lunes, 30 de mayo de 2011

Visitación de la Virgen a santa Isabel. El Señor será el rey de Israel dentro de ti. Dichosa tú, Virgen María, que has creído, porque se cumplirá cuan

Visitación de la Virgen a santa Isabel. El Señor será el rey de Israel dentro de ti. Dichosa tú, Virgen María, que has creído, porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del Señor. El amor de la Virgen nos ayuda a servir a los demás

Profeta Sofonías 3,14-18a. ¡Grita de felicidad, hija de Sión, regocíjate, Israel, alégrate de todo corazón, Jerusalén! El Señor ha anulado la sentencia que pesaba sobre ti, ha expulsado a tus enemigos; el Señor es rey de Israel en medio de ti, no tendrás que temer ya ningún mal. Aquel día dirán a Jerusalén: "No tengas miedo, Sión, que tus manos no tiemblen; el Señor tu Dios está en medio de ti, él es un guerrero

que salva. Dará saltos de alegría por ti, su amor se renovará, por tu causa bailará y se alegrará, como en los días de fiesta".

Is 12, 2-3.4bcd.5-6. El Señor ha hecho maravillas con nosotros. El Señor es mi Dios y salvador, con él estoy seguro y nada temo. El Señor es mi protección y mi fuerza y ha sido mi salvación. Sacarán agua con gozo de la fuente de salvación.

Den gracias al Señor e invoquen su nombre, cuenten a los pueblos sus hazañas, proclamen que su nombre es sublime.

Alaben al Señor por sus proezas, anúncienlas a toda la tierra. Griten jubilosos, habitantes de Sión, porque el Dios de Israel ha si

do grande con ustedes.

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 1, 39-56. Por aquellos días, María se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea. Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y cuando Isabel oyó el saludo de María, el niño saltó en su seno. Entonces Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó a grandes voces: "¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! Pero ¿cómo es posible que la madre de mi Señor venga a visitarme? Porque en cuanto oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. ¡Dichosa tú que has creído! Porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá". Entonces María dijo: "Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de júbilo en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su sierva. Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones, porque ha hecho en mí cosas grandes el Poderoso. Su nombre es santo, y su misericordia es eterna con aquellos que le honran. Actuó con la fuerza de su brazo y dispersó a los de corazón soberbio.

Derribó de sus tronos a los poderosos y engrandeció a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y a los ricos despidió sin nada. Tomó de la mano a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia, como lo había prometido a nuestros antepasados, en favor de Abrahán y de sus descendientes para siempre".
María estuvo con Isabel unos tres meses; después regresó a su casa.

Comentario: Fue instituida para toda la Iglesia universal por Urbano VI en 1389, con el fin de obtener de María que se concluyera el llamado cisma de Occidente. Antes la celebraban en su calendario particular los franciscanos, que en 1623 determinaron acentuar aún más la devoción a la Virgen en la naciente orden. Algunas iglesias particulares los imitaron, pero no coincidían en la fecha de su celebración: en Praga y en Ratisbona se celebraba el 28 abr., en York el 2 abr., en París el 27 jun., en Reims el 8 jul. El 2 jul. fue el más general y así pasó al calendario universal de la Iglesia, sin que se pueda conocer hoy el motivo por el que la elección cayó en ese día. Algunos han supuesto que por relación con la fiesta oriental de las Blanquernas relacionada con una túnica de María; otros que por ser aniversario de la partida de la Virgen de la casa de Santa Isabel. Son opiniones sin sólido fundamento.

En el calendario promulgado por Paulo VI en 1969 se ha colocado en 31 mayo por las siguientes razones: estar situada así entre la fiesta de la Anunciación del Señor y la de S. Juan Bautista y, por lo mismo, en un lugar muy en armonía con el relato evangélico; culminar con ese día el mes dedicado de modo especial al culto de María, al menos en Europa.

En los libros litúrgicos promulgados por Paulo VI (Misal y Liturgia de las Horas) ha sido muy enriquecida esta celebración litúrgica en honor de la Virgen. Para la Misa se han escogido oraciones propias tomadas, con algunas modificaciones, del Misal de Braga y del de París de 1736. En el Oficio anterior se prescriben tres himnos propios, que son muy valiosos por su composición literaria, por su sentido litúrgico y pastoral, por su profundidad teológica y su expresión eucológica: se pide la visita constante de María a la Iglesia (A. Molien, La Liturgie de la Vierge Marie et Saint Joseph, Avignon 1935; Varios, La Virgen María en el culto de la Iglesia, Salamanca 1968; M. Garrido Bonaño; Gran Enciclopedia Rialp). Esta fiesta de la Virgen con la que terminamos el mes a Ella dedicado, nos manifiesta su mediación, su espíritu de servicio y su profunda humildad. Nos enseña a llevar la alegría cristiana allí a donde vamos. Como María, hemos de ser siempre causa de alegría para los demás. Esta fiesta ya la celebrabaran los Franciscanos en el siglo XIII. El Papa Bonifacio IX la introduce en el calendario oficial de la Iglesia. Las fiestas de la Virgen son también celebraciones del misterio de Cristo.

Himno: La Virgen santa, grávida del Verbo, en alas del Espíritu camina; la Madre que lleva la Palabra, de amor movida, sale de vista.

Y sienten las montañas silenciosas, y el mundo entero en sus entrañas vivas, que al paso de la Virgen ha llegado el anunciado gozo del Mesías.

