unos cuatro días de marcha. Veo, pues, a María y a José, poniendo la albarda sobre su pequeño asno, reuniéndose de etapa en etapa con grupos de viajeros, porque los caminos son poco seguros. Consideremos este camino que harán juntos como el icono del camino que tenemos que hacer para reunirnos con los demás. Porque es cierto que existe una distancia entre nuestros hermanos y nosotros. Desde los más alejados por la raza, el ambiente, las ideas o la fe, hasta los más próximos. Distancia que crean la timidez, el respeto humano, el orgullo, la negativa a dar el primer paso, la dificultad de comunicarse. O muro de silencios acumulados, de desconfianzas irrazonadas, de golpes bajos de unos contra otros. Estamos llamados a franquear esta distancia... Para franquearla, María, caminas pobremente. Tu medio de transporte es pobre; tu equipaje es pobre; tu competencia es pobre. Porque bien está eso de ir a ayudar a una prima pero tú no tienes experiencia alguna en la que puedas apoyarte. Vas con lo poco que eres y tienes. Cuántas ocasiones he perdido porque quería franquear la distancia que me separa de mi hermano, pero con la condición de aportarle algo, de hacer algo sonado. Tú aceptas lo poco que eres capaz de dar; te acercas a tu prima con tus pobres medios. El símbolo de la pobreza de este acto es el pequeño asno que te acompaña. Que todos los asnos de Tierra Santa nos recuerden esta esencial disposición interior de pobreza que debe caracterizar nuestro camino hacia los demás: al contemplarte, María, comprendo que debo ir hacia los otros con los pequeños medios de que dispongo. "Nuestra Señora de los pequeños medios, ruega por nosotros". María camina no sólo en pobreza sino también en humildad. No es que sufra humillaciones o que trate de infligirse humillaciones. Nadie se burla de su acento galileo ni de su escaso equipaje; pasa desapercibida y eso le parece muy natural. Nadie la presta atención especial en el curso de estas marchas colectivas a ella, que lleva el Mesías esperado del pueblo judío, y que lo sabe, al menos por la naturaleza milagrosa de la concepción virginal, aunque esté lejos de haber comprendido lo que su corazón acoge ya en plenitud. Mientras, nosotros observamos sin cesar el efecto que causamos. Si tengo un puesto importante, ¿tienen los demás plena conciencia de la importancia de mi misión? Si tengo un puesto modesto, ¿nadie se da cuenta de que valgo para más? Analizo sin cesar y experimento el choque del efecto producido. Tú, María, eres la que soñarían ser todas las mujeres de Israel, eres la Madre del Mesías de una manera simple y gratuita. Eres la Virgen pura y limpia. Consientes en paz al designio de Dios sobre ti y el lugar que ocupas. Que tu oración del Espíritu Santo purifique, María, mi corazón a fin de que me abandone en la paz, confiando en sus manos mis actividades y los trabajos que estoy llamado a desempeñar. Todo está en tus manos y no en las mías. Si me encuentro en tu compañía, María, ¿no me contagiaré sin darme cuenta de tu simplicidad, de tu pureza? ¿Y no es eso el rosario, oración que los hombres de hoy -más aún que las mujeres- preocupados por la eficacia y el rendimiento hasta en la acción apostólica, relegarían de buena gana al almacén de lo accesorio? Ojalá guardemos la fidelidad a esta oración del pobre; estar contigo, en presencia de Dios, sin grandes ideas, sin estremecimientos pseudomísticos, sin otras palabras que las tan perfecta- mente conocidas de la salutación evangélica (Alain Grzybowski).

Jean Galot hablaba así de La felicidad de la fe:” El episodio de la Visitación pone en relieve especial la felicidad de la fe. Las palabras de Isabel subrayan la felicidad de María pero, para entender dicha ventura, es importante traducir este pasaje: “Feliz la que creyó, porque se cumplirá lo que te dijeron de parte del Señor”.

Son posibles dos traducciones, por la partícula griega “oti” que puede tener dos significados: “que” y “porque”. Traducir “que” sería reducir la afirmación a una cosa banal porque es evidente que para el que cree, lo hace porque ha sido dicho de parte del Señor. De otro lado, la costumbre de las beatitudes implica la indicación del motivo de dicha felicidad. Quienes creen son venturosos porque ha sido dicho de parte del Señor.

María es llamada feliz/beata porque con su fe obtiene el cumplimiento del mensaje del ángel”.

También nosotros tendremos esas visitaciones de la Virgen portadora del consolador óptimo que es el Espíritu santo que nos confirmará en la lucha cuando en la ascensión hacia la cumbre se haga patente la dificultad exterior o nuestra debilidad. Si el Creador cuida de todos -incluso de sus enemigos-, ¡cuánto más cuidará de sus amigos! Nos convencemos de que no hay mal, ni conttradicción, que no venga para bien: así se asientan con más firmeza, en nuestro espíritu, la alegría y la paz, que ningún motivo humano podrá arrancarnos, porque esas visitaciones siempre os dejan algo suyo, algo divino.

La Virgen Madre de Dios y Madre nuestra es el consuelo de los afligidos y de los que luchan bien, pero se cansan o experimentan la fuerza de la tentación. A través de de sus visitaciones se comprueba lo que se indica en el Cantar de los cantares cuando el ama deseosa del amado después de una separación que no entiende lo encuentra y el amor deseado se hace amor comprobado, limpio y sano, fiel e incondicional más fuerte que la muerte y que todos los peligros y tentaciones. El alma que comienza se fortalece y se hace esposa fiel del amado.

Pero en este camino hay dificultades: “no olvidéis que estar con Jesús es, seguramente, toparse con la Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que El permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformaros a su imagen y semejanza y tolera también que nos llamen locos y que nos tomen por necios”; hay mortificación pasiva, sospechas, odios, injurias personales.... Este es un delicado indicio de lo que san Josemaría sufrió por amor a Dios y así esculpe Jesús las almas de los suyos, sin dejar de darles interiormente serenidad y gozo. Y puede parecernos que el Señor no nos escucha, que andamos engañados, que sólo se oye el monólogo de nuesttra voz. como sin apoyo sobre la tierra y abandonados del cielo....

Es entonces cuando vienen ciertas visitaciones y notamos la mano amorosa del Maestro divino que nos enseña, aunque nos cueste, el amor perfecto, el amor no egoísta, única fuente de felicidad y el único que puede abrir las puertas de la eternidad, porque el cielo es convivir con el Amor puro que es Dios, y si no se purifica aquí, tendrá que ser en el Purgatorio y con mucho menos fruto en esta vida. Esta es la senda del alma contemplativa: aprender a querer. Pero con visitaciones que son consuelos de Dios mismo que conoce mejor que nosotros la calidad de nuestras almas y nunca permitirá que seamos tentados por encima de nuestras fuerzas, y aprovecha las tentaciones para hacernos fuertes y generosos. ¡Qué distintas son las tentaciones de los buenos, de las de los malos!

No buscamos los consuelos de Dios, sino al Dios de los consuelos y nos da sus frutos secretos -los reservados para los íntimos- serenidad pase lo que pase, gozo íntimo, certeza de alcanzar la meta, luz en la inteligencia y se bebe en la fuente de la alegría a boca de jarro.

