sábado, 30 de abril de 2011

#Pascua, domingo 2º de la Divina Misericordia: con la Resurrección, Jesús nos entrega el Espíritu Santo con el que se derrama sobre nosotros la divina




Pascua, domingo 2º de la Divina Misericordia: con la Resurrección, Jesús nos entrega el Espíritu Santo con el que se derrama sobre nosotros la divina misericordia del Padre

Lectura de los Hechos de los Apóstoles 2,42-47: Los hermanos eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones. Todo el mundo estaba impresionado por los muchos prodigios y signos que los apóstoles hacían en Jerusalén. Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno. A diario acudían al templo todos unidos, celebraban la fracción del pan en las casas y comían juntos alabando a Dios con alegría y de todo corazón; eran bien vistos de todo el pueblo y día tras día el Señor iba agregando al grupo los que se iban salvando.

Salmo 117, 2-4,22-27: Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. / Diga la casa de Israel: eterna es su misericordia. / Diga la casa de Aarón: eterna es su misericordia. / Digan los fieles del Señor: eterna es su misericordia. / Empujaban y empujaban para derribarme, pero el Señor me ayudó; / el Señor es mi fuerza y mi energía, él es mi salvación. / Escuchad: hay cantos de victoria en las tiendas de los justos. / La piedra que desecharon los arquitectos, es ahora la piedra angular. / Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente. / Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo.

Lectura de la primera carta del Apóstol San Pedro 1,3-9: Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva, para una herencia incorruptible, pura, imperecedera, que os está reservada en el cielo. La fuerza de Dios os custodia en la fe para la salvación que aguarda a manifestarse en el momento final. Alegraos de ello, aunque de momento tengáis que sufrir un poco en pruebas diversas: así la comprobación de vuestra fe -de más precio que el oro que, aunque perecedero, lo aquilatan a fuego- llegará a ser alabanza y gloria y honor cuando se manifieste Jesucristo, nuestro Señor. No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación.

Evangelio (Jn 20,19-31): Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros». Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío». Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré».

Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: «La paz con vosotros». Luego dice a Tomás: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente». Tomás le contestó: «Señor mío y Dios mío». Dícele Jesús: «Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído».

Jesús realizó en presencia de los discípulos otras muchas señales que no están escritas en este libro. Éstas han sido escritas para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.

Comentario: Queremos revivir, como esta octava de la Resurrección que hoy termina, el “domingo”, “día del Señor”. Ya estamos convencidos de la presencia del Señor cuando nos saludamos al comenzar: "El Señor esté con vosotros".

a) El segundo domingo de Pascua celebramos la fiesta de la Divina Misericordia, que Juan Pablo II instauró en el comienzo del milenio: "En nuestros tiempos, muchos son los fieles cristianos de todo el mundo que desean exaltar esa misericordia divina en el culto sagrado y de manera especial en la celebración del misterio pascual, en el que resplandece de manera sublime la bondad de Dios para con todos los hombres. Acogiendo pues tales deseos, el Sumo Pontífice Juan Pablo II se ha dignado disponer que en el Misal Romano, tras el título del Segundo Domingo de Pascua, se añada la denominación "o de la Divina Misericordia" (Fragmento del Decreto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, de 5 de mayo de 2000). Hay unas Indulgencias anejas: "Se concede la indulgencia plenaria, con las condiciones habituales (confesión sacramental, comunión eucarística y oración por las intenciones del Sumo Pontífice) al fiel que, en el domingo segundo de Pascua, llamado de la Misericordia divina, en cualquier iglesia u oratorio, con espíritu totalmente alejado del afecto a todo pecado, incluso venial, participe en actos de piedad realizados en honor de la Misericordia divina, o al menos rece, en presencia del santísimo sacramento de la Eucaristía, públicamente expuesto o conservado en el Sagrario, el Padrenuestro y el Credo, añadiendo una invocación piadosa al Señor Jesús misericordioso (por ejemplo, "Jesús misericordioso, confío en ti")".

