jueves, 21 de abril de 2011

El Viernes Santo es la jornada que recuerda la pasión, crucifixión y muerte de Jesús. “En este día, comentaba Benedicto XVI- la liturgia de la Iglesia no prevé la celebración de la santa misa, pero la asamblea cristiana se reúne para meditar en el gran misterio del mal y del pecado que oprimen a la humanidad, para recorrer, a la luz de la Palabra de Dios y ayudada por conmovedores gestos litúrgicos, los sufrimientos del Señor que expían este mal. Después de haber escuchado la narración de la pasión de Cristo, la comunidad reza por todas las necesidades de la Iglesia y del mundo, adora a la Cruz y se acerca a la Eucaristía, consumando las especies conservadas de la misa en la Cena del Señor del día precedente. Como invitación ulterior a meditar en la pasión y muerte del Redentor y para expresar el amor y la participación de los fieles en los sufrimientos de Cristo, la tradición cristiana ha dado vida a diferentes manifestaciones de piedad popular, procesiones y representaciones sagradas, que buscan imprimir cada vez más profundamente en el espíritu de los fieles sentimientos de auténtica participación en el sacrificio redentor de Cristo. Entre éstos, destaca el Vía Crucis, ejercicio de piedad que con el paso de los años se ha ido enriqueciendo con diferentes expresiones espirituales y artísticas ligadas a la sensibilidad de las diferentes culturas. De este modo han surgido en muchos países santuarios con el nombre de «calvarios» hasta los que se llega a través de una salida empinada, que recuerda el camino doloroso de la Pasión, permitiendo a los fieles participar en la subida del Señor al Monte de la Cruz, el Monte del Amor llevado hasta el final”.

Se trata de contemplar -como recomienda San Ignacio "como si presente me hallare"- el misterio de la muerte en cruz del Hijo de Dios, de Jesús, hermano y redentor nuestro. Un misterio, lleno de sentido salvador para cada hombre, que no requiere hoy tanto exhortaciones sentimentales ni explicaciones doctrinales, como hondura de fe. Misterio a contemplar, misterio para vivir.

Las Siete palabras recogen esta misericordia divina que vierte Jesús en los últimos momentos: "Hoy estarás conmigo en el Paraíso" (Lc 23, 43). Vuelto hacia Ti el Buen Ladrón con fe te implora tu piedad: / yo también de mi maldad te pido, Señor, perdón. / Si al ladrón arrepentido das un lugar en el Cielo, / yo también, ya sin recelo la salvación hoy te pido.

Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la Cruz y con tanta generosidad correspondiste a la fe del buen ladrón, cuando en medio de tu humillación redentora te reconoció por Hijo de Dios, hasta llegar a asegurarle que aquel mismo día estaría contigo en el Paraíso: ten piedad de todos los hombres que están para morir, y de mí cuando me encuentre en el mismo trance: y por los méritos de tu sangre preciosísima, aviva en mí un espíritu de fe tan firme y tan constante que no vacile ante las sugestiones del enemigo, me entregue a tu empresa redentora del mundo y pueda alcanzar lleno de méritos el premio de tu eterna compañía.

"He aquí a tu hijo: he aquí a tu Madre" (Jn 19, 26). Jesús en su testamento a su Madre Virgen da: / ¿y comprender quién podrá de María el sentimiento? / Hijo tuyo quiero ser, sé Tu mi Madre Señora: / que mi alma desde a ahora con tu amor va a florecer.

Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la Cruz y, olvidándome de tus tormentos, me dejaste con amor y comprensión a tu Madre dolorosa, para que en su compañía acudiera yo siempre a Ti con mayor confianza: ten misericordia de todos los hombres que luchan con las agonías y congojas de la muerte, y de mí cuando me vea en igual momento; y por el eterno martirio de tu madre amantísima, aviva en mi corazón una firme esperanza en los méritos infinitos de tu preciosísima sangre, hasta superar así los riesgos de la eterna condenación, tantas veces merecida por mis pecados.

"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mt 27,46). Desamparado se ve de su Padre el Hijo amado, / maldito siempre el pecado que de esto la causa fue. / Quién quisiera consolar a Jesús en su dolor, / diga en el alma: Señor, me pesa: no mas pecar.

Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la Cruz y tormento tras tormento, además de tantos dolores en el cuerpo, sufriste con invencible paciencia la mas profunda aflicción interior, el abandono de tu eterno Padre; ten piedad de todos los hombres que están agonizando, y de mí cuando me haye también el la agonía; y por los méritos de tu preciosísima sangre, concédeme que sufra con paciencia todos los sufrimientos, soledades y contradicciones de una vida en tu servicio, entre mis hermanos de todo el mundo, para que siempre unido a Ti en mi combate hasta el fin, comparta contigo lo mas cerca de Ti tu triunfo eterno.