Alborozado Juan por su Señor, en el seno, feliz se regocija, y por nosotros rinde el homenaje y al Hijo santo da la bienvenida.

Bendito en la morada sempiterna aquel que tu llevaste, Peregrina, aquel que con el Padre y el Espíritu, al bendecirte a ti nos bendecía. Amén.

La Oración de hoy reza: Dios todopoderoso, tu que inspiraste a la Virgen María, cuando llevaba en su seno a tu Hijo, el deseo de visitar a su prima Isabel, concédenos, te rogamos, que, dóciles al soplo del Espíritu, podamos, con María, cantar tus maravillas durante toda nuestra vida. Por Nuestro Señor Jesucristo...

1. Rom. 12, 9-16. Dios nos

ha creado y nos conserva en la existencia por puro amor, amor gratuito y libre. Jesús es para nosotros la manifestación más grande del amor que Dios nos tiene, y de la excelsa vocación que hemos recibido. Corresponde a la Iglesia manifestar y al mismo tiempo realizar el misterio del amor de Dios al hombre. Por eso nuestro amor fraterno debe ser sin fingimiento. Jesús nos ha dado el mandamiento nuevo del amor, indicándonos que nos amemos los unos a los otros, como Él nos ha amado a nosotros. Sólo cuando en verdad ayudemos a los hermanos en sus necesidades y nos esmeremos en la hospitalidad, no sólo recibiendo a los peregrinos en nuestra casa, sino recibiendo a todos en nuestro corazón con un gran amor, podremos decir que la Iglesia es una Iglesia que ama y que se convierte en una verdadera bendición para todos. Quien se comporte de un modo altivo, quien desprecie a su prójimo, quien conculque los derechos fundamentales de los demás, quien acabe con sus esperanzas e ilusiones no puede llamarse hijo de Dios, pues no irá tras las huellas de Cristo, sino tras las huellas del espíritu del mal. Que Dios nos conceda amarnos cordialmente los unos a los otros, como buenos hermanos.

2. Is. 12,2-6. Dios, nuestro Dios y Padre, se ha convertido para nosotros en nuestro Salvador, y en nuestro poderoso Protector. Él está siempre junto a nosotros para que ningún mal nos domine ni nos dañe. Teniéndolo a Él nos sentimos amados, protegidos y seguros. Por ese amor tan grande que nos tiene le elevamos un canto de gratitud y de alabanza. Pero no podemos quedarnos sólo en alabar su santísimo Nombre. Si en verdad lo amamos y nos sentimos agradecidos con Él; si hemos conocido el amor salvador de Dios no podemos más que proclamar sus hazañas, sus proezas y su santo Nombre a los demás, para que también ellos se beneficien del amor que el Señor ofrece a todos. Llevando una vida recta; viviendo en paz y alegres entre nosotros, los demás conocerán, no sólo desde nuestras palabras, sino desde nuestro testimonio personal dado con la vida, las obras y las actitudes, que en verdad Dios puede salvar a todos como lo ha hecho con nosotros. Entonces ellos también podrán encontrar en Dios la fuente de la vida y de la salvación, que anhelamos todos los hombres.

3. La fiesta de hoy, la Visitación, nos presenta una faceta de la vida interior de María: su actitud de servicio humilde y de amor desinteresado para quien se encuentra en necesidad. Este suceso, que contemplamos en el segundo misterio de gozo del Santo Rosario, nos invita a la entrega pronta, alegre y sencilla a quienes nos rodean. Muchas veces el mayor servicio que prestaremos será consecuencia del gozo interior que se desborda y llega a los demás. Pero esto solo será posible si nos mantenemos muy cerca del Señor, mediante el fiel cumplimiento de los momentos de oración que tenemos previstos a lo largo del día: “la unión con Dios, la vida sobrenatural, comporta siempre la práctica atractiva de las virtudes humanas: María lleva la alegría al hogar de su prima, porque “lleva” a Cristo” (San Josemaría Escrivá, Surco, n. 566). ¿”Llevamos” con nosotros a Cristo, y con Él la alegría, allí a donde vamos... al trabajo, en la visita a unos vecinos, a un enfermo...? ¿Somos habitualmente causa de alegría para los demás?

A la llegada de Nuestra Señora, Isabel, llena del Espíritu Santo, proclama en voz alta: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno.

Isabel no se limita a llamarla bendita, sino que relaciona su alabanza con el fruto de su vientre, que es bendito por los siglos. ¡Cuántas veces hemos repetido también nosotros estas mismas palabras, al recitar el Avemaría!: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. ¿Las pronunciamos con el mismo gozo con que lo hizo Isabel? ¡Cuántas veces pueden servirnos como una jaculatoria que nos una a Nuestra Madre del Cielo, mientras trabajamos, al caminar por la calle, al contemplar una imagen suya!

María y Jesús siempre estarán juntos. Los mayores prodigios de Jesús serán realizados –como en este caso– en íntima unión con su Madre, Medianera de todas las gracias. “Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación –afirma el Concilio Vaticano II– se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte” (Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 57-58).

Aprendamos hoy, una vez más, que cada encuentro con María representa un nuevo hallazgo de Jesús. “Si buscáis a María, encontraréis a Jesús. Y aprenderéis a entender un poco lo que hay en este corazón de Dios que se anonada (...)” (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 144), que se hace asequible en medio de la sencillez de los días corrientes. Este don inmenso –poder conocer, tratar y amar a Cristo– tuvo su comienzo en la fe de Santa María, cuyo perfecto cumplimiento Isabel pone ahora de manifiesto: “la plenitud de gracia, anunciada por el ángel, significa el don de Dios mismo; la fe de María, proclamada por Isabel en la Visitación, indica cómo la Virgen de Nazareth ha respondido a este don” (Juan Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, 12). La Virgen, que ya había pronunciado su fiat pleno y entregado, se presenta en el umbral de la casa de Isabel y Zacarías, como Madre del Hijo de Dios. Es el descubrimiento gozoso de Isabel12 y también el nuestro, al que nunca terminaremos de acostumbrarnos.

El clima que rodea este misterio que contemplamos en el Santo Rosario, la atmósfera que empapa el episodio de la Visitación es la alegría; el misterio de la Visitación es un misterio de gozo. Juan el Bautista exulta de alegría en el seno de Santa Isabel; esta, llena de alegría por el don de la maternidad, prorrumpe en bendiciones al Señor; María eleva el Magnificat, un himno todo desbordante de la alegría mesiánica. A las alabanzas de Isabel, Nuestra Señora responde con este canto de júbilo. El hogar de Zacarías y de Isabel rezuma el espíritu más puro del Antiguo Testamento. Y María encierra en su seno el Misterio que dará paso al Nuevo. El Magnificat es “el cántico de los tiempos mesiánicos, en el que confluyen la alegría del antiguo y del nuevo Israel (...). El cántico de la Virgen, dilatándose, se ha convertido en plegaria de la Iglesia de todos los tiempos” (Pablo VI, Exhor. Apost. Marialis cultus, 2-II-1974, 18).

En este ambiente es donde tiene pleno sentido la expresión de lo que María lleva guardado en su corazón. El Magnificat es la manifestación más pura de su íntimo secreto, revelado por el ángel. No hay en él rebuscamiento ni artificio: estas palabras son el espejo del alma de Nuestra Señora; un alma llena de grandeza y tan cercana a su Creador: Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador.

Y junto a este canto de alegría y de humildad, la Virgen nos ha dejado una profecía: desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. “Desde los tiempos más antiguos la Bienaventurada Virgen es honrada con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo acuden los fieles, en todos sus peligros y necesidades, con sus oraciones. Y sobre todo a partir del Concilio de Éfeso, el culto del pueblo de Dios hacia María creció maravillosamente en veneración y amor, en invocaciones y deseo de imitación, en conformidad de sus mismas palabras proféticas: Desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso”.

Nuestra Madre Santa María no se distinguió por hechos prodigiosos; no conocemos por el Evangelio que haya obrado milagros mientras estuvo en la tierra; pocas, muy pocas, son las palabras que de Ella nos ha conservado el texto inspirado. Su vida de cara a los demás fue la de una mujer corriente, que ha de sacar adelante su familia. Sin embargo, se ha cumplido puntualmente esta maravillosa profecía. ¿Quién podría contar las alabanzas, las invocaciones, los santuarios en su honor, las ofrendas, las devociones marianas...? A lo largo de veinte siglos la han llamado bienaventurada personas de todo género y condición: intelectuales y gente que no sabe leer, reyes, guerreros, artesanos, hombres y mujeres, personas de edad avanzada y niños que comienzan a balbucear... Nosotros estamos cumpliendo ahora aquella profecía. Dios te salve, María, llena eres de gracia..., bendita tú eres entre todas las mujeres..., le decimos en la intimidad de nuestro corazón.

De modo particular la hemos invocado a lo largo de este mes de mayo, “pero el mes de mayo no puede terminar; debe continuar en nuestra vida, porque la veneración, el amor, la devoción a la Virgen no pueden desaparecer de nuestro corazón, más aún, deben crecer y manifestarse en un testimonio de vida cristiana, modelada según el ejemplo de María, el nombre de la hermosa flor que siempre invoco // mañana y tarde, como canta Dante Alighieri (Paradiso 23, 88)” (Juan Pablo II,Homilía 25-V-1979). Tratando a María, descubrimos a Jesús. “¡Cómo sería la mirada alegre de Jesús!: la misma que brillaría en los ojos de su Madre, que no puede contener su alegría –“Magnificat anima mea Dominum!” –y su alma glorifica al Señor, desde que lo lleva dentro de sí y a su lado.

“¡Oh, Madre!: que sea la nuestra, como la tuya, la alegría de estar con Él y de tenerlo” (San Josemaría Escrivá, Surco, 95; F. Fernández Carvajal).

Es la liberación de los pobres, de los desvalidos… que continúa siendo hoy un evangelio, un canto a la libertad. Juan Pablo II hablaba así de la fe de María: “En la narración evangélica de la Visitación, Isabel, «llena de Espíritu Santo», acogiendo a María en su casa, exclama: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1,45). Esta bienaventuranza, la primera que refiere el evangelio de san Lucas, presenta a María como la mujer que con su fe precede a la Iglesia en la realización del espíritu de las bienaventuranzas.

El elogio que Isabel hace de la fe de María se refuerza comparándolo con el anuncio del ángel a Zacarías. Una lectura superficial de las dos anunciaciones podría considerar semejantes las respuestas de Zacarías y de María al mensajero divino: «¿En qué lo conoceré? Porque yo soy viejo y mi mujer avanzada en edad», dice Zacarías; y María: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» (Lc 1, 18.34). Pero la profunda diferencia entre las disposiciones íntimas de los protagonistas de los dos relatos se manifiesta en las palabras del ángel, que reprocha a Zacarías su incredulidad, mientras que da inmediatamente una respuesta a la pregunta de María. A diferencia del esposo de Isabel, María se adhiere plenamente al proyecto divino, sin subordinar su consentimiento a la concesión de un signo visible.