Santa Faustina promovió esta devoción, y Juan Pablo II al canonizarla la extendió a toda la Iglesia, como dijo en la homilía de la basílica de la misericordia: "hoy en este santuario quiero realizar un solemne acto de consagración del mundo a la misericordia divina”, con el deseo de que el mensaje del amor misericordioso de Dios, que fue aquí proclamado por medio de santa Faustina, se extienda por toda la tierra. La santa así lo vio: "La humanidad no conseguirá la paz hasta que no se dirija con confianza a Mi misericordia" (Diario, 300). La Fiesta de la Divina Misericordia tiene como fin principal hacer llegar a los corazones de cada persona el siguiente mensaje: Dios es Misericordioso y nos ama a todos ... "y cuanto más grande es el pecador, tanto más grande es el derecho que tiene a Mi misericordia" (Diario, 723). En este mensaje, que Nuestro Señor nos ha hecho llegar por medio de Santa Faustina, se nos pide que tengamos plena confianza en la Misericordia de Dios, y que seamos siempre misericordiosos con el prójimo a través de nuestras palabras, acciones y oraciones... "porque la fe sin obras, por fuerte que sea, es inútil" (Diario, 742). Con el fin de celebrar apropiadamente esta festividad, se recomienda rezar la Coronilla y la Novena a la Divina Misericordia; confesarse -para la cual es indispensable realizar primero un buen examen de conciencia-, y recibir la Santa Comunión el día de la Fiesta de la Divina Misericordia. La esencia de la devoción se sintetiza en cinco puntos fundamentales: 1. Debemos confiar en la Misericordia del Señor. Jesús, por medio de Sor Faustina nos dice: "Deseo conceder gracias inimaginables a las almas que confían en mi misericordia. Que se acerquen a ese mar de misericordia con gran confianza. Los pecadores obtendrán la justificación y los justos serán fortalecidos en el bien. Al que haya depositado su confianza en mi misericordia, en la hora de la muerte le colmaré el alma con mi paz divina". 2. La confianza es la esencia, el alma de esta devoción y a la vez la condición para recibir gracias: "Las gracias de mi misericordia se toman con un solo recipiente y este es la confianza. Cuanto más confíe un alma, tanto más recibirá. Las almas que confían sin límites son mi gran consuelo y sobre ellas derramo todos los tesoros de mis gracias. Me alegro de que pidan mucho porque mi deseo es dar mucho, muchísimo. El alma que confía en mi misericordia es la más feliz, porque yo mismo tengo cuidado de ella. Ningún alma que ha invocado mi misericordia ha quedado decepcionada ni ha sentido confusión. Me complazco particularmente en el alma que confía en mi bondad". 3. La misericordia define nuestra actitud ante cada persona: "Exijo de ti obras de misericordia que deben surgir del amor hacia mí. Debes mostrar misericordia siempre y en todas partes. No puedes dejar de hacerlo ni excusarte ni justificarte. Te doy tres formar de ejercer misericordia: la primera es la acción; la segunda, la palabra; y la tercera, la oración. En estas tres formas se encierra la plenitud de la misericordia y es un testimonio indefectible del amor hacia mí. De este modo el alma alaba y adora mi misericordia". 4. La actitud del amor activo hacia el prójimo es otra condición para recibir gracias: "Si el alma no practica la misericordia de alguna manera no conseguirá mi misericordia en el día del juicio. Oh, si las almas supieran acumular los tesoros eternos, no serían juzgadas, porque la misericordia anticiparía mi juicio". 5. El Señor Jesús desea que sus devotos hagan por lo menos una obra de misericordia al día. "Debes saber, hija mía que mi Corazón es la misericordia misma. De este mar de misericordia las gracias se derraman sobre todo el mundo. Deseo que tu corazón sea la sede de mi misericordia. Deseo que esta misericordia se derrame sobre todo el mundo a través de tu corazón. Cualquiera que se acerque a ti, no puede marcharse sin confiar en esta misericordia mía que tanto deseo para las almas". Santa Faustina Kowalska consiguió lo que había querido: Juan Pablo II en su canonización anunció: «En todo el mundo, el segundo domingo de Pascua recibirá el nombre de domingo de la Divina Misericordia. Una invitación perenne para el mundo cristiano a afrontar, con confianza en la benevolencia divina, las dificultades y las pruebas que esperan al genero humano en los años venideros» (la encíclica dedicada a Dios Padre se llamó «Dives in misericordia», “Rico en misericordia”). La liturgia del segundo domingo de Pascua y las lecturas del breviario siguen siendo las mismas, pero ya en ellas se ve esta devoción latente.