"Tengo sed" (Jn 19,28). Sed, dice el Señor, que tiene; para poder mitigar / la sed que así le hace hablar, darle lágrimas conviene. / Hiel darle, ya se le ha visto: la prueba, mas no la bebe: / ¿Cómo quiero yo que pruebe la hiel de mis culpas Cristo?

Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la Cruz, y no contento con tantos oprobios y tormentos, deseaste padecer más para que todos los hombres se salven, ya que sólo así quedará saciada en tu divino Corazón la sed de almas; ten piedad de todos los hombres que están agonizando y de mí cuando llegue a esa misma hora; y por los méritos de tu preciosísima sangre, concédeme tal fuego de caridad para contigo y para con tu obra redentora universal, que sólo llegue a desfallecer con el deseo de unirme a Ti por toda la eternidad.

"Todo está consumado" (Jn 19,30). Con firme voz anunció Jesús, aunque ensangrentado, / que del hombre y del pecado la redención consumó. / Y cumplida su misión, ya puede Cristo morir, / y abrirme su corazón para en su pecho vivir.

Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la Cruz, y desde su altura de amor y de verdad proclamaste que ya estaba concluida la obra de la redención, para que el hombre, hijo de ira y perdición, venga a ser hijo y heredero de Dios; ten piedad de todos los hombres que están agonizando, y de mí cuando me halle en esos instantes; y por los méritos de tu preciosísima sangre, haz que en mi entrega a la obra salvadora de Dios en el mundo, cumpla mi misión sobre la tierra, y al final de mi vida, pueda hacer realidad en mí el diálogo de esta correspondencia amorosa: Tú no pudiste haber hecho más por mí; yo, aunque a distancia infinita, tampoco puede haber hecho más por Ti.

"Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46). A su eterno Padre, ya el espíritu encomienda; / si mi vida no se enmienda, ¿en qué manos parará? / En las tuyas desde ahora mi alma pongo, Jesús mío; / guardaría allí yo confío para mi última hora.

Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la Cruz, y aceptaste la voluntad de tu eterno Padre, resignando en sus manos tu espíritu, para inclinar después la cabeza y morir; ten piedad de todos los hombres que sufren los dolores de la agonía, y de mí cuando llegue esa tu llamada; y por los méritos de tu preciosísima sangre concédeme que te ofrezca con amor el sacrificio de mi vida en reparación de mis pecados y faltas y una perfecta conformidad con tu divina voluntad para vivir y morir como mejor te agrade, siempre mi alma en tus manos.

Stabat Mater dolorosa… La Dolorosa allí estaba, / junto a la Cruz: y lloraba / mientras el Hijo moría.

Su alma fiel y amorosa, / traspasaba dolorosa / una espada de agonía.

Sola, triste y afligida / se vio la madre querida / de tantos tormentos llena.

Cuando ante sí contemplaba / y con firmeza aceptaba / del Hijo amado la pena.

¿Y qué hombre no llorara / si a la Virgen contemplara / sumergida en tal dolor?

¿Y quién no se entristeciera, / si así, Madre, te sintiera / sujeta a tanto rigor?

Por los pecados del mundo / vio en su tormento tan profundo / a Jesús la dulce Madre.

Ve morir desamparado / a Cristo, su Hijo amado, / dando el espíritu al Padre.

Oh Madre, fuente de amor / hazme sentir tu dolor / para que llore contigo.

Que siempre, por Cristo amado / mi corazón abrazado, / más viva en él que conmigo.

Para que a amarle me anime / en mi corazón imprime / las llagas que tuvo en sí.

Y de tu Hijo, Señora, / divide conmigo ahora / las que padeció por mí.

Hazme contigo llorar / y poder participar / de sus penas, mientras vivo.

Siempre acompañar deseo / en la Cruz, donde le veo, / tu corazón compasivo.

Virgen de vírgenes santa, / llore yo con fuerza tanta, / que el llanto, dulce me sea.

Que su pasión y su muerte / haga mi alma mas fuerte, / y siempre sus penas vea.

Haz que su cruz me enamore; / que en ella viva y adore, / con un corazón propicio.

Su verdad en mi encienda / y contigo me defienda / en el día del gran Juicio.

Haz que Cristo con su muerte / sea mi esperanza fuerte / en el supremo vaivén.

Que mi cuerpo quede en calma / y con él vaya mi alma / a la eterna gloria. Amén.


Via Crucis. Son momentos para pensar en el camino de la Cruz. San Josemaría así rezaba: “Señor mío y Dios mío, bajo la mirada amorosa de nuestra Madre, nos disponemos a acompañarte por el camino de dolor, que fue precio de nuestro rescate.

Queremos sufrir todo lo que Tú sufriste, ofrecerte nuestro pobre corazón, contrito, porque eres inocente y vas a morir por nosotros, que somos los únicos culpables.

Madre mía, Virgen dolorosa, ayúdame a revivir aquellas horas amargas que tu Hijo quiso pasar en la tierra, para que nosotros, hechos de un puñado de lodo, viviésemos al fin in libertatem gloriæ filiorum Dei, en la libertad y gloria de los hijos de Dios”.

Amado Jesús Mío, por mí vas a la muerte, quiero seguir tu suerte, muriendo por tu amor. Perdón y gracia imploro, transido de dolor. F. Carvajal cita la anécdota de un pueblecito alemán, que quedó prácticamente destruido durante la segunda guerra mundial. Tenía en una iglesia un crucifijo, muy antiguo, del que las gentes del lugar eran muy devotas. Cuando iniciaron la reconstrucción de la iglesia, los campesinos encontraron esa magnífica talla, sin brazos, entre los escombros. No sabían muy bien qué hacer: unos eran partidarios de colocar el mismo crucifijo era muy antiguo y de gran valor- restaurado, con unos brazos nuevos; a otros les parecía mejor encargar una réplica del antiguo. Por fin, después de muchas deliberaciones, decidieron colocar la talla que siempre había presidido el retablo, tal como había sido hallada, pero con la siguiente inscripción: Mis brazos sois vosotros... Así se puede contemplar hoy sobre el altar. Somos los brazos de Dios en el mundo, pues Él ha querido tener necesidad de los hombres. El Señor nos envía para acercarse a este mundo enfermo que no sabe muchas veces encontrar al Médico que le podría sanar. «Si todos los hijos de la Iglesia -decía Juan Pablo I- fueran misioneros incansables del Evangelio, brotaría una nueva floración de santidad y de renovación en este mundo sediento de amor y de verdad». De nuestra unión con Jesús surgirá ese ser Jesús que pasa en el mundo, a través nuestro. Por eso podemos rezar con el Cura de Ars: “Te amo, Dios mío, y mi único deseo es amarte hasta el último suspiro de mi vida.

Te amo, Dios mío, infinitamente amable y prefiero morir amándote que vivir un solo instante sin amarte.

Te amo, Dios mío, y sólo deseo ir al cielo para tener la felicidad de amarte perfectamente.

Te amo, dios mío, y sólo temo el infierno porque en él no existirá nunca el consuelo de amarte.

Dios mío, si mi lengua no puede decir en todo momento que te amo, al menos quiero que mi corazón te lo repita cada vez que respiro.

Ah! Dame la gracia de sufrir amándote, de amarte en el sufrimiento y de expirar un día amándote y sintiendo que te amo.

A medida que me voy acercando al final de mi vida te pido que vayas aumentando y perfeccionando mi amor. Amén”.

Jesús, gracias porque eres comprensivo, rezando incluso por los que te matan: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Lc 23,34). Con esto me vences, más que con el temor. Aunque he sido tu enemigo, mi Jesús: como confieso, ruega por mí: que, con eso, seguro el perdón consigo. / Cuando loco te ofendí, no supe lo que yo hacía: / sé, Jesús, del alma mía y ruega al Padre por mí”.

Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la cruz para pagar con tu sacrificio la deuda de mis pecados, y abriste tus divinos labios para alcanzarme el perdón de la divina justicia: ten misericordia de todos los hombres que están agonizando y de mí cuando me halle en igual caso: y por los méritos de tu preciosísima Sangre derramada para mi salvación, dame un dolor tan intenso de mis pecados, que expire con él en el regazo de tu infinita misericordia.


Las Procesiones y Pasos de Pasión. Jesús, el justo, ha muerto por todos. El Señor en los distintos Pasos de su Pasión, hasta el del Santo Entierro encabeza la marcha. Tras Él la Virgen Dolorosa. Detrás el pueblo de Dios en silencio acompaña a Jesucristo y su Madre. En algunos lugares en la procesión los cristianos hacen penitencia en señal de duelo y ofreciendo su dolor a Cristo por la remisión de sus culpas y de las culpas del mundo. Algunas personas sienten tanto dolor de ver a Cristo crucificado que van descalzos o llevan cadenas en los pies, otros se mortifican golpeándose la espalda, cargando cruces o pesados fardos de cardos. En algunos lugares se exagera quizá la expresión de digamos empatía “pública” con Jesús… el sentimiento desborda en formas variopintas… son cauces de esa comunicación entre el alma y Dios, la Virgen… Esta procesión termina en el templo o en alguna capilla velando a Cristo o acompañando a la Virgen dolorosa rezando el rosario

Al igual que la Virgen, los cristianos han guardado en su corazón la experiencia de la Institución de la Eucaristía y del Sacerdocio, la Oración del Huerto, El Vía Crucis y la Muerte de Jesús. En la calma que sucede a la adoración de la Cruz la Iglesia medita y profundiza en el sacrificio redentor de Cristo. Los cristianos se sienten tristes por lo que ha sucedido el Viernes Santo pero a la vez inquietos y esperanzados al comenzar propiamente la vigilia que antecede la Pascua de Resurrección.

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