Al ángel que le propone ser madre, María le hace presente su propósito de virginidad. Ella, creyendo en la posibilidad del cumplimiento del anuncio, interpela al mensajero divino sólo sobre la modalidad de su realización, para corresponder mejor a la voluntad de Dios, a la que quiere adherirse y entregarse con total disponibilidad. «Buscó el modo; no dudó de la omnipotencia de Dios», comenta san Agustín (Sermo 291).

Ante la complicación de Zacarías, vemos la sencillez de María, al estilo de la anunciación de las mujeres del Antiguo Testamento: Sara (Gn 17,15-21; 18,10-14), Raquel (Gn 30,22), la madre de Sansón (Jc 13,1-7) y Ana, la madre de Samuel (1 S 1,11-20). En estos episodios se subraya, sobre todo, la gratuidad del don de Dios. María es invitada a creer en una maternidad virginal, de la que el Antiguo Testamento no recuerda ningún precedente. En realidad, el conocido oráculo de Isaías: «He aquí que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel» (Is 7,14), aunque no excluye esta perspectiva, ha sido interpretado explícitamente en este sentido sólo después de la venida de Cristo, y a la luz de la revelación evangélica. A María se le pide que acepte una verdad jamás enunciada antes. Ella la acoge con sencillez y audacia. Con la pregunta: «¿Cómo será esto?», expresa su fe en el poder divino de conciliar la virginidad con su maternidad única y excepcional. Respondiendo: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1,35), el Ángel da la inefable solución de Dios a la pregunta formulada por María. La virginidad, que parecía un obstáculo, resulta ser el contexto concreto en que el Espíritu Santo realizará en ella la concepción del Hijo de Dios encarnado. La respuesta del ángel abre el camino a la cooperación de la Virgen con el Espíritu Santo en la generación de Jesús.

Siempre fe para la salvación: En la realización del designio divino se da la libre colaboración de la persona humana. María, creyendo en la palabra del Señor, coopera en el cumplimiento de la maternidad anunciada. Los Padres de la Iglesia subrayan a menudo este aspecto de la concepción virginal de Jesús. Sobre todo san Agustín, comentando el evangelio de la Anunciación, afirma: «El ángel anuncia, la Virgen escucha, cree y concibe» (Sermo 13 in Nat. Dom.). Y añade: «Cree la Virgen en el Cristo que se le anuncia, y la fe le trae a su seno; desciende la fe a su corazón virginal antes que a sus entrañas la fecundidad maternal» (Sermo 293).

El acto de fe de María nos recuerda la fe de Abraham, que al comienzo de la antigua alianza creyó en Dios, y se convirtió así en padre de una descendencia numerosa (cf. Gn 15,6; Redemptoris Mater, donde dice: “Sin embargo las palabras de Isabel «Feliz la que ha creído» no se aplican únicamente a aquel momento concreto de la anunciación. Ciertamente la Anunciación representa el momento culminante de la fe de María a la espera de Cristo, pero es además el punto de partida, de donde inicia todo su «camino hacia Dios», todo su camino de fe. Y sobre esta vía, de modo eminente y realmente heroico —es mas, con un heroísmo de fe cada vez mayor— se efectuará la «obediencia» profesada por ella a la palabra de la divina revelación. Y esta «obediencia de la fe» por parte de María a lo largo de todo su camino tendrá analogías sorprendentes con la fe de Abraham. Como el patriarca del Pueblo de Dios, así también María, a través del camino de su fiat filial y maternal, «esperando contra esperanza, creyó». De modo especial a lo largo de algunas etapas de este camino la bendición concedida a «la que ha creído» se revelará con particular evidencia. Creer quiere decir «abandonarse» en la verdad misma de la palabra del Dios viviente, sabiendo y reconociendo humildemente «¡cuan insondables son sus designios e inescrutables sus caminos!» -Rom 11,33. María, que por la eterna voluntad del Altísimo se ha encontrado, puede decirse, en el centro mismo de aquellos «inescrutables caminos» y de los «insondables designios» de Dios, se conforma a ellos en la penumbra de la fe, aceptando plenamente y con corazón abierto todo lo que está dispuesto en el designio divino”). Al comienzo de la nueva alianza también María, con su fe, ejerce un influjo decisivo en la realización del misterio de la Encarnación, inicio y síntesis de toda la misión redentora de Jesús.

La estrecha relación entre fe y salvación, que Jesús puso de relieve durante su vida pública (cf Mc 5,34; 10,52; etc.), nos ayuda a comprender también el papel fundamental que la fe de María ha desempeñado y sigue desempeñando en la salvación del género humano”.

Hoy contemplamos el hecho de la Visitación de la Virgen María a su prima Isabel. Tan pronto como le ha sido comunicado que ha sido escogida por Dios Padre para ser la Madre del Hijo de Dios y que su prima Isabel ha recibido también el don de la maternidad, marcha decididamente hacia la montaña para felicitar a su prima, para compartir con ella el gozo de haber sido agraciadas con el don de la maternidad y para servirla.

El saludo de la Madre de Dios provoca que el niño, que Isabel lleva en su seno, salte de entusiasmo dentro de las entrañas de su madre. La Madre de Dios, que lleva a Jesús en su seno, es causa de alegría. La maternidad es un don de Dios que genera alegría. Las familias se alegran cuando hay un anuncio de una nueva vida. El nacimiento de Cristo produce ciertamente «una gran alegría» (Lc 2,10).

A pesar de todo, hoy día, la maternidad no es valorada debidamente. Frecuentemente se le anteponen otros intereses superficiales, que son manifestación de comodidad y de egoísmo. Las posibles renuncias que comporta el amor paternal y maternal, asustan a muchos matrimonios que, quizá por los medios que han recibido de Dios, debieran ser más generosos y decir “sí” más responsablemente a nuevas vidas. Muchas familias dejan de ser “santuarios de la vida”. El Papa Juan Pablo II constata que la anticoncepción y el aborto «tienen sus raíces en una mentalidad hedonista e irresponsable respecto a la sexualidad y presuponen un concepto egoísta de la libertad, que ve en la procreación un obstáculo al desarrollo de la propia personalidad».

Isabel, durante cinco meses, no salía de casa, y pensaba: «Esto es lo que ha hecho por mí el Señor» (Lc 1,25). Y María decía: «Engrandece mi alma al Señor (...) porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava» (Lc 1,46.48). La Virgen María e Isabel valoran y agradecen la obra de Dios en ellas: ¡la maternidad! Es necesario que los católicos reencuentren el significado de la vida como un don sagrado de Dios a los seres humanos” (Francesc Xavier Ciuraneta i Aymí).

Juan Pablo II, en la fiesta de la Visitación de la Virgen, 31 de mayo 2001: Donde está María, allí está Cristo: “"María se puso en camino y fue aprisa a la montaña..." (Lc 1, 39)… Resuenan en nuestro corazón las palabras del evangelista san Lucas: "En cuanto oyó Isabel el saludo de María, (...) quedó llena de Espíritu Santo" (Lc 1, 41). El encuentro entre la Virgen y su prima Isabel es una especie de "pequeño Pentecostés". Quisiera subrayarlo esta noche, prácticamente en la víspera de la gran solemnidad del Espíritu Santo. En la narración evangélica, la Visitación sigue inmediatamente a la Anunciación: la Virgen santísima, que lleva en su seno al Hijo concebido por obra del Espíritu Santo, irradia en torno a sí gracia y gozo espiritual. La presencia del Espíritu en ella hace saltar de gozo al hijo de Isabel, Juan, destinado a preparar el camino del Hijo de Dios hecho hombre.

Donde está María, allí está Cristo; y donde está Cristo, allí está su Espíritu Santo, que procede del Padre y de él en el misterio sacrosanto de la vida trinitaria. Los Hechos de los Apóstoles subrayan con razón la presencia orante de María en el Cenáculo, junto con los Apóstoles reunidos en espera de recibir el "poder desde lo alto". El "sí" de la Virgen, "fiat", atrae sobre la humanidad el don de Dios: como en la Anunciación, también en Pentecostés. Así sigue sucediendo en el camino de la Iglesia.

Reunidos en oración con María, invoquemos una abundante efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia entera, para que, con velas desplegadas, reme mar adentro en el nuevo milenio. De modo particular, invoquémoslo sobre cuantos trabajan diariamente al servicio de la Sede apostólica, para que el trabajo de cada uno esté siempre animado por un espíritu de fe y de celo apostólico.

Es muy significativo que en el último día de mayo se celebre la fiesta de la Visitación. Con esta conclusión es como si quisiéramos decir que cada día de este mes ha sido para nosotros una especie de visitación. Hemos vivido durante el mes de mayo una continua visitación, como la vivieron María e Isabel. Damos gracias a Dios porque la liturgia nos propone de nuevo hoy este acontecimiento bíblico”.

El evangelio de la Visitación es, en primer lugar, una reflexión sobre la Iglesia. La Iglesia, indudablemente, no está aún fundada; no lo será sino más tarde. Pero aquí está representada, "simbolizada", en cierto modo, por María. La situación de María, que lleva en su seno al Señor, dice la de la comunidad cristiana que lleva también en sí misma a su Señor. El gesto de María yendo a comunicar la maravillosa noticia que ha recibido, define perfectamente el comportamiento que debe ser propio de la Iglesia: una comunidad ansiosa por comunicar la Buena Noticia de la que ella es la primera beneficiaria.



Frente a María-Iglesia, está el pueblo del Antiguo Testamento, representado por Zacarías e Isabel. María es joven, ágil -se ha dirigido aprisa a la región de su prima, con un ardor juvenil comparable al entusiasmo de que da prueba; en tiempos de Lucas, la joven comunidad cristiana que se apresura hacia los confines del mundo para llevar hasta allí la buena noticia del misterio que porta en sí misma-; Isabel y Zacarías son ancianos, María es quien va a visitarlos; ellos no pueden -y eso es ya maravilloso- más que acogerla; ellos no saben -más maravilloso todavía- sino decir quién es María y quién es el niño que aún oculta.

Zacarías e Isabel formaban un matrimonio estéril; desde hacía mucho, vivían con un deseo que parecía no poder llegar a cumplirse. ¿No es un esclarecimiento de lo sucedido en el Antiguo Testamento? Esa larga y patética historia de una espera apasionadamente mantenida habría de parecer a muchos una expectativa próxima al fracaso. Pero he aquí que el deseo de los padres va a verse cumplido; el niño que tan largamente habían esperado está para llegar. Es ciertamente el signo de que la Antigua Alianza toca a su fin; el que va a renovarla está ya cerca. Pero lo mismo que Isabel se interesa más de momento por el niño que está en María que por el que lleva en sí misma, así la comunidad de la Antigua Alianza ya no debe interesarse sino por el que va a venir que sobrepuja cuanto ella hubiera podido imaginar o concebir: ¿no es "el Señor"? No es que el Antiguo Testamento haya perdido todo significado. El hijo de Isabel tiene una misión; será, es ya, aquel de quien el Espíritu hace un profeta encargado de mostrar a Jesucristo ante los hombres. Esa era y esa continúa siendo la misión del antiguo tiempo bíblico y de su esfuerzo religioso: llevar a los hombres a Jesucristo.

Ante una intervención de Dios tan maravillosa como inesperada, el Antiguo Testamento enmudece. Enmudece... a la manera de Zacarías, testigo de un acontecimiento que supera sus facultades de acogida, de confianza, de fe, y a quien su incapacidad para creer, para entender, ha dejado mudo.

Pero si el antiguo Israel debe permanecer silencioso ante las maravillas que le desconciertan y que no se atreve a creer, debe también dar cumplimiento a su misión de hablar. En nuestro relato de la Visitación, el Antiguo Testamento habla; habla con las palabras de Isabel y a través de los saltos de alegría significativos de Juan, reanudación de aquella febril agitación de los profetas antiguos. Lo que madre e hijo dicen a todo Israel es la presencia de Aquel que era el objeto de su más lejana esperanza, "su Señor".

Junto a esta mujer que grita una formula de alegría, junto al niño que profetiza silenciosamente, junto a Zacarías encerrado o en su mutismo, María tiene otra actitud. Ella canta ampliamente las maravillas de Dios. Lo que Israel percibía débilmente, la Iglesia lo conoce con mayor amplitud; por eso puede componer el salmo que canta como es debido "las maravillas" que Dios ha hecho (Louis Monloubou).

A mí lo que me encanta de esas imágenes románicas es ver como representan la unidad de corazón de María e Isabel en una mirada única, en un mismo mirar, en un mismo ojo, ver las cosas con una misma forma, con las caras pegadas, y el ojo central como medios ojos que se unen en un único mirar, para ver juntas lo que Dios les pide, desde esta perspectiva del Amor.

María se pone pues en camino y quiero imaginar que va en compañía de José. Las mujeres de Oriente no hacían nunca solas desplazamientos de importancia: eran unos cuatro días de marcha. Veo, pues, a María y a José, poniendo la albarda sobre su pequeño asno, reuniéndose de etapa en etapa con grupos de viajeros, porque los caminos son poco seguros. Consideremos este camino que harán juntos como el icono del camino que tenemos que hacer para reunirnos con los demás. Porque es cierto que existe una distancia entre nuestros hermanos y nosotros. Desde los más alejados por la raza, el ambiente, las ideas o la fe, hasta los más próximos. Distancia que crean la timidez, el respeto humano, el orgullo, la negativa a dar el primer paso, la dificultad de comunicarse. O muro de silencios acumulados, de desconfianzas irrazonadas, de golpes bajos de unos contra otros. Estamos llamados a franquear esta distancia... Para franquearla, María, caminas pobremente. Tu medio de transporte es pobre; tu equipaje es pobre; tu competencia es pobre. Porque bien está eso de ir a ayudar a una prima pero tú no tienes experiencia alguna en la que puedas apoyarte. Vas con lo poco que eres y tienes. Cuántas ocasiones he perdido porque quería franquear la distancia que me separa de mi hermano, pero con la condición de aportarle algo, de hacer algo sonado. Tú aceptas lo poco que eres capaz de dar; te acercas a tu prima con tus pobres medios. El símbolo de la pobreza de este acto es el pequeño asno que te acompaña. Que todos los asnos de Tierra Santa nos recuerden esta esencial disposición interior de pobreza que debe caracterizar nuestro camino hacia los demás: al contemplarte, María, comprendo que debo ir hacia los otros con los pequeños medios de que dispongo. "Nuestra Señora de los pequeños medios, ruega por nosotros". María camina no sólo en pobreza sino también en humildad. No es que sufra humillaciones o que trate de infligirse humillaciones. Nadie se burla de su acento galileo ni de su escaso equipaje; pasa desapercibida y eso le parece muy natural. Nadie la presta atención especial en el curso de estas marchas colectivas a ella, que lleva el Mesías esperado del pueblo judío, y que lo sabe, al menos por la naturaleza milagrosa de la concepción virginal, aunque esté lejos de haber comprendido lo que su corazón acoge ya en plenitud. Mientras, nosotros observamos sin cesar el efecto que causamos. Si tengo un puesto importante, ¿tienen los demás plena conciencia de la importancia de mi misión? Si tengo un puesto modesto, ¿nadie se da cuenta de que valgo para más? Analizo sin cesar y experimento el choque del efecto producido. Tú, María, eres la que soñarían ser todas las mujeres de Israel, eres la Madre del Mesías de una manera simple y gratuita. Eres la Virgen pura y limpia. Consientes en paz al designio de Dios sobre ti y el lugar que ocupas. Que tu oración del Espíritu Santo purifique, María, mi corazón a fin de que me abandone en la paz, confiando en sus manos mis actividades y los trabajos que estoy llamado a desempeñar. Todo está en tus manos y no en las mías. Si me encuentro en tu compañía, María, ¿no me contagiaré sin darme cuenta de tu simplicidad, de tu pureza? ¿Y no es eso el rosario, oración que los hombres de hoy -más aún que las mujeres- preocupados por la eficacia y el rendimiento hasta en la acción apostólica, relegarían de buena gana al almacén de lo accesorio? Ojalá guardemos la fidelidad a esta oración del pobre; estar contigo, en presencia de Dios, sin grandes ideas, sin estremecimientos pseudomísticos, sin otras palabras que las tan perfecta- mente conocidas de la salutación evangélica (Alain Grzybowski).

Jean Galot hablaba así de La felicidad de la fe:” El episodio de la Visitación pone en relieve especial la felicidad de la fe. Las palabras de Isabel subrayan la felicidad de María pero, para entender dicha ventura, es importante traducir este pasaje: “Feliz la que creyó, porque se cumplirá lo que te dijeron de parte del Señor”.

Son posibles dos traducciones, por la partícula griega “oti” que puede tener dos significados: “que” y “porque”. Traducir “que” sería reducir la afirmación a una cosa banal porque es evidente que para el que cree, lo hace porque ha sido dicho de parte del Señor. De otro lado, la costumbre de las beatitudes implica la indicación del motivo de dicha felicidad. Quienes creen son venturosos porque ha sido dicho de parte del Señor.

María es llamada feliz/beata porque con su fe obtiene el cumplimiento del mensaje del ángel”.

También nosotros tendremos esas visitaciones de la Virgen portadora del consolador óptimo que es el Espíritu santo que nos confirmará en la lucha cuando en la ascensión hacia la cumbre se haga patente la dificultad exterior o nuestra debilidad. Si el Creador cuida de todos -incluso de sus enemigos-, ¡cuánto más cuidará de sus amigos! Nos convencemos de que no hay mal, ni conttradicción, que no venga para bien: así se asientan con más firmeza, en nuestro espíritu, la alegría y la paz, que ningún motivo humano podrá arrancarnos, porque esas visitaciones siempre os dejan algo suyo, algo divino.

La Virgen Madre de Dios y Madre nuestra es el consuelo de los afligidos y de los que luchan bien, pero se cansan o experimentan la fuerza de la tentación. A través de de sus visitaciones se comprueba lo que se indica en el Cantar de los cantares cuando el ama deseosa del amado después de una separación que no entiende lo encuentra y el amor deseado se hace amor comprobado, limpio y sano, fiel e incondicional más fuerte que la muerte y que todos los peligros y tentaciones. El alma que comienza se fortalece y se hace esposa fiel del amado.

Pero en este camino hay dificultades: “no olvidéis que estar con Jesús es, seguramente, toparse con la Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que El permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformaros a su imagen y semejanza y tolera también que nos llamen locos y que nos tomen por necios”; hay mortificación pasiva, sospechas, odios, injurias personales.... Este es un delicado indicio de lo que san Josemaría sufrió por amor a Dios y así esculpe Jesús las almas de los suyos, sin dejar de darles interiormente serenidad y gozo. Y puede parecernos que el Señor no nos escucha, que andamos engañados, que sólo se oye el monólogo de nuesttra voz. como sin apoyo sobre la tierra y abandonados del cielo....

Es entonces cuando vienen ciertas visitaciones y notamos la mano amorosa del Maestro divino que nos enseña, aunque nos cueste, el amor perfecto, el amor no egoísta, única fuente de felicidad y el único que puede abrir las puertas de la eternidad, porque el cielo es convivir con el Amor puro que es Dios, y si no se purifica aquí, tendrá que ser en el Purgatorio y con mucho menos fruto en esta vida. Esta es la senda del alma contemplativa: aprender a querer. Pero con visitaciones que son consuelos de Dios mismo que conoce mejor que nosotros la calidad de nuestras almas y nunca permitirá que seamos tentados por encima de nuestras fuerzas, y aprovecha las tentaciones para hacernos fuertes y generosos. ¡Qué distintas son las tentaciones de los buenos, de las de los malos!

No buscamos los consuelos de Dios, sino al Dios de los consuelos y nos da sus frutos secretos -los reservados para los íntimos- serenidad pase lo que pase, gozo íntimo, certeza de alcanzar la meta, luz en la inteligencia y se bebe en la fuente de la alegría a boca de jarro.

Estas visitaciones del Señor tienen que ver con la unidad con el Señor en la Iglesia. El Ruego del Papa a Mons. Lefebre para evitar el cisma: “Te lo pido por las llagas de Cristo”. Es fuerte decir: “lo pido por las llagas de Cristo”: y se puede aplicar también a seguir los consejos del Espíritu Santo: vivir la disciplina de la Iglesia sobre la confesión, la Misa, etc. Ahí está Él que nos visita. Los motivos para la confesión frecuente (y semanal) son múltiples: se trata de un medio de santificación muy especial, junto con la Eucaristía: es Cristo mismo quien actúa en primera persona; se “nota” una paz casi física, que no notamos en otro sitio, los actos de desagravio, con la contrición, nos dan la gracia y con el deseo del sacramento (in voto) recibimos la gracia del sacramento, pero la confesarnos hay algo especial; el examen general (diariamente) nos prepara para esta gracia, recibirla con más fruto.

Quizá este mes de mayo que comenzó con la fiesta del trabajo y san José es bueno que termine con esta fiesta de María que valora la intuición femenina del servicio en el hogar de su prima, y su repercusión social, pues es el trabajo de los trabajos: la calidad del resto de las profesiones depende en buena medida de la calidad de la profesión en el hogar (de la calidad de la madre): “El verdadero respeto del trabajo comporta la debida estima por la maternidad” (Juan Pablo II, Discurso a los obreros, Czestochowa, 6.VI.79). Este encuentro de las dos madres es el broche de oro de este mes, y nos habla de la feminidad, que está potencialmente dotada de unas virtualidades y cualidades que pueden ser actualizadas (desarrolladas) mediante los quehaceres más específicos o peculiares de la mujer… en concreto la vocación a la maternidad (y la renuncia a la misma por amor de Dios) es la oportunidad para desarrollar estas virtualidades femeninas, de las que tanto necesita la sociedad y el resto de las profesiones (cfr. Juan Pablo II en Mulieris dignitatem: la plena realización de la mujer sólo se alcanza en la maternidad y en la virginidad). No es que el trabajo fuera de casa no sea importante, lo es en cuanto realizando la maternidad de esa mujer, la madre puede desarrollar estas cualidades y transmitirlas de un modo natural al resto de la familia, al resto de la humanidad... Marido e hijos, en cuanto tomen contacto con la sociedad mediante sus quehaceres profesionales, podrían, a su vez, extender estas virtualidades aprendidas de modo natural en casa a partir de la madre (en unión con el padre) y del ambiente familiar.

Las madres de familia transmiten así la belleza de las virtudes desarrolladas con su vocación maternal. Su presencia en otras profesiones debería estar facilitada por contratos y condiciones de trabajo adecuados a las circunstancias de una madre con hijos: “Basta a un sistema laboral que no obligue a las madres de familia a trabajar muchas horas fuera de casa y al descuido de sus funciones en el hogar” (Juan Pablo II).

Este un reto importante que tienen pendientes la sociedad y la legislación laboral: la colaboración de una mujer que ha sabido embellecer su ser con una maternidad generosa, lejos de ser una carga para la tarea profesional externa, puede ser un foco importante de humanización (con un mayor espíritu de servicio) de las profesiones.

María visita y consuela a su pariente. La consuela y la confirma en su aparente tardía misión. Isabel estaba sola, su marido mudo, ella con el gozo de dar a luz a un hijo, pero con el dolor comprensible, y sobre todo, con deseos de comprender los planes de Dios -grandiosos, pero de los que sólo conoce una pequeña parte-. Al visitarla María salta el niño de gozo y se alegra su corazón y la luz divina ilumina su inteligencia para comprender. Nosotros también comprenderemos que es Él quien detrás de aquello que nos contraría sacará al final algo bueno. Pensemos lo que se indica en el Cantar de los cantares cuando el ama deseosa del amado después de una separación que no entiende lo encuentra y el amor deseado se hace amor comprobado, limpio y sano, fiel e incondicional más fuerte que la muerte y que todos los peligros y tentaciones. Así el alma puede hacer, al experimentar estas visitaciones, el canto de la fidelidad probada: “ponme como sello sobre tu corazón, ponme por marca sobre tu brazo: porque fuerte como la muerte es el amor, implacables como el infierno los celos; sus brasa, brasas ardientes y un volcán de llamas. Las muchas aguas no han podido extinguir la fuerza del amor” (Cant 8). Traduciendo estas palabras a nuestra vida ordinaria quiere decir que la entrega primera debe purificarse en el fuego, con las pruebas interiores y exteriores, así se consigue desvelar toda la belleza del amor humano y divino.

El canto humilde y gozoso de María nos recuerda esta generosidad del Señor con los hombres, y de modo especial con quienes El elige con una vocación divina: Dios se interesa hasta de las pequeñas cosas de sus criaturas: de las vuestras y de las mías, y nos llama uno a uno por nuestro propio nombre. Esa certeza que nos da la fe hace que miremos lo que nos rodea con una luz nueva, y que, permaneciendo todo igual, advirtamos que todo es distinto, porque todo es expresión del amor de Dios.

Nuestra vida se convierte así en una continua oración, en un buen humor y en una paz que nunca se acaban, en un acto de acción de gracias desgranado a través de las horas. Mi alma glorifica al Señor —cantó la Virgen María— y mi espíritu está transportado de gozo en el Dios salvador mío; porque ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava, por tanto ya desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho en mí cosas grandes aquel que es todopoderoso, cuyo nombre es santo.

Nuestra oración puede acompañar e imitar esa oración de María. Como Ella, sentiremos el deseo de cantar, de proclamar las maravillas de Dios, para que la humanidad entera y los seres todos participen de la felicidad nuestra (san Josemaría).

Hemos considerado el ejemplo de la Visitación de Nuestra Señora ayudando a su prima Santa Isabel. Ahora, con la gracia de Dios podemos formular algún propósito: esmerarnos en los detalles de servicio a los demás; cuidar mejor alguna manifestación concreta de humildad, de entrega, de alegría; poner más cariño en el trato con la Virgen, especialmente durante el rezo y contemplación de los misterios del Rosario, porque allí recordamos a María esos hechos portentosos que jalonan su vida llena de gracia.

LLuciá Pou Sabaté

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