b) Aquí el texto rezuma optimismo, seguramente debido a la conducta ejemplar de algunos como Bernabé, que daban el tono que aquí se indica, de compartir todo. La Virgen, con el Espíritu Santo, es la gran protagonista de estos momentos (cf. J. M. Montforte): Desde la mañana de la resurrección, ella sin aparecer en el relato, constituye el ambiente de familia de la Iglesia con sus delicadezas maternales. Pienso que a quien primero se le aparece Jesús es a ella, en la intimidad de su corazón, como luego veremos. “¿Qué hizo María en esos cuarenta días que median entre la Resurrección y la Ascensión de Jesús? Sabemos por los relatos evangélicos las apariciones del Resucitado a sus discípulos tanto en Jerusalén, como en Judea y Galilea. La fe de los suyos, sin duda, tras haberse tambaleado, se robusteció. Jesús no era sólo el Redentor y Salvador de Israel, era también el Hijo de Dios. Antes le llamaban «Rabbí» (Maestro): ahora comienzan a llamarle -como lo hizo ya Tomás- «Señor mío» y «Dios mío»”. Estaban con miedo, quizá también porque la acusación de profanar la tumba (robar el cuerpo del Señor) era grave, y estaba castigada con la muerte. Luego, las apariciones, Galilea y “tras la Ascensión, los discípulos y María vuelven a Jerusalén llenos de alegría. Ahora era distinto que en la Ultima Cena, porque sabían que el Señor les acompañaría siempre, aunque ya no podrían hablarle como hasta ahora... Ahora, María, la «Madre de Jesús» era para aquellos discípulos algo más, porque Él era ya «el Señor». Además para Ella fue un añadido a su alegría saber que muchos de los parientes y vecinos de Nazaret que «no habían creído» antes, están ahora en el grupo de los fieles. Para Ella ahora todos estos eran «hijos suyos», se unieron a María en el terreno espiritual. Con el encargo de su Hijo desde la Cruz… conocía los sentimientos y la misión de Jesús, de manera que todo el amor de María se concentró en la obra de Jesús. Cuando los discípulos comenzaron a rezar en la espera de la venida del Espíritu, Ella rezaba y se unía a la oración de los apóstoles en aquellas delicadas y decisivas circunstancias”. Los Apóstoles, obedeciendo la orden recibida de Jesús antes de su partida hacia el Padre, se habían reunido allí y «perseveraban... con un mismo espíritu» en la oración. «Entonces regresaron a Jerusalén desde el monte llamado de los Olivos, que está cerca de Jerusalén, a la distancia de un camino permitido en sábado. Y cuando llegaron subieron al Cenáculo donde vivían Pedro y Juan, Santiago y Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé y Mateo, Santiago el de Alfeo y Simón el Zelotes, y Judas el de Santiago» (Act 1,12-13). No estaban solos, pues contaban con la participación de otros discípulos, hombres y mujeres. «Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y con María la Madre de Jesús y sus hermanos» (Act 1,14). Con estas sencillas palabras el autor sagrado, señala la presencia de la Madre de Cristo en el Cenáculo, en los días de preparación para Pentecostés. “Fue nuevamente el Espíritu Santo quien elevó a María, en alas de la más ferviente caridad, al oficio de Orante por excelencia en el Cenáculo, donde los discípulos de Jesús estaban en espera del prometido Paráclito. Así es como Ella está presente con los Doce, «en el amanecer de los "últimos tiempos" que el Espíritu va a inaugurar en la mañana de Pentecostés con la manifestación de la Iglesia»”.

«Pensemos ahora en aquellos días que siguieron a la Ascensión, en espera de la Pentecostés. Los discípulos llenos de fe por el triunfo de Cristo resucitado y anhelantes ante la promesa del Espíritu Santo, quieren sentirse unidos, y los encontramos "cum Maria matre Iesu", con María, la madre de Jesús. La oración de los discípulos acompaña a la oración de María: era la oración de una familia unida» (san Josemaría Escrivá). San Lucas nombra a María, la Madre de Jesús, entre estas personas que pertenecían a la comunidad originaria de Jerusalén, y lo hace sin añadir nada de particular respecto a Ella. «Esta vez quien nos transmite ese dato es San Lucas, el evangelista que ha narrado con más extensión la infancia de Jesús. Parece como si quisiera darnos a entender que, así como María tuvo un papel de primer plano en la Encarnación del Verbo, de una manera análoga estuvo presente también en los orígenes de la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo» (id.). Es decir, así como la venida al mundo del Hijo de Dios es presentada en estrecha relación con la persona de María, así también ahora se presenta el nacimiento de la Iglesia vinculado con Ella. La simple constatación de su presencia en el Cenáculo de Pentecostés basta para hacernos entrever toda la importancia que Lucas atribuye a este detalle. “María aparece, pues, en el libro de los Hechos como una de las personas que participan, en calidad de miembro de la primera comunidad de la Iglesia naciente, en la preparación para Pentecostés. En el momento de la Anunciación María ya experimentó la venida del Espíritu Santo y fue asociada de modo único e irrepetible al misterio de Cristo. Ahora, en el Cenáculo de Jerusalén, cuando mediante los acontecimientos pascuales el misterio de Cristo sobre la tierra llegó a su plenitud, María se encuentra en la comunidad de los discípulos para preparar una nueva venida del