viernes, 22 de abril de 2011

Sábado Santo (antes llamado Sábado de Gloria).


Sábado Santo (antes llamado Sábado de Gloria).

Se caracteriza por un profundo silencio. Las Iglesias están desnudas y no están previstas liturgias particulares. Mientras esperan el gran acontecimiento de la Resurrección, los creyentes perseveran con María en la espera, rezando y meditando. Hace falta un día de silencio para meditar en la realidad de la vida humana, en las fuerzas del mal y en la gran fuerza del bien que surge de la Pasión y de la Resurrección del Señor. Tiene una gran importancia en este día la participación en el Sacramento de la reconciliación, indispensable camino para purificar el corazón y predisponerse para celebrar la Pascua íntimamente renovados. Al menos una vez al año, tenemos necesidad de esta purificación interior, de esta renovación de nosotros mismos. Este Sábado de silencio, de meditación, de perdón, de reconciliación desemboca en la Vigilia Pascual, que introduce el domingo más importante de la historia, el domingo de la Pascua de Cristo.

Es un día dedicado a la espera que la Virgen hacía en silencio. La espera de las madres, que sufren por los hijos, la compasión de las madres que sufren en silencio, a distancia. Lourdes, una madre, escribía en un blog: “Hay una imagen de una Virgen que es de madera de olivo y una beta de la maderea le pasa por la cara oscureciéndole la frente y la barbilla. A esta imagen la llamo Virgen de la Fe porque la gente me suele decir que es una imagen fea por que anda manchada y yo le suelo responder que para un hijo su madre siempre está guapa (con manchas o sin manchas).

Lo mas bonito ocurrió un día cuando pensé que esa mancha que recorre la cara de la imagen era la sangre bendita de su hijo, estoy segura que la sangre de Cristo cayó sobre el rostro de su madre. La sangre se mezclaría con las lágrimas de la Virgen; y si la Reina, la Sin Pecado Original, la Inmaculada Concepción mezcló la sangre bendita con sus lágrimas purísimas.

Nosotros que somos de barro cuántas lágrimas tendremos que mezclar para alcanzar la purificación a través de la sangre de Cristo.

Estás lágrimas hay que entenderlas no solamente físicas, sino también lágrimas interiores que son las que mas duelen y las que más cuestan”.

La Iglesia vela junto a fuego nuevo bendito y medita en la gran promesa, contenida en el Antiguo y en el Nuevo Testamento: la liberación definitiva de la antigua esclavitud del pecado y de la muerte. En la oscuridad de la noche, a partir del fuego nuevo se enciende el cirio pascual, símbolo de Cristo que resucita glorioso. Cristo, luz de la humanidad, despeja las tinieblas del corazón y del espíritu e ilumina a cada hombre que viene al mundo. Junto al cirio pascual, resuena en la Iglesia el gran anuncio pascual: Cristo ha resucitado verdaderamente, la muerte ya no tiene poder sobre Él. Con su muerte, ha derrotado el mal para siempre y ha donado a todos los hombres la vida misma de Dios. Según una antigua tradición, durante la Vigilia Pascual, los catecúmenos reciben el Bautismo para subrayar la participación de los cristianos en el misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo. De la esplendorosa noche de Pascua, la alegría, la luz y la paz de Cristo se extienden en la vida de los fieles de toda comunidad cristiana y llegan a todos los puntos del espacio y del tiempo.

Una antigua Homilía del siglo II sobre el santo y grandioso Sábado nos habla del descenso del Señor a la región de los muertos. Sobran comentarios, pues su lectura nos hace revivir el diálogo entre Cristo salvador y Adán. Se trata de un texto impresionante:

“¿Qué es lo que pasa? Un gran silencio se cierne hoy sobre la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey está durmiendo; la tierra está temerosa y no se atreve a moverse, porque el Dios hecho hombre se ha dormido y ha despertado a los que dormían desde hace siglo. El Dios hecho hombre ha muerto y ha puesto en movimiento la región de los muertos.