Estas visitaciones del Señor tienen que ver con la unidad con el Señor en la Iglesia. El Ruego del Papa a Mons. Lefebre para evitar el cisma: “Te lo pido por las llagas de Cristo”. Es fuerte decir: “lo pido por las llagas de Cristo”: y se puede aplicar también a seguir los consejos del Espíritu Santo: vivir la disciplina de la Iglesia sobre la confesión, la Misa, etc. Ahí está Él que nos visita. Los motivos para la confesión frecuente (y semanal) son múltiples: se trata de un medio de santificación muy especial, junto con la Eucaristía: es Cristo mismo quien actúa en primera persona; se “nota” una paz casi física, que no notamos en otro sitio, los actos de desagravio, con la contrición, nos dan la gracia y con el deseo del sacramento (in voto) recibimos la gracia del sacramento, pero la confesarnos hay algo especial; el examen general (diariamente) nos prepara para esta gracia, recibirla con más fruto.

Quizá este mes de mayo que comenzó con la fiesta del trabajo y san José es bueno que termine con esta fiesta de María que valora la intuición femenina del servicio en el hogar de su prima, y su repercusión social, pues es el trabajo de los trabajos: la calidad del resto de las profesiones depende en buena medida de la calidad de la profesión en el hogar (de la calidad de la madre): “El verdadero respeto del trabajo comporta la debida estima por la maternidad” (Juan Pablo II, Discurso a los obreros, Czestochowa, 6.VI.79). Este encuentro de las dos madres es el broche de oro de este mes, y nos habla de la feminidad, que está potencialmente dotada de unas virtualidades y cualidades que pueden ser actualizadas (desarrolladas) mediante los quehaceres más específicos o peculiares de la mujer… en concreto la vocación a la maternidad (y la renuncia a la misma por amor de Dios) es la oportunidad para desarrollar estas virtualidades femeninas, de las que tanto necesita la sociedad y el resto de las profesiones (cfr. Juan Pablo II en Mulieris dignitatem: la plena realización de la mujer sólo se alcanza en la maternidad y en la virginidad). No es que el trabajo fuera de casa no sea importante, lo es en cuanto realizando la maternidad de esa mujer, la madre puede desarrollar estas cualidades y transmitirlas de un modo natural al resto de la familia, al resto de la humanidad... Marido e hijos, en cuanto tomen contacto con la sociedad mediante sus quehaceres profesionales, podrían, a su vez, extender estas virtualidades aprendidas de modo natural en casa a partir de la madre (en unión con el padre) y del ambiente familiar.

Las madres de familia transmiten así la belleza de las virtudes desarrolladas con su vocación maternal. Su presencia en otras profesiones debería estar facilitada por contratos y condiciones de trabajo adecuados a las circunstancias de una madre con hijos: “Basta a un sistema laboral que no obligue a las madres de familia a trabajar muchas horas fuera de casa y al descuido de sus funciones en el hogar” (Juan Pablo II).

Este un reto importante que tienen pendientes la sociedad y la legislación laboral: la colaboración de una mujer que ha sabido embellecer su ser con una maternidad generosa, lejos de ser una carga para la tarea profesional externa, puede ser un foco importante de humanización (con un mayor espíritu de servicio) de las profesiones.

María visita y consuela a su pariente. La consuela y la confirma en su aparente tardía misión. Isabel estaba sola, su marido mudo, ella con el gozo de dar a luz a un hijo, pero con el dolor comprensible, y sobre todo, con deseos de comprender los planes de Dios -grandiosos, pero de los que sólo conoce una pequeña parte-. Al visitarla María salta el niño de gozo y se alegra su corazón y la luz divina ilumina su inteligencia para comprender. Nosotros también comprenderemos que es Él quien detrás de aquello que nos contraría sacará al final algo bueno. Pensemos lo que se indica en el Cantar de los cantares cuando el ama deseosa del amado después de una separación que no entiende lo encuentra y el amor deseado se hace amor comprobado, limpio y sano, fiel e incondicional más fuerte que la muerte y que todos los peligros y tentaciones. Así el alma puede hacer, al experimentar estas visitaciones, el canto de la fidelidad probada: “ponme como sello sobre tu corazón, ponme por marca sobre tu brazo: porque fuerte como la muerte es el amor, implacables como el infierno los celos; sus brasa, brasas ardientes y un volcán de llamas. Las muchas aguas no han podido extinguir la fuerza del amor” (Cant 8). Traduciendo estas palabras a nuestra vida ordinaria quiere decir que la entrega primera debe purificarse en el fuego, con las pruebas interiores y exteriores, así se consigue desvelar toda la belleza del amor humano y divino.

El canto humilde y gozoso de María nos recuerda esta generosidad del Señor con los hombres, y de modo especial con quienes El elige con una vocación divina: Dios se interesa hasta de las pequeñas cosas de sus criaturas: de las vuestras y de las mías, y nos llama uno a uno por nuestro propio nombre. Esa certeza que nos da la fe hace que miremos lo que nos rodea con una luz nueva, y que, permaneciendo todo igual, advirtamos que todo es distinto, porque todo es expresión del amor de Dios.

Nuestra vida se convierte así en una continua oración, en un buen humor y en una paz que nunca se acaban, en un acto de acción de gracias desgranado a través de las horas. Mi alma glorifica al Señor —cantó la Virgen María— y mi espíritu está transportado de gozo en el Dios salvador mío; porque ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava, por tanto ya desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho en mí cosas grandes aquel que es todopoderoso, cuyo nombre es santo.

Nuestra oración puede acompañar e imitar esa oración de María. Como Ella, sentiremos el deseo de cantar, de proclamar las maravillas de Dios, para que la humanidad entera y los seres todos participen de la felicidad nuestra (san Josemaría).

Hemos considerado el ejemplo de la Visitación de Nuestra Señora ayudando a su prima Santa Isabel. Ahora, con la gracia de Dios podemos formular algún propósito: esmerarnos en los detalles de servicio a los demás; cuidar mejor alguna manifestación concreta de humildad, de entrega, de alegría; poner más cariño en el trato con la Virgen, especialmente durante el rezo y contemplación de los misterios del Rosario, porque allí recordamos a María esos hechos portentosos que jalonan su vida llena de gracia.

LLuciá Pou Sabaté

LUNES DE LA SEXTA SEMANA DE PASCUA: el Espíritu Santo nos da la fortaleza para vivir en la Verdad y ser amigos de Jesús en medio de las contradiccione


LUNES DE LA SEXTA SEMANA DE PASCUA: el Espíritu Santo nos da la fortaleza para vivir en la Verdad y ser amigos de Jesús en medio de las contradicciones del mundo

San Pablo se dedica con toda el alma a la causa del Evangelio. Quien busca encuentra, dice el Señor, y serán los primeros discípulos instrumentos de Dios para llevar la semilla a muchos lugares: Haciéndose a la mar, fuimos desde Tróade derechos a Samotracia; al día siguiente a Neápolis, y de allí a Filipos, que es la primera ciudad de la región de Macedonia, y colonia romana. En esta ciudad permanecimos algunos días.

El sábado salimos fuera de la puerta de la ciudad, junto al río, donde pensábamos que se tendría la oración. Nos sentamos y hablamos a las mujeres que se habían reunido. Una de ellas, llamada Lidia, vendedora de púrpura de la ciudad de Tiatira y temerosa de Dios, nos escuchaba. El Señor abrió su corazón para que comprendiese lo que Pablo decía. Después de haber sido bautizada ella y su casa, nos insistía diciendo: Si juzgáis que soy fiel al Señor, venid y permaneced en mi casa. Y nos obligó” (Hechos 16,11-15). Cuando alguien está dispuesto a buscar a Dios con generosidad, de un modo o de otro, Dios se le manifestará. Se hace la luz… como Dios quiera, cuando Dios quiera. Del mejor modo, según como es cada uno. Hoy vemos a Lidia, la primera europea convertida escuchando a S. Pablo a la orilla de un río. Los caminos de Dios son variadísimos. Pero en todos hay una constante: la gracia de Dios que opera a través de alguien en los corazones más o menos bien dispuestos. Comenta S. Juan Crisóstomo: «Qué sabiduría la de Lidia! ¡Con qué humildad y dulzura habla a los apóstoles: “Si juzgáis que soy fiel al Señor”! Nada más eficaz para persuadirlos que estas palabras, que hubiesen ablandado cualquier corazón. Más que suplicar y comprometer a los apóstoles, para que vayan a su casa, les obliga con insistencia. Ved cómo en ella la fe produce sus frutos y cómo su vocación le parece un bien inapreciable».

La comunidad cristiana de Filipos recibió más tarde una de las cartas más amables de Pablo: señal de que guardaba recuerdos muy positivos de ella. No es extraño que el salmo sea optimista, porque la entrada de la fe cristiana en Europa ha sido esperanzadora: «el Señor ama a su pueblo... cantad al Señor un cántico nuevo».

¿Dónde nos toca evangelizar a nosotros? Pablo se adaptaba a las circunstancias que iba encontrando. A veces predicaba en la sinagoga, otras en una cárcel, o junto al río, o en la plaza de Atenas. Si le echaban de un sitio, iba a otro. Si le aceptaban, se quedaba hasta consolidar la comunidad. Pero siempre anunciaba a Cristo. Como nosotros hoy… En grandes poblaciones y en el campo. En ambientes favorables y en climas hostiles. En la escuela y en los medios de comunicación. Cuando nos alaban y cuando nos critican o persiguen: “que nos persuadamos de que nuestro caminar en la tierra -en todas las circunstancias y en todas las temporadas- es para Dios, de que es un tesoro de gloria, un trasunto celestial; de que es, en nuestras manos, una maravilla que hemos de administrar, con sentido de responsabilidad y de cara a los hombres y a Dios: sin que sea necesario cambiar de estado, en medio de la calle, santificando la propia profesión u oficio y la vida del hogar, las relaciones sociales, toda la actividad que parece sólo terrena” (san Josemaría Escrivá).

Entonemos un canto nuevo al Señor: «Cantad al Señor un cántico nuevo, resuene su alabanza en la asamblea de los fieles, que se alegre Israel por su Creador, los hijos de Sión por su Rey. // Alabad su nombre con danzas, cantadle con tambores y cítaras, porque el Señor ama a su pueblo, y adorna con la victoria a los humildes. Que los fieles festejen su gloria y canten jubilosos en filas con vítores a Dios en la boca» (Salmo 149,1-6.9). El canto es nuevo, porque las situaciones son nuevas, pero también porque el amor es nuevo y canta, como dice S. Agustín: “cantar suele ser tarea de enamorados”. Los cantos de maldad, de pecado, de injusticia, de egoísmo, de infidelidades, que más que una alabanza son una ofensa al Señor, deben quedar atrás, superados por la Victoria de Cristo, de la que participamos quienes creemos en Él.

Juan Pablo II recordaba que se definen los orantes de este salmo con "los pobres, los humildes"… los oprimidos, los pobres y perseguidos por la justicia, también los que, siendo fieles a los compromisos morales de la alianza con Dios, son marginados por los que escogen la violencia, la riqueza y la prepotencia. Este es el sentido de la célebre primera bienaventuranza: "Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos". Ya el profeta Sofonías se dirigía así a los anawim (pobres-humildes): "Buscad al Señor, vosotros todos, humildes de la tierra, que cumplís sus normas; buscad la justicia, buscad la humildad; quizá encontréis cobijo el día de la cólera del Señor"…

El canto de María recogido en el evangelio de san Lucas -el Magníficat- es el eco de los mejores sentimientos de los "hijos de Sión": alabanza jubilosa a Dios Salvador, acción de gracias por las obras grandes que ha hecho por ella el Todopoderoso, lucha contra las fuerzas del mal, solidaridad con los pobres y fidelidad al Dios de la alianza.

“Jesús decía a sus discípulos: Cuando venga el Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la Verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de mí”; Espíritu de verdad es otro título que Jesús da al Espíritu. La verdad libera, la verdad es la única fuerza capaz de contrarrestarle el mal. Ser, cada vez más, un hambriento de la verdad, para ser, cada vez más, un testigo ("martyr" en griego) de la verdad.

…“y después también vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo. Os he hablado de esto para que no se tambalee vuestra fe”. Se nos pide ser "martyr", que hoy traducimos por "testigo". "Vosotros también seréis mártires míos = vosotros seréis también mis testigos."

“Seréis expulsados de las sinagogas; aun más, llega la hora en que todo el que os dé muerte pensará que hace un servicio a Dios. Y esto os lo harán porque no han conocido a mi Padre ni a mí. Pero os he dicho estas cosas para que cuando llegue la hora os acordéis de que ya os las había anunciado....” (Juan 15,26-16,4). "Todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús, sufrirán persecuciones" (2 Tm 3,12). Pero con el Espíritu Santo nada pueden temer. Pasan los perseguidores, y Cristo permanece ayer, hoy y siempre. San Agustín exclama: «Señor y Dios mío; en ti creo, Padre, Hijo y Espíritu Santo. No diría la Verdad: “Id, bautizad a todas las gentes en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19), si no fuera Trinidad. Y no mandarías a tus siervos bautizar, mi Dios y Señor, en el nombre de quien no es Dios y Señor. Y si vos, Señor, no fuerais al mismo tiempo Trinidad y un solo Dios y Señor, no diría la palabra divina: “Escucha, Israel: El Señor tu Dios, es un Dios único” (Dt 6,4). Y si Tú mismo no fueras Dios Padre y fueras también Hijo, y Espíritu Santo, no leeríamos en las Escrituras canónicas: “Envió Dios a su Hijo” (Gál 4,4); y Tú, ¡oh Unigénito!, no dirías del Espíritu Santo: “que el Padre enviará en mi nombre” (Jn 14,26) y que “yo os enviaré de parte del Padre” (Jn 15, 26)...

Cuando arribemos a tu presencia, cesarán estas muchas cosas que ahora hablamos sin entenderlas, y Tú permanecerás todo en todos, y entonces modularemos un cántico eterno alabándote a un tiempo unidos todos a ti. Señor, Dios uno y Dios Trinidad, cuanto con tu auxilio queda dicho en estos mis libros, conózcanlo los tuyos; si algo hay en ellos de mi cosecha, perdóname Tú, Señor, y perdónenme los tuyos. Así sea».

Ser cristiano cuesta… también hoy. ¿Soy realmente el testigo (mártir) de Dios? ¿Estoy de parte de Dios? ¿Es Dios al que defiendo, o es a mí, mis opciones, mis ideas? Sé que tengo un Defensor. El Espíritu esta ahí conmigo. Gracias. Concédeme, Señor, el no tener nunca miedo (Noel Quesson). El encargo fundamental para los cristianos es que den testimonio de Jesús. El día de la Ascensión les dijo: «seréis mis testigos en Jerusalén y en Samaría y en toda la tierra, hasta el fin del mundo».

LLuciá Pou Sabaté

sábado, 28 de mayo de 2011

DOMINGO 6º DE PASCUA – CICLO A: Jesús anuncia el Espíritu Santo, que continúa su vida en nosotros, hemos de llevar su presencia amorosa y dar razón de


DOMINGO 6º DE PASCUA – CICLO A: Jesús anuncia el Espíritu Santo, que continúa su vida en nosotros, hemos de llevar su presencia amorosa y dar razón de nuestra esperanza

Lectura de los Hechos de los Apóstoles 8,5-8. 14-17: En aquellos días, Felipe bajó a la ciudad de Samaría y predicaba allí a Cristo. El gentío escuchaba con aprobación lo que decía Felipe, porque habían oído hablar de los signos que hacía y los estaban viendo: de muchos poseídos salían los espíritus inmundos lanzando gritos, y muchos paralíticos y lisiados se curaban. La ciudad se llenó de alegría.

Cuando los apóstoles, que estaban en Jerusalén, se enteraron de que Samaría había recibido la palabra de Dios, enviaron a Pedro y a Juan; ellos bajaron hasta allí y oraron por los fieles, para que recibieran el Espíritu Santo; aún no había bajado sobre ninguno, estaban sólo bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo.

SALMO RESPONSORIAL 65,13a.4-5.6-7a.16.20: R/. Aclamad al Señor, tierra entera. [o Aleluya].

Aclamad al Señor, tierra entera; / tocad en honor de su nombre, / cantad himnos a su gloria. / Decid a ¡Dios: «Qué temibles son tus obras.»

Que se postre ante ti la tierra entera, / que toquen en tu honor, / que toquen para tu nombre. / Venid a ver las obras de Dios, / sus temibles proezas en favor de los hombres.

Transformó el mar en tierra firme, / a pie atravesaron el río. / Alegrémonos con Dios, / que con su poder gobierna eternamente.

Fieles de Dios, venid a escuchar; / os contaré lo que ha hecho conmigo. / Bendito sea Dios que no rechazó mi súplica.

Lectura de la primera carta del Apóstol San Pedro 3,15-18: Hermanos:

Glorificad en vuestros corazones a Cristo Señor y estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere; pero con mansedumbre y respeto y en buena conciencia, para que en aquello mismo en que sois calumniados queden confundidos los que denigran vuestra buena conducta en Cristo; que mejor es padecer haciendo el bien, si tal es la voluntad de Dios, que padecer haciendo el mal.

Porque también Cristo murió una vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios. Murió en la carne, pero volvió a la vida por el Espíritu.

Lectura del santo Evangelio según San Juan 14,15-21: En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

-Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Yo le pediré al Padre que os dé otro Defensor que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis porque vive con vosotros y está con vosotros.

No os dejaré desamparados, volveré. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis, y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy con mi Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama; al que me ama, lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él.

Comentario: En la entrada cantamos: «Con gritos de júbilo, anunciadlo y proclamadlo; publicadlo hasta el confín de la tierra. Decid: “El Señor ha redimido a su pueblo”. Aleluya» (Is 48,20). Y en estos últimos días antes de la Ascensión, pedimos «que nuestra oración, Señor, y nuestras ofrendas sean gratas en tu presencia, para que así, purificados por tu gracia, podamos participar más dignamente en los sacramentos de tu amor» (Ofertorio); «Dios todopoderoso y eterno, que en la resurrección de Jesucristo nos has hecho renacer a la vida eterna; haz que los sacramentos pascuales den en nosotros fruto abundante y que el alimento de salvación que acabamos de recibir fortalezca nuestras vidas» (Postcomunión).

En las lecturas de hoy hay una constante alusión al Espíritu Santo, prometido por Jesús. Viene a decirles que su "paso al Padre" no significa "vacío" ni "ausencia". Su presencia entre los suyos está asegurada aún después de su marcha: "No os dejaré desamparados, volveré... Yo estoy con mi Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros". Esta promesa viene a renglón seguido de la afirmación: "Yo pediré al Padre que os dé otro Defensor, que esté siempre con vosotros". Él asegura la presencia permanente de la Persona de Cristo en su Iglesia y de que su obra de salvación vaya siendo interiorizada y asimilada por sus seguidores. Gracias al Espíritu, la resurrección ha significado para Jesús la posibilidad de una forma nueva, más profunda y perfecta, de hacerse presente a los suyos. La primera lectura narra una Pentecostés en miniatura, que viene a sellar la fundación de la Iglesia en Samaría: el Espíritu que empuja a la misión a Felipe, que confirman Pedro y Juan con la imposición de las manos sobre los bautizados, por la que reciben el Espíritu Santo. Para san Pedro (segunda lectura) dar testimonio de la fe, "dar razón de nuestra esperanza a todo el que nos la pidiere" y proclamar el misterio pascual vienen a ser casi sinónimos. El Señor resucitado es la única razón de vivir de los creyentes. En la colecta pedimos poder "manifestar en nuestras obras los misterios que estamos celebrando en estos días de alegría en honor de Cristo resucitado" (Ignacio Oñatibia).

En las dos semanas que quedan de Pascua, el Señor Resucitado nos prepara para vivir el misterio de su «ausencia». Nosotros pertenecemos a las generaciones que ya desde el principio merecieron la «bienaventuranza» de los que, como Cristo le dijo a Tomás, «creen sin haber visto».

Jesús promete enviar el Espíritu de la verdad. Ante la confusión de tanto discurso erróneo y el espejismo de valores mentirosos, es urgente defender la verdad y encontrar caminos para que brille. Muchos, como Pilatos, repiten la vieja pregunta: ¿qué es la verdad? La verdad es conocimiento y exactitud a las ambigüedades y el error. Es libertad interior frente a la dictadura de doctrinas fáciles. Es fortaleza serena al apresuramiento de la incertidumbre. Es sencillez espiritual frente al oropel de la falsa retórica. Es luz del bien frente a la ceguera de la malicia. Es principio de toda perfección, evidencia pacífica del misterio de lo eterno, alma de la historia individual y colectiva. Estamos invitados a participar en el “gaudium de veritate” (gozo en la Verdad) en lo que consiste la felicidad: “El Espíritu Santo, que procede de ti, Señor, / ilumine nuestras mentes / y nos dé a conocer toda la verdad / como lo prometió Jesucristo tu Hijo; / haciendo morada en nosotros / nos convierta en templos de su gloria; / nos haga ante el mundo / testigos valientes del Evangelio; / y nos lleve a la unidad de la fe / y nos fortalezca con su amor; / así contribuiremos a que la Iglesia, Cuerpo de Cristo, / alcance su plenitud” (Oraciones colecta de la Confirmación).

Si nos damos cuenta de la cantidad de miseria e injusticia que hoy se acumula en el mundo, una amarga pregunta surge en nosotros o, por lo menos, una secreta desconfianza: ¿Tiene Dios corazón para el hombre? Ésta es la verdadera pregunta que hacemos a Dios. Confesamos fácilmente que es santo, glorioso, poderoso y grande. Pero sólo le podemos amar, si tiene corazón para el hombre, si realmente nos ama. Y no sólo a los hombres en general, sino a cada uno en particular. La naturaleza revela la grandeza y gloria del Creador; pero también su terribilidad, su enigma y ocultamiento. Pero ¿qué es el hombre, qué es la humanidad entera dentro de la naturaleza y del universo? Menos que un gusanillo, que pisamos, sin notarlo, en nuestro camino.

“También en la historia descubrirnos, aunque oscuramente, un poder que la rige y dirige: pero ¿qué es la vida del individuo y aun la vida de pueblos enteros dentro de los milenios de la historia ante aquel que la dirige? Así hay grandes catástrofes, leyes férreas e inexorables, pero no corazón. La existencia de un Dios vivo que tenga corazón para los hombres, la conocemos sólo por la revelación y sobre todo por Jesucristo. En Él se hizo literalmente verdad que Dios tomó un corazón humano, un corazón de sangre cálida, palpitante, un corazón de hombre con temores y esperanzas, del que se dice haberse conmovido de compasión al ver a la madre que llevaba a enterrar a su hijo único; un corazón del que salió aquellas palabras: «Tengo lástima de esta muchedumbre. . .» Que temblaba y desfallecía, cuando tenía ante sí lo terrible, el dolor y la muerte. Un corazón que amaba a los pecadores. Un corazón, en fin, que se rompió en la cruz y que fue taladrado por la lanza. Cristo que vino no a dominar, ni siquiera solamente a. enseñar, sino a dar su vida en rescate por los muchos. Se ha hablado mucho y aún se habla actualmente de una fe en Dios sin Cristo, de una «credibilidad en Dios», que no necesita de Cristo. Un Dios sin Cristo, es algo así como quedarnos en manos del destino y el destino no tiene corazón ni entrañas. Acaso nos quedara el Dios ante quien los pueblos son como gotas de agua en el mar, pero no un Dios a quien podamos hablar y tratar de tú y en cuyas manos nos podamos entregar; un Dios de quien sabemos que nos oye y se cuida de nosotros. Gracias a Jesús podemos llamar a Dios Padre. Gracias a Jesús podemos conocer el corazón viviente de Dios” (I. Asensio Alvarez).

1. Vemos hoy al diácono Felipe mereció ser llamado "evangelista" por san Lucas (Hch 28,1). Lo vemos hoy en Samaría y comenzar allí la evangelización de los gentiles. La sangre de Esteban y la palabra de Felipe inauguran la misión de la Iglesia y la hacen efectiva más allá de las fronteras del judaísmo. Y en aquella primera hora de la evangelización de las naciones se demuestra ya lo que mucho más tarde reconocería san Agustín, que "la sangre de los mártires es semilla del cristianismo". Los judíos despreciaban a los samaritanos porque después de la cautividad de Babilonia se habían mezclado sin miramiento alguno con los asirios y desde antiguo hacían competencia a Jerusalén con otro santuario nacional en Siquén. Con todo, los samaritanos se mantenían fieles a las enseñanzas del Pentateuco y esperaban al "salvador del mundo" (Jn 4,42). La predicación del evangelio en Siquén significaba una condena del racismo religioso de los judíos y la superación de las enemistades entre judíos y samaritanos. El autor subraya con énfasis la alegría que produce entre las gentes el anuncio de la buena noticia. De momento los apóstoles no tenían nada que temer en Jerusalén, pues la persecución iba dirigida contra los cristianos helenistas. Por eso se quedaron en la ciudad, mientras Felipe huía a Samaría para escapar al control del sanedrín. Los apóstoles siguen de lejos la obra de Felipe, se sienten responsables de la marcha del cristianismo y están preocupados; envían a dos delegados, a Pedro y a Juan. Con la imposición de las manos, los apóstoles reconocen y confirman la obra de Felipe y celebran la unión de todos los cristianos en un mismo espíritu (“Eucaristía 1975”).

Los dos temas centrales de este relato son la evangelización y el don de Dios, que es el Espíritu Santo. La jerarquía eclesial es el órgano sacramental que nos garantiza la donación y la presencia del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia. San Basilio afirma: «Hacia el Espíritu Santo dirigen su mirada todos los que sienten necesidad de santificación, hacia Él tiende el deseo de todos los que llevan una vida virtuosa y su soplo es para ellos una manga de riego que los ayuda en la consecución de su fin propio. Fuente de santificación, Luz de nuestra inteligencia, Él es quien da, de Sí mismo, una especie de claridad a nuestra razón natural para que conozca la verdad. Inaccesible por naturaleza, se hace accesible por su bondad; todo lo dirige con su poder, pero se comunica solamente a los que son dignos de ellos, y no a todos en la misma medida, sino que distribuye sus dones en proporción a la fe de cada uno.

2. Con el Salmo 65 proclamamos llenos de gozo: «Aclamad al Señor, tierra entera, tocad en honor de su nombre, cantad himnos a su gloria...». Como en muchos salmos de acción de gracias, se trata aquí de una oración ante todo "colectiva" (en las siete primeras estrofas aparece el "nosotros"): Israel recuerda las maravillas del Éxodo, en particular "el paso del agua", "la Pascua del Mar Rojo y del Jordán: obstáculos superados por la gracia de Dios... Pero ésta es también una oración "individual", de pronto se pasa al «yo" a partir de la estrofa 8: los actos "liberadores" que Dios hizo en la historia de Israel son "significativos" de todas las situaciones de prueba aun individuales en que Dios es siempre el mismo, el que libera.

Es un canto a la redención, Jesús ha hecho vida la pascua, paso de la muerte a la Resurrección. Jesús es el nuevo Israel, el hombre universal; así como el pueblo judío tuvo que atravesar el Mar Rojo y el Jordán, así también Jesús fue "purificado en el crisol de la Pasión". Nadie mejor que El ofreció un "sacrificio de acción de gracias". Nadie mejor que El invitó a todo el universo a asociarse a su eucaristía (Noel Quesson).

Venid y ved”. La invitación a la experiencia. La oportunidad de estar presente. El reto de ser testigo. Ven y ve. Para mí, esas tres palabras son la esencia de la fe, el corazón de la mística, el meollo de la religión. Ven. Note quedes sentado esperando tranquilamente a que te sucedan cosas. Levántate y muévete y adéntrate y busca. Acércate, entra y mira cara a cara a la realidad que te llama. Abre los ojos y ve. Contempla con toda tu alma. No te contentes con escuchar o leer o estudiar. Te has pasado toda la vida estudiando y leyendo y abstrayendo y discutiendo. Todo eso está muy bien, pero es sólo evidencia de segunda mano. Hay que trascenderla en fe y en humildad valiente para buscar la evidencia de primera mano de la visión y la presencia. Ven y ve. Busca y encuentra. Entra y disfruta. El Señor te ha invitado a su corte. Y ahora tomo esas palabras sagradas como dichas por ti, Señor, a mí. “Ven y ve”. Me invitas a estar a tu lado y ver tu rostro. Tus palabras no dejan lugar a duda, y tu invitación es seria y deliberada. Sin embargo, yo me dejo llevar por la timidez, me resisto, me refugio en excusas. No soy digno, me han dicho que es más seguro permanecer en la oscuridad de la fe, y prefiero seguir el camino trillado, quedarme en mi sitio y guardar silencio. Dejo a almas más elevadas los derroteros místicos de tu visión cara a cara, y me contento con la espiritualidad rutinaria que espera pacientemente la plenitud que más tarde ha de venir. Tengo miedo, Señor. No quiero meterme en líos. Me encuentro a gusto donde estoy, y pido que se me deje en paz. Las alturas no se hicieron para mí. Me temo que, si de veras me encuentro contigo, mi vida habrá de cambiar, mis apegos habrán de soltarse y mi tranquilidad se acabará. Tengo miedo de tu presencia, y en eso me parezco al pueblo de Israel, que delegaba a Moisés la responsabilidad de reunirse contigo, porque tenían miedo de hacerlo ellos mismos. Sé que en mí es pereza, inercia y cobardía. A fin de cuentas, es falta de confianza en ti, y quizá en mí mismo. Reconozco mi pusilanimidad, y te ruego que no retires tu invitación. Sí, quiero venir y ver tus obras, venir y verte a ti haciéndolas, contemplarte, admirar el esplendor de tu rostro cuando gobiernas la amplitud del universo y las profundidades del espíritu humano. Quiero verte, Señor, en la luz de la fe y en la intimidad de la oración. Quiero la experiencia directa, el encuentro personal, la visión deslumbrante. Siervos tuyos hablan de la experiencia que cambia sus vidas, la visión que satisface sus aspiraciones, la iluminación que da sentido a toda su existencia. Yo, en mi humildad, deseo también esa iluminación, y la espero de tu rostro, que es lo único que puede dar luz sobre su propia existencia a ojos mortales. Quiero ver, y al decir eso quiero decir que quiero verte a ti, que eres la única realidad que merece verse; a ti, que con el resplandor de tu rostro das luz a la creación entera y a mi vida en ella. Ese es mi deseo y ésa es mi esperanza. «Venid y ved». Voy, Señor. Dame la gracia de ver (Carlos G. Vallés).

3. "Dar razón de vuestra esperanza". En la segunda lectura, Pedro nos exhorta a que si el mundo nos mira y espera de nosotros algo más, un signo, una señal para ver, hemos de transparentar a Jesús, dar razón de nuestra esperanza: que no es dar razones para atraer a los otros a nuestra causa, sino vivir con esperanza, esperando a pesar de todo, sin dejarnos embaucar por el dinero y las posibilidades que él abre, para que nuestra vida sea la mejor denuncia frente al egoísmo y la indiferencia del mundo. Para que nuestra solidaridad cuestione la insolidaridad y el rabioso individualismo que degrada la vida y desestabiliza la sociedad. No podemos dar razón de nuestra esperanza con buenas palabras. Sólo el testimonio, el compromiso con los que sufren y se ven marginados, puede hacer recapacitar a este mundo deshumanizado e insolidario. Para que el mundo crea, hace falta que los creyentes vivamos ejemplarmente de acuerdo con la fe que confesamos. Y según esa fe, todos los hombres somos hermanos, sobre todo los más débiles, los que sufren, los enfermos, los disminuidos, los deficientes, los toxicómanos, los olvidados de la sociedad (“Eucaristía 1990”).

También es importante lo que sigue: “con mansedumbre y respeto”: la verdad no se impone, se propone y ha de hablar no por ser aclamada con gritos y represión, sino por la fuerza de la misma verdad, así como yo la acepto: porque me da la gana, así hay que respetar la libertad de las conciencias. Ya sabemos que hoy apenas si se cree en el cielo; que hay moda de inventar cielos de ciencia ficción en lugar de entrar en el misterio de la esperanza del cielo. Pero es que –aparte de que es más fácil aparentemente vivir sin compromiso moral- la idea que se han hecho del cielo quizá no es muy bonita, es imprescindible que la esperanza del cielo tenga verosimilitud a partir de la vida de los creyentes. Quizá las palabras sobre el cielo no las pronunciamos encendidas, o despreciamos la unión de alma y cuerpo, espíritu y mundo, y sólo hablamos de un “más allá”, poniendo lo negativo de este mundo al que hemos de amar apasionadamente (en palabras de s. Josemaría) pues es un regalo de Dios, y la Redención se realiza en esta realidad, la Encarnación no sustituye la naturaleza sino que la perfecciona. Y nos hemos desinteresado de este mundo despreciado como material, en la perspectiva de otro mundo espiritual e increíble. Increíble es ese otro mundo, el cielo, cuando lo brindamos como revancha a los pobres, para que se conformen con su pobreza y no nos pidan cuentas de nuestras riquezas (como un opio del pueblo, o una religión de esclavos). Increíble es el cielo, cuando sólo sirve de pretexto para desentendernos del mundo y sumir en la desesperación a las víctimas de todas las injusticias. Increíble es el cielo con el que se justifican pingües negocios, se enerva la buena voluntad de la gente y se manipula a los hombres, distrayéndolos del mundo, que es el campo de su responsabilidad. El cielo un día desbordará todas nuestras fantasías; pero hoy para nosotros es sólo esperanza, utopía que nos hace entrever un mundo distinto del que estamos forjando, rebeldía que nos impide doblegarnos a las exigencias de este mundo, que no es bueno porque no lo es para todos; subversión que nos obliga a liberar el mundo de todos los poderes que tratan de enseñorearse de él. Hablar del cielo y dar largas a la causa de los otros, puede ser edificante para algunos, pero es desesperante para los otros. Lo esperanzador sería comprometernos en la causa de todos. Y lo que se nos pide, como creyentes, es que demos razón de nuestra esperanza. Y sólo en la medida que el creyente se compromete en la construcción de un mundo acorde con la voluntad de Dios, sólo en esa medida da razón de su esperanza y hace posible la esperanza de todos en el cielo.

No es lo mismo que dar razones para que los otros esperen lo que nosotros mismos no esperamos. Dar razón de la esperanza es esperar en realidad de verdad y esperar contra toda esperanza humana, es mostrar que nosotros esperamos con paciencia en situaciones desesperadas y en la misma muerte. Es poner en cuestión al mundo con el hecho de la esperanza y no con palabras sobre la esperanza. Es, por tanto, vivir de tal manera en el amor que nuestra esperanza tenga fundamento y no aparezca como presunción, pues creemos y confesamos que el que no ama no tiene nada que esperar. Sólo así la esperanza cristiana es en absoluto y es noticia, buena noticia para todos cuantos preguntan y la aceptan. El que quiera dar razón de la esperanza, lo ha de hacer siempre con mansedumbre, pues la agresividad no puede ser nunca señal de la esperanza, sino del miedo. Y lo ha de hacer con respeto, con todo el respeto que merecen los que preguntan y, sobre todo, con el respeto que debemos al Evangelio. Esto nos obliga a decirlo todo y a practicarlo todo, sin mutilar el evangelio, ni avergonzarse de él. Pues todo el evangelio es motivo de esperanza para el creyente. Pedro nos amonesta igualmente para que demos razón de nuestra esperanza con buena conciencia; esto es, que hablemos de la esperanza sin doblez ni segundas intenciones, que proclamemos la esperanza que vivimos y vivamos la esperanza que proclamamos, que seamos sinceros con nosotros mismos y con los demás, que seamos honestos delante de Dios y de los hombres.

Glorificar a Cristo en el corazón es reconocerlo personalmente como Señor, es creer en él sinceramente y no sólo con los labios. El corazón es el centro de la responsabilidad y decisión del hombre, es la persona. El que reconoce a Cristo de corazón y lo glorifica en el corazón, está dispuesto igualmente a confesarlo ante los hombres con coraje (“Eucaristía 1975”).

El cristianismo no se basa en el poder, ni en la fuerza. Ni siquiera en la fuerza de la razón o de la verdad tal como se suele entender. Los cristianos carecemos de ese haz de razones, de verdades apabullantes que desarman a cualquiera. No está ahí nuestra fuerza. Y cuando nos empeñamos en que esté perdemos la "elegancia" del vivir y del sufrir cristianos que nada tiene que ver con la impotencia pero mucho menos tiene que ver con la imposición autárquica o dictatorial. No somos los creyentes del Sinaí con su corte de rayos y truenos atemorizantes, sino los creyentes del Gólgota, con un crucificado que no nos "dejará desamparados". Tenemos el amparo de la Cruz que no está hecha precisamente para abrir brecha al frente de ejércitos de conquista. Las únicas conquistas que merecen nombre de cristianas son las que llevan el sello de la "mansedumbre, el respeto y la buena conciencia" (Bernardino M. Hernando).

Murió en la carne, pero volvió a la vida por el Espíritu. El don del Espíritu Santo no es sino el mismo Espíritu de Cristo (Rm 8,9), que a Él lo glorificó en su Resurrección y a nosotros nos santifica y nos injerta en su Cuerpo místico. Toda nuestra vida ha de ser un himno de alabanza y de acción de gracias a Cristo, que nos otorga tantos bienes materiales y espirituales. Casiano dice: «Debemos expresarle nuestro agradecimiento, porque nos inspira secretamente la compunción de nuestras faltas y negligencias; porque se digna visitarnos con castigos saludables; por atraernos muchas veces, a pesar nuestro, al buen camino; por dirigir nuestro albedrío, a fin de que podamos cosechar mejores frutos, aunque nuestra tendencia hacia el mal sea tan acusada. Porque se digna, en fin, orientar esa tendencia y cambiarla, merced a saludables sugestiones, hacia la senda de la virtud».

4. La gran promesa que nos hizo Cristo fue el envío del Espíritu Santo, tercera persona de la Santísima Trinidad, don del Padre a los que por la fe y el amor se entregan a Cristo. Es también el Espíritu de Verdad, fuente de vida y de santidad para toda la Iglesia. “Yo le pediré al Padre que os dé otro defensor”. Comenta San Basilio: «Se le llama Espíritu porque Dios es Espíritu (Jn 4, 24), y Cristo Señor es el espíritu de nuestro rostro. Le llamamos santo como el Padre es santo y santo el Hijo. La criatura recibe la santificación de otro, mas para el Espíritu la santidad es elemento esencial de su naturaleza. Él no es santificado, sino santificante. Lo llamamos bueno como el Padre es bueno y bueno aquel que ha nacido del Padre bueno; tiene la bondad por esencia. Él es, sin embargo, el Señor Dios, porque es verdad y justicia y no sabrá desviarse ni doblegarse, en razón de la inmutabilidad de su naturaleza. Es llamado Paráclito como el Unigénito, según la palabra de éste: “Yo rogaré al Padre y él os enviará otro Paráclito” (Jn 14,16).

¡Envíanos el Espíritu de fortaleza, a fin de combatir, en nosotros y en torno de nosotros, valerosamente contra el mal! ¡Envíanos el Espíritu de intrepidez, con el que los apóstoles comparecieron ante reyes y gobernantes y te confesaron! ¡Envíanos el Espíritu de paciencia, a fin de que en todas nuestras pruebas nos mostremos como fieles siervos tuyos! ¡Envíanos el Espíritu de alegría, a fin de sentimos dichosos de ser hijos del Padre del cielo! Y, finalmente, ¡envíanos el Espíritu Santo, Paráclito (consolador), a fin de no desfallecer en este mundo, sino que nos alegremos de tu divina cercanía! ¡Qué nos alegremos de tu divina cercanía!

"No os dejaré huérfanos". Yo estaré con vosotros de manera nueva y misteriosa; de una manera que es más que la presencia personal, limitada por tiempo y espacio, en que sólo puede obrarse desde fuera. Por eso os conviene que me vaya, pues entonces os podré mandar el nuevo consolador, que estará y obrará en vosotros, el Espíritu de la verdad, al que el mundo no ve ni conoce; pero vosotros lo conoceréis. Él permanecerá y morará en vosotros. El mundo no me verá ya más, pero vosotros me veréis, "porque yo vivo y vosotros viviréis". Una y otra cosa, profecía y promesa, son realidad y están estrechamente unidas. Ni una ni otra debemos perder de vista. ¿Qué se nos dice, acerca de este "estar con nosotros", acerca de esta presencia, este nuevo asistente y consolador?

Se trata, primeramente, de una presencia interior y personal que tal vez llamaríamos mejor presencia íntima. No es aquella presencia universal que llena cielo y tierra y en que piensa el apóstol cuando dice: "En Él vivimos, nos movemos y somos'. No es sólo aquella presencia (Sal 138) de la que no podemos apartarnos, sino otra presencia, totalmente personal e íntima. Una presencia personal de conocimiento y amor, como de amigo con amigo, un "morar" en medio de nuestro corazón, en el fondo de nuestra alma, en el hondón oculto de nuestro ser. Una presencia que nos hace en cuerpo y alma templos del Espíritu santo. Esta presencia no depende de nuestro sentimiento, ni de nuestro estado de salud ni de la temperatura o clima variable de nuestra alma. Es una realidad, aunque no nos percatemos de ella. Es desde luego objeto de fe. Mas cuando hoy nos dice la psicología, la ciencia del alma, que hay en el hombre profundidades ocultas, a que no llega ya la conciencia y que, no obstante, determinan con otros factores todo nuestro vivir, pensar y querer, las profundidades psíquicas inconscientes de que vivimos: cuando decimos, que tales cosas nos dice la psicología, ya no es tan difícil pasar de ahí a creer, que aún es más hondo y más íntimo el habitar y obrar del Espíritu divino en nosotros. A pesar de ser oculta, esta presencia es perceptible y experimentable. "Él permanecerá y obrará en vosotros". Aunque personalmente permanece oculta, como "el rey de la cámara oscura", sus efectos son perceptibles y verificables. Basta para ello que nos abramos y prestemos atención.

Estamos tan derramados y somos tan solicitados hacia lo exterior, tan fascinados por lo que hiere nuestros sentidos, que pensamos perder algo aun cuando se trate de mirar u oír dentro de nosotros mismos. Estamos tan aturdidos del ruido que reina en torno nuestro y dentro de nosotros, que no percibimos la voz suave, la llamada susurrante del Espíritu de Dios. Las luces chillonas nos deslumbran de forma que no vemos la luz fina y delicada que hay, para guiamos, dentro de nosotros mismos. El Espíritu de Dios en nosotros no obra justamente aquello a que estamos de ordinario acostumbrados y que, aun sin caer en la cuenta, esperamos también aquí: Que se nos subyugue, deslumbre y arrastre. No, el Espíritu de Dios nos deja intacta la libertad y con ella, también la responsabilidad de la determinación y del propio esfuerzo. No miremos en dirección falsa, no busquemos en lugar y de modo falsos, no aguardemos nada falso.

Y entonces podremos verificar que El está aquí, está con nosotros, obra en nosotros, como espíritu de fe en medio de la duda y confusión, como fuerza en la flaqueza, como espíritu de alegría en medio de las lágrimas y tristeza, como última seguridad secreta entre el desfallecimiento y congojas de todo linaje. Él nos consuela y fortalece y guía, nos sostiene y ayuda, ora dentro de nosotros con gemidos inenarrables, cuando nuestras palabras fallan; Él, consolador está allí ayudando a nuestra debilidad. ¡Gocemos de esta cercanía, de esta intimidad divina! (Jesús Corazón del Dios Viviente).

San Agustín comenta el Evangelio: “Dice el Señor: Todavía un poco y el mundo ya no me verá” (Jn 14,19). ¿Qué decir? ¿Es que entonces le veía el mundo? En efecto, con el nombre de «mundo» quiere indicar a aquellos de quienes habló antes, diciendo con referencia al Espíritu Santo: “A quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce” (Jn 14,17). El mundo, es verdad, veía con los ojos de la carne a quien se había hecho visible mediante la carne, pero no veía a la Palabra que se ocultaba en la carne; veía al hombre, pero no a Dios; veía el vestido, pero no al hombre vestido. Mas como después, de su resurrección mostró a los discípulos también su carne, no sólo para que la vieran, sino incluso para que la tocaran, pero no quiso manifestarla a los que no eran de los suyos, quizá haya que referir a esta realidad las palabras: “Todavía un poco y el mundo ya no me verá; pero vosotros me veréis, porque yo vivo, y también vosotros viviréis” (Jn 14,19).

¿Qué significa: Porque yo vivo, también vosotros viviréis? ¿Por qué se refiere a sí mismo en el presente y a ellos en futuro, sino porque les prometió que poseerían también la vida del cuerpo, pero un cuerpo resucitado, cual aquella en la que él les iba a preceder? Y como estaba tan próxima su resurrección, utilizó el presente para indicar esa inmediatez; refiriéndose a ellos, en cambio, no dijo: «vivís», sino viviréis, puesto que la suya se difiere hasta el fin del mundo.

De una manera breve y discreta, usando respectivamente el presente y el futuro, prometió las dos resurrecciones: la suya, que había de realizarse en breve, y la nuestra, que tendrá lugar al fin del mundo. Porque yo vivo -dice-, también vosotros viviréis: porque vive él, por eso viviremos nosotros también. Pues por un hombre entró la muerte y por un hombre entrará la resurrección de los muertos; y así como en Adán mueren todos, así todos volverán a la vida en Cristo. En efecto, nadie muere sino por Adán y nadie vive, sino por Cristo. Por haber vivido nosotros nos hallamos muertos; por vivir él, viviremos. Estamos muertos para él cuando vivimos para nosotros; pero dado que murió por nosotros, él vive para él y para nosotros. Y, por vivir él, viviremos nosotros también. Nosotros pudimos darnos la muerte, pero no podemos darnos de igual modo la vida.

“En aquel día conoceréis que yo estoy en mi Padre y que vosotros estáis en mí y yo en vosotros” (Jn 14,20). ¿En qué día, sino aquel del que dice: También vosotros viviréis? Entonces podremos ver lo que ahora creemos. También ahora él está en nosotros y nosotros en él; mas ahora lo creemos, entonces lo conoceremos. Y aunque ahora lo conozcamos por la fe, entonces lo conoceremos por la contemplación. Mientras vivimos en este cuerpo actual corruptible, que apesga al alma, somos peregrinos lejos del Señor, porque caminamos en la fe, no en la visión (2 Cor 5,6). Entonces, pues, le veremos en su realidad, porque le veremos tal cual es (1 Jn 3,2). En verdad, si Cristo no estuviese también ahora en nosotros, no diría el Apóstol: Si Cristo está en nosotros, el cuerpo está ciertamente muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justicia (Rom 8,10). Que también ahora estamos nosotros en él, lo indica con claridad cuando dice: Yo soy la vid y vosotros los sarmientos (Jn 15,5). Por consiguiente, en aquel día en que vivamos con la Vida, que absorbe a la muerte, veremos que él está en el Padre, nosotros en él y él en nosotros, porque entonces llegará a la perfección lo que ahora ha comenzado ya él, es decir, su morada en nosotros y la nuestra en él.

“El que tiene mis mandatos y los observa es quien me ama” (Jn 14,21): el que los tiene en su memoria y los observa en su vida; el que los tiene presentes en sus palabras y los observa en sus costumbres; quien los tiene porque los escucha y los observa practicándolos, o quien los tiene porque los lleva a la práctica y los observa perseverando en ellos. Ése es -dice- quien me ama. El amor debe manifestarse en las obras para que no se quede en palabra estéril. Y a quien me ame, le amará mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a mí mismo (Jn 14,21). ¿Qué significa amaré? Deja entender que le ha de amar entonces, pero que no le ama ahora. No ha de entenderse así. Pues ¿cómo podría amarnos el Padre sin el Hijo o el Hijo sin el Padre? Si su obrar es inseparable, ¿cómo pueden amar de forma separada? Pero dijo: Yo le amaré, para añadir: Y me manifestaré a él. Le amaré y me manifestaré: es decir, le amaré, para manifestarme a él. Al presente nos ha amado para que creamos y guardemos el mandato de la fe; entonces nos amará para que le veamos y recibamos la visión misma como recompensa de la fe. También nosotros le amamos ahora creyendo lo que veremos, pero entonces le amaremos viendo lo que hemos creído”.

Según el evangelista Juan (Jn 16,27; 1 Jn 2,3-6; 3,23), Dios pide al hombre dos actitudes fundamentales: fe y amor. Esta respuesta del hombre al Evangelio comprende ya la plenitud de la nueva ley. Una fe vivida en el amor y un amor operante por la obediencia buscada a la Palabra del Señor constituyen aquella comunión de vida con Jesús que se presupone para que se cumplan las promesas que él hace a sus discípulos. Numerosos santos han subrayado en sus escritos este aspecto. "Ama y haz lo que quieras" (San Agustín). "Jesús no tiene necesidad de nuestras obras, sino solamente de nuestro amor" (Teresa de Lisieux; cf. “Eucaristía 1993).

La escena de hoy relaciona el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo (la Trinidad) con los discípulos (la Iglesia). Por la intervención de Jesús, el Padre enviará a los discípulos el Espíritu Santo. El hecho de que el Padre dé el Espíritu Santo a los discípulos de su Hijo Jesús, implica que quiere estar en ellos, como ellos están en el Hijo y el Hijo está en él. El Espíritu une la Trinidad y los discípulos, y hace de la existencia de los discípulos una existencia de comunión con Dios y entre nosotros. Pero los discípulos sólo recibirán el don del Espíritu si se mantienen unidos a Jesús, si guardan su palabra, palabra que se ha hecho relación (1,14), comida y bebida (6,55), donación libre por amor (10,17-18). Jesús nos promete su presencia. No nos deja solos, porque quiere que vivamos la vida que vive desde siempre al lado del Padre, una vida de comunión, una vida de amor en plenitud, una vida libre y feliz para siempre. Por eso, el Padre nos dará el Espíritu, para que éste haga manar de los corazones de los creyentes ríos de agua viva (7,38-39). El Espíritu prometido transformará nuestros corazones para que sirvamos y amemos como Jesús, y nos acompañará siempre en nuestro camino hacia la comunión con Dios y entre nosotros.

“Se acercaba el momento en el que Jesús iba a ofrecer su vida por los hombres. Tan grande era su amor, que en su Sabiduría infinita encontró el modo de irse y de quedarse, al mismo tiempo. San Josemaría Escrivá, al considerar el comportamiento de los que se ven obligados a dejar su familia y su casa, para ganar el sustento en otra parte, comenta que el amor del hombre recurre a un símbolo: los que se despiden se cambian un recuerdo, quizá una fotografía... Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad: se queda Él mismo. Irá al Padre, pero permanecerá con los hombres. Bajo las especies del pan y del vino está Él, realmente presente: con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad” (Javier Echevarría).

Hoy Jesús se dirige directamente a los que buscamos la felicidad. (“¿Qué buscáis?” 1,38) y a los que buscamos hallarlo vivo (“¿A quién buscas?” 20,15), y nos dice: “Quien me ama, guarda mis mandamientos”. Amar a Jesús (= amar a Dios) y guardar sus mandamientos son una única y misma cosa, son inseparables; no amamos a Dios (= Jesús) si no guardamos sus mandamientos. Ahora bien, ¿cuáles son los mandamientos de Jesús? Son su palabra. Y su palabra es él mismo, su vida de servicio y su misión de amor, para que todos tengan vida y acojan la verdad (el amor de Dios). Por tanto, se trata de creer en Jesús y seguir su ejemplo en el servicio y en el amor desinteresados (Jaume Fontbona).

LLuciá Pou Sabaté