En primer lugar, va a buscar a nuestro primer padre, como la oveja perdida. Quiere visitar a los que yacen sumergidos en las tinieblas y en las sombras de la muerte; Dios y su Hijo van liberar de los dolores de la muerte a Adán, que está cautivo, y a Eva, que está cautiva con él.

El Señor hace su entrada donde están ellos, llevando en sus manos el arma victoriosa de la cruz. Al verlo, Adán, nuestro primer padre, golpeándose el pecho de estupor, exclama, dirigiéndose a todos: «Mi Señor está con todos vosotros.» Y responde Cristo a Adán: «Y con tu espíritu.» Y, tomándolo de la mano, lo levanta, diciéndole: «Despierta, tú que duermes, y levántate de entre los muertos y te iluminará Cristo.

Yo soy tu Dios, que por ti me hice hijo tuyo, por ti y por todos estos que habían de nacer de ti; digo, ahora, y ordeno a todos los que estaban en cadenas: "Salid" ' y a los que estaban en tinieblas: "Sed iluminados", y a los que estaban adormilados: 'Levantaos".

Yo te lo mando: Despierta, tú que duermes; porque yo no te he creado para que estuvieras preso en la región de los muertos. Levántate de entre los muertos; yo soy la vida de los que han muerto. Levántate, obra de mis manos; levántate, mi efigie, tú que has sido creado a imagen mía. Levántate, salgamos de aquí; porque tú en mí y yo en ti somos una sola cosa.

Por ti, yo, tu Dios, me he hecho hijo tuyo; por ti, siendo Señor, asumí tu misma apariencia de esclavo; por ti, yo, que estoy por encima de los cielos, vine a la tierra, y aun bajo tierra; por ti, hombre, vine a ser como hombre sin fuerzas, abandonado entre los muertos; por ti, que fuiste expulsado del huerto paradisíaco, fui entregado a los judíos en un huerto y sepultado en un huerto.

Mira los salivazos de mi rostro, que recibí, por ti, para restituirte el primitivo aliento de vida que inspiré en tu rostro. Mira las bofetadas de mis mejillas, que soporté para reformar a imagen mía tu aspecto deteriorado. Mira los azotes de mi espalda, que recibí para quitarte de la espalda el peso de tus pecados. Mira mis manos, fuertemente sujetas con clavos en el árbol de la cruz, por ti, que en otro tiempo extendiste funestamente una de tus manos hacia el árbol prohibido.

Me dormí en la cruz, y la lanza penetró en mi costado, por ti, de cuyo costado salió Eva, mientras dormías allá en el paraíso. Mi costado ha curado el dolor del tuyo. Mi sueño te sacará del sueño de la muerte. Mi lanza ha reprimido la espada de fuego que se alzaba contra ti.

Levántate, vayámonos de aquí. El enemigo te hizo salir del paraíso; yo, en cambio, te coloco no ya en el paraíso, sino en el trono celestial. Te prohibí comer del simbólico árbol de la vida; mas he aquí que yo, que soy la vida, estoy unido a ti. Puse a los ángeles a tu servicio, para que te guardaran; ahora hago que te adoren en calidad de Dios.

Tienes preparado un trono de querubines, están dispuestos los mensajeros, construido el tálamo, preparado el banquete, adornados los eternos tabernáculos y mansiones, a tu disposición el tesoro de todos los bienes, y preparado desde toda la eternidad el reino de los cielos.»

La Batalla ha sido consumada y la Victoria también. Pero falta algo, queda la victoria menor, aunque no pequeña, sobre la misma muerte. Llegará a su tiempo, cuando Dios quiera, después del descenso del alma de Jesús gloriosa en su triunfo para salvar a los justos que esperaban la apertura de los cielos por el don de gracia que sólo podía conseguir el Redentor. Y se alegra con gozo sublime el justo José, y Abraham que vio aquel momento y se alegró, y los patriarcas, y todos los hombres y mujeres buenos que siguieron la rectitud de conciencia, aunque fuese en las penumbras o las tinieblas anteriores a la venida de la Luz al mundo. Y se llenaron del gozo del Cielo eterno con los ángeles fieles viendo a Dios cara a cara. Y Jesús goza en su alma por la alegría del Padre con el Hijo en el Espíritu Santo.

Pero el cuerpo de Jesús calla tres días, o, por ser más precisos, apenas 48 horas. Estuvo muerto desde las tres de la tarde del Viernes Santo hasta el amanecer del Domingo de Resurrección. No se descompone el Cuerpo. Experimenta la muerte en su inicio. Y habla en un silencio nuevo. Un silencio total de ultratumba. Ya no se oirán las palabras de Jesús hasta que resucite, tampoco se verán sus miradas, ni sus suspiros, ni las caricias a los niños, ni el respirar pausado del sueño cuando estaba fatigado. Sus ojos -tantas veces vehículos que comunican su interior- ya no expresan ni amor, ni ira. Simplemente están cerrados y protegidos por unas pequeñas monedas, llamadas leptos, para mantenerlos cerrados según costumbre.

Al descender el Cuerpo de la Cruz hablan sus llagas sangrantes, su sudor y el barro que le ensucia con los salivazos. Dice expresivamente que ama más hasta ese extremo tan visible. Y las lágrimas de María se mezclan con su sangre. Le limpian apresuradamente y le llevan al sepulcro abierto en la roca viva. Allí le colocan con devoción, casi como el Espíritu Santo realizó la Encarnación del Verbo en la entrañas virginales de María Santísima. En aquellos momentos encendían miles de lámparas en el templo para el gran sábado de la Pascua. Pero aquí en el jardín de José de Arimatea parece que se apaga la luz cuando con esfuerzo colocan la gran piedra en la entrada del Sepulcro. Encaja bien. Lo miran todos. Y Jesús calla. María cree con el corazón roto. Los demás sufren, pero sin su fe.

El sepulcro por fin para Dios Hijo / José de Arimatea acomoda el cuerpo / Dios espanta las moscas que se posan sobre Dios / Dios mismo está velando sobre su propia cara / Dios se mira en ese espejo y se ve tan muerto / un judío yerto y fracasado / Dios se inclina piadoso sobre sus restos / Dios está bien así después de tanto dolor y tanta muerte Dios esté tranquilo / José de Arimatea se ha ganado el cielo / Dios Hijo se ha ganado bien ese corazón de la roca viva (J. M. Ibáñez Langlois, El libro de la pasión).

Jesús también habla desde el sepulcro mostrándonos el enorme poder de la muerte. El máximo enigma de la vida humana. Los hombres alcanzan la madurez cuando reflexionan ante la muerte y comprenden que las ilusiones humanas valen lo mismo que un sepulcro si no se apunta hasta la vida eterna. La muerte de Cristo es real, plena, dura y duradera. Aquellos ojos ya no ven, ni los oídos escuchan; cierto que ya no siente dolor, pero tampoco siente nada y va adquiriendo la rigidez en los miembros. Las manos descansan como un soldado valiente que lo ha dado todo defendiendo a los demás.

Jesús nos dice sin palabras que vence a la Muerte con su Muerte. “Muerte ¿donde está tu victoria?” (1Cor 15,55). Pero de momento nos recuerda la necesidad de vivir en esperanza. Si se pierde el temor a la muerte, al pecado y a Satanás, ya no se temerá a nada ni a nadie como decía San Josemaría. Y eso es la esperanza: no tener miedo a nada ni a nadie. Y dentro de un poco la esperanza será posesión.

Nosotros tenemos esperanza por la victoria de Cristo sobre la muerte, pero el dolor que ha costando liberarnos de nuestros pecados atenaza los corazones. Sólo podemos decir palabras de amor.

¿Está muerto, Maestro, o bien tranquilo / durmiendo estás el sueño de los justos? / Tu muerte de tres días fue un desmayo, / sueño más largo que los otros tuyos; / pues tú dormías, Cristo, sueños de Hombre, / mientras velaba tu corazón. Posábase, / ángel sobre tu sien, esta primicia / del descanso mortal, ese pregusto / del sosiego final de aqueste tráfago; / cual pabellón las blandas alas negras / del ángel del silencio y del olvido / sobre tus párpados; lecho de sábana / pardo, la tierra nuestra madre; al borde, / con los brazos cruzados meditando / sobre sí mismo el Verbo. Y di, ¿soñabas? / ¿Soñaste, Hermano, el reino de tu Padre?

¿Tu vida fue acaso como la nuestra, / sueño? ¿De tu alma fue en el alma quieta / fiel trasunto del sueño de la vida de nuestro Padre? Di, ¿de qué vivimos / sino del sueño de tu vida, Hermano?

¡No es la sustancia de lo que esperamos / nuestra fe, nada más que de tus obras / el sueño, Cristo! ¡Nos pusiste el cielo / ramilletes de estrellas de venturas; / hicístenos la noche para el alma / cual manto regio de ilusión eterna!

Por Ti los brazos del Señor nos brizan / al vaivén de los cielos y al arrullo / del silencio que tupe las noches/ la bóveda de luces tachonada.

¡Y tu sueño es la paz que da la guerra, / y tu vida la guerra que da paz!” (Unamuno Miguel, La vida es sueño). El cuerpo silencioso y enterrado de nuestro Jesús nos dice: ¡Espera!, ¡Cree!, ¡Ama!, que todo lo demás pasa…

La “muerte de Dios” ha pasado de ser en los últimos 200 años, de una pesadilla a una teoría formulada por Nietzsche: “¡Dios ha muerto! ¡Sigue muerto! ¡Y nosotros lo hemos asesinado”. “El impresionante misterio del sábado santo, su abismo de silencio, ha adquirido, pues, en nuestra época un tremendo realismo. Porque esto es el sábado santo: el día del ocultamiento de Dios, el día de esa inmensa paradoja que expresamos en el credo con las palabras «descendió a los infiernos», descendió al misterio de la muerte. El viernes santo podíamos contemplar aún al traspasado; el sábado santo está vacío, la pesada piedra de la tumba oculta al muerto, todo ha terminado, la fe parece haberse revelado a última hora como un fanatismo. Ningún Dios ha salvado a este Jesús que se llamaba su hijo. Podemos estar tranquilos; los hombres sensatos, que al principio estaban un poco preocupados por lo que pudiese suceder, llevaban razón.

Sábado santo, día de la sepultura de Dios: ¿No es éste, de forma especialmente trágica, nuestro día? ¿No comienza a convertirse nuestro siglo en un gran sábado santo, en un día de la ausencia de Dios, en el que incluso a los discípulos se les produce un gélido vacío en el corazón y se disponen a volver a su casa avergonzados y angustiados, sumidos en la tristeza y la apatía por la falta de esperanza mientras marchan a Emaús, sin advertir que aquél a quien creen muerto se halla entre ellos?

Dios ha muerto y nosotros lo hemos asesinado. ¿Nos hemos dado realmente cuenta de que esta frase está tomada casi literalmente de la tradición cristiana, de que hemos rezado con frecuencia algo parecido en el vía-crucis, sin penetrar en la terrible seriedad y en la trágica realidad de lo que decíamos? Lo hemos asesinado cuando lo encerrábamos en el edificio de ideologías y costumbres anticuadas, cuando lo desterrábamos a una piedad irreal y a frases de devocionarios, convirtiéndolo en una pieza de museo arqueológico; lo hemos asesinado con la duplicidad de nuestra vida, que lo oscurece a él mismo; porque, ¿qué puede hacer más discutible en este mundo la idea de Dios que la fe y la caridad tan discutibles de sus creyentes?

La tiniebla divina de este día, de este siglo, que se convierte cada vez más en un sábado santo, habla a nuestras conciencias. Se refiere también a nosotros. Pero, a pesar de todo, tiene en sí algo consolador Porque la muerte de Dios en Jesucristo es, al mismo tiempo, expresión de su radical solidaridad con nosotros. El misterio más oscuro de la fe es, simultáneamente, la señal más brillante de una esperanza sin fronteras. Todavía más: a través del naufragio del viernes santo, a través del silencio mortal del sábado santo, pudieron comprender los discípulos quién era Jesús realmente y qué significaba verdaderamente su mensaje. Dios debió morir por ellos para poder vivir de verdad en ellos. La imagen que se habían formado de él, en la que intentaban introducirlo, debía ser destrozada para que a través de las ruinas de la casa deshecha pudiesen contemplar el cielo y verlo a él mismo, que sigue siendo la infinita grandeza. Necesitamos las tinieblas de Dios, necesitamos el silencio de Dios para experimentar de nuevo el abismo de su grandeza, el abismo de nuestra nada, que se abriría ante nosotros si él no existiese.

Hay en el evangelio una escena que prenuncia de forma admirable el silencio del sábado santo y que, al mismo tiempo, parece como un retrato de nuestro momento histórico. Cristo duerme en un bote, que está a punto de zozobrar asaltado por la tormenta. El profeta Elías había indicado en una ocasión a los sacerdotes de Baal, que clamaban inútilmente a su dios pidiendo un fuego que consumiese los sacrificios, que probablemente su dios estaba dormido y era conveniente gritar con más fuerza para despertarle. ¿Pero no duerme Dios en realidad? La voz del profeta ¿no se refiere, en definitiva, a los creyentes del Dios de Israel que navegan con él en un bote zozobrante? Dios duerme mientras sus cosas están a punto de hundirse: ¿no es ésta la experiencia de nuestra propia vida? ¿No se asemejan la Iglesia y la fe a un pequeño bote que naufraga y que lucha inútilmente contra el viento y las olas mientras Dios está ausente? Los discípulos, desesperados, sacuden al Señor y le gritan que despierte; pero él parece asombrarse y les reprocha su escasa fe. ¿No nos ocurre a nosotros lo mismo? Cuando pase la tormenta reconoceremos qué absurda era nuestra falta de fe.

Y, sin embargo, Señor, no podemos hacer otra cosa que sacudirte a ti, el Dios silencioso y durmiente y gritarte: ¡despierta! ¿no ves que nos hundimos? Despierta, haz que las tinieblas del sábado santo no sean eternas, envía un rayo de tu luz pascual a nuestros días, ven con nosotros cuando marchamos desesperanzados hacia Emaús, que nuestro corazón arda con tu cercanía. Tú que ocultamente preparaste los caminos de Israel para hacerte al fin un hombre como nosotros, no nos abandones en la oscuridad, no dejes que tu palabra se diluya en medio de la charlatanería de nuestra época. Señor, ayúdanos, porque sin ti pereceríamos.

El ocultamiento de Dios en este mundo es el auténtico misterio del sábado santo, expresado en las enigmáticas palabras: Jesús «descendió a los infiernos». La experiencia de nuestra época nos ayuda a profundizar en el sábado santo, ya que el ocultamiento de Dios en su propio mundo —que debería alabarlo con millares de voces—, la impotencia de Dios, a pesar de que es el todopoderoso, constituye la experiencia y la preocupación de nuestro tiempo.

Pero, aunque el sábado santo expresa íntimamente nuestra situación, aunque comprendamos mejor al Dios del sábado santo que al de las poderosas manifestaciones en medio de tormentas y tempestades, como las narradas por el Antiguo Testamento, seguimos preguntándonos qué significa en realidad esa fórmula enigmática: Jesús «descendió a los infiernos». Seamos sinceros: nadie puede explicar verdaderamente esta frase, ni siquiera los que dicen que la palabra infierno es una falsa traducción del término hebreo sheol, que significa simplemente el reino de los muertos; según éstos, el sentido originario de la fórmula sólo expresaría que Jesús descendió a las profundidades de la muerte, que murió en realidad y participó en el abismo de nuestro destino. Pero surge la pregunta: ¿qué es la muerte en realidad y qué sucede cuando uno desciende a las profundidades de la muerte? Tengamos en cuenta que la muerte no es la misma desde que Jesús descendió a ella, la penetró y asumió; igual que la vida, el ser humano no es el mismo desde que la naturaleza humana se puso en contacto con el ser de Dios a través de Cristo. Antes, la muerte era solamente muerte, separación del mundo de los vivos y —aunque con distinta intensidad— algo parecido al «infierno», a la zona nocturna de la existencia, a la oscuridad impenetrable. Pero ahora la muerte es también vida, y cuando atravesamos la fría soledad de las puertas de la muerte encontramos a aquél que es la vida, al que quiso acompañarnos en nuestras últimas soledades y participó de nuestro abandono en la soledad mortal del huerto y de la cruz, clamando: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?»

Cuando un niño ha de ir en una noche oscura a través de un bosque, siente miedo, aunque le demuestren cien veces que no hay en él nada peligroso. No teme por nada determinado a lo que pueda referirse, sino que experimenta oscuramente el riesgo, la dificultad, el aspecto trágico de la existencia. Sólo una voz humana podría consolarle, sólo la mano de un hombre cariñoso podría alejar esa angustia que le asalta como una pesadilla. Existe un miedo —el miedo auténtico, que radica en lo más íntimo de nuestra soledad— que no puede ser superado por el entendimiento, sino exclusivamente por la presencia de un amante, porque dicho miedo no se refiere a nada concreto, sino que es la tragedia de nuestra soledad última. ¿Quién no ha experimentado alguna vez el temor de sentirse abandonado? ¿Quién no ha experimentado en algún momento el milagro consolador que supone una palabra cariñosa en dicha circunstancia? Pero cuando nos sumergimos en una soledad en la que resulta imposible escuchar una palabra de cariño estamos en contacto con el infierno. Y sabemos que no pocos hombres de nuestro mundo, aparentemente tan optimista, opinan que todo contacto humano se queda en lo superficial, que ningún hombre puede tener acceso a la intimidad del otro y que, en consecuencia, el sustrato último de nuestra existencia lo constituye la desesperación, el infierno.

Jean Paul Sartre lo ha expresado literariamente en uno de sus dramas, proponiendo, simultáneamente, el núcleo de su teoría sobre el hombre. Y de hecho, una cosa es cierta: existe una noche en cuyo tenebroso abandono no resuena ninguna voz consoladora; hay una puerta que debemos cruzar completamente solos: la puerta de la muerte. Todo el miedo de este mundo es, en definitiva, el miedo a esta soledad. Por eso en el Antiguo Testamento una misma palabra designaba el reino de la muerte y el infierno: sheol. Porque la muerte es la soledad absoluta. Pero aquella soledad que no puede iluminar el amor, tan profunda que el amor no tiene acceso a ella, es el infierno.

«Descendió a los infiernos»: esta confesión del sábado santo significa que Cristo cruzó la puerta de la soledad, que descendió al abismo inalcanzable e insuperable de nuestro abandono. Significa también que, en la última noche, en la que no se escucha ninguna palabra, en la que todos nosotros somos como niños que lloran, resuena una palabra que nos llama, se nos tiende una mano que nos coge y guía. La soledad insuperable del hombre ha sido superada desde que él se encuentra en ella. El infierno ha sido superado desde que el amor se introdujo en las regiones de la muerte, habitando en la tierra de nadie de la soledad. En definitiva, el hombre no vive de pan, sino que en lo más profundo de sí mismo vive de la capacidad de amar y de ser amado. Desde que el amor está presente en el ámbito de la muerte, existe la vida en medio de la muerte. «A tus fieles, Señor, no se les quita la vida, se les cambia», reza la Iglesia en la misa de difuntos.

Nadie puede decir lo que significa en el fondo la frase: «descendió a los infiernos». Pero cuando nos llegue la hora de nuestra última soledad captaremos algo del gran resplandor de este oscuro misterio. Con la certeza esperanzadora de que en aquel instante de profundo abandono no estaremos solos, podemos imaginar ya algo de lo que esto significa. Y mientras protestamos contra las tinieblas de la muerte de Dios comenzamos a agradecer esa luz que, desde las tinieblas, viene hacia nosotros.

En la oración de la Iglesia, la liturgia de los tres días santos ha sido estudiada con gran cuidado; la Iglesia quiere introducirnos con su oración en la realidad de la pasión del señor y conducirnos a través de las palabras al centro espiritual del acontecimiento.

Cuando intentamos sintetizar las oraciones litúrgicas del sábado santo nos impresiona, ante todo, la profunda paz que respiran. Cristo se ha ocultado, pero a través de estas tinieblas impenetrables se ha convertido también en nuestra salvación; ahora se realizan las escuetas palabras del salmista: «aunque bajase hasta los infiernos, allí estás tú». En esta liturgia ocurre que, cuanto más avanza, comienzan a lucir en ella, como en la alborada, las primeras luces de la mañana de pascua. Si el viernes santo nos ponía ante los ojos la imagen desfigurada del traspasado, la liturgia del sábado santo nos recuerda, más bien, a los crucifijos de la antigua Iglesia: la cruz rodeada de rayos luminosos, que es una señal tanto de la muerte como de la resurrección.

De este modo, el sábado santo puede mostrarnos un aspecto de la piedad cristiana que, al correr de los siglos, quizá haya ido perdiendo fuerza. Cuando oramos mirando al crucifijo, vemos en él la mayoría de las veces una referencia a la pasión histórica del Señor sobre el Gólgota. Pero el origen de la devoción a la cruz es distinto: los cristianos oraban vueltos hacia oriente, indicando su esperanza de que Cristo, sol verdadero, aparecería sobre la historia; es decir, expresando su fe en la vuelta del Señor. La cruz está estrechamente ligada, al principio, con esta orientación de la oración, representa la insignia que será entregada al rey cuando llegue; en el crucifijo alcanza su punto culminante la oración. Así, pues, para la cristiandad primitiva la cruz era, ante todo, signo de esperanza, no tanto vuelta al pasado cuanto proyección hacia el Señor que viene. Con la evolución posterior se hizo bastante necesario volver la mirada, cada vez con más fuerza, hacia el hecho: ante todas las volatilizaciones de lo espiritual, ante el camino extraño de la encarnación de Dios, había que defender la prodigalidad impresionante de su amor, que por el bien de unas pobres criaturas se había hecho hombre, y qué hombre. Había que defender la santa locura del amor de Dios, que no pronunció una palabra poderosa, sino que eligió el camino de la debilidad, a fin de confundir nuestros sueños de grandeza y aniquilarlos desde dentro.

¿Pero no hemos olvidado quizás demasiado la relación entre cruz y esperanza, la unidad entre la orientación de la cruz y el oriente, entre el pasado y el futuro? El espíritu de esperanza que respiran las oraciones del sábado santo deberían penetrar de nuevo todo nuestro cristianismo. El cristianismo no es una pura religión del pasado, sino también del futuro; su fe es, al mismo tiempo, esperanza, porque Cristo no es solamente el muerto y resucitado, sino también el que ha de venir.

Señor, haz que este misterio de esperanza brille en nuestros corazones, haznos conocer la luz que brota de tu cruz, haz que como cristianos marchemos hacia el futuro, al encuentro del día en que aparezcas.

Oración: Señor Jesucristo, has hecho brillar tu luz en las tinieblas de la muerte, la fuerza protectora de tu amor habita en el abismo de la más profunda soledad; en medio de tu ocultamiento podemos cantar el aleluya de los redimidos.

Concédenos la humilde sencillez de la fe que no se desconcierta cuando tú nos llamas a la hora de las tinieblas y del abandono, cuando todo parece inconsistente. En esta época en que tus cosas parecen estar librando una batalla mortal, concédenos luz suficiente para no perderte; luz suficiente para poder iluminar a los otros que también lo necesitan.

Haz que el misterio de tu alegría pascual resplandezca en nuestros días como el alba, haz que seamos realmente hombres pascuales en medio del sábado santo de la historia.

Haz que a través de los días luminosos y oscuros de nuestro tiempo nos pongamos alegremente en camino hacia tu gloria futura. Amén” (Joseph Ratzinger).

Se caracteriza por un profundo silencio. Las Iglesias están desnudas y no están previstas liturgias particulares. Mientras esperan el gran acontecimiento de la Resurrección, los creyentes perseveran con María en la espera, rezando y meditando. Hace falta un día de silencio para meditar en la realidad de la vida humana, en las fuerzas del mal y en la gran fuerza del bien que surge de la Pasión y de la Resurrección del Señor. Tiene una gran importancia en este día la participación en el Sacramento de la reconciliación, indispensable camino para purificar el corazón y predisponerse para celebrar la Pascua íntimamente renovados. Al menos una vez al año, tenemos necesidad de esta purificación interior, de esta renovación de nosotros mismos. Este Sábado de silencio, de meditación, de perdón, de reconciliación desemboca en la Vigilia Pascual, que introduce el domingo más importante de la historia, el domingo de la Pascua de Cristo. La Iglesia vela junto a fuego nuevo bendito y medita en la gran promesa, contenida en el Antiguo y en el Nuevo Testamento: la liberación definitiva de la antigua esclavitud del pecado y de la muerte. En la oscuridad de la noche, a partir del fuego nuevo se enciende el cirio pascual, símbolo de Cristo que resucita glorioso. Cristo, luz de la humanidad, despeja las tinieblas del corazón y del espíritu e ilumina a cada hombre que viene al mundo. Junto al cirio pascual, resuena en la Iglesia el gran anuncio pascual: Cristo ha resucitado verdaderamente, la muerte ya no tiene poder sobre Él. Con su muerte, ha derrotado el mal para siempre y ha donado a todos los hombres la vida misma de Dios. Según una antigua tradición, durante la Vigilia Pascual, los catecúmenos reciben el Bautismo para subrayar la participación de los cristianos en el misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo. De la esplendorosa noche de Pascua, la alegría, la luz y la paz de Cristo se extienden en la vida de los fieles de toda comunidad cristiana y llegan a todos los puntos del espacio y del tiempo.

Son días para unirnos a Jesús y profundizar en el sentido y en el valor de nuestra vocación cristiana, que surge del Misterio Pascual, y concretizarla en el fiel seguimiento de Cristo en toda circunstancia, como hizo Él, hasta la entrega generosa de nuestra existencia. Hacer memoria de los misterios de Cristo significa también vivir en adhesión profunda y solidaria con el hoy de la historia, convencidos de que lo que celebramos es realidad viva y actual. Llevamos, por tanto, en nuestra oración el carácter dramático de los hechos y de las situaciones que en estos días afligen a muchos hermanos y hermanas nuestros de todas las partes del mundo. Nosotros sabemos que el odio, las divisiones, las violencias, no tienen nunca la última palabra en los acontecimientos de la historia. Estos días vuelven a alentar en nosotros la gran esperanza: Cristo crucificado ha resucitado y ha vencido al mundo. El amor es más fuerte que el odio, ha vencido y tenemos que asociarnos a esta victoria del amor. Por tanto, tenemos que volver a comenzar a partir de Cristo y trabajar en comunión con él por un mundo basado en la paz, en la justicia y en el amor. En este compromiso, que involucra a todos, dejémonos guiar por María, quien acompañó al Hijo divino por el camino de la pasión y de la cruz, y que participó, con la fuerza de la fe, en la aplicación de su designio salvífico. Con estos sentimientos, os hago llegar ya desde ahora mis mejores deseos de feliz y santa Pascua a todos vosotros y a vuestras comunidades (Benedicto XVI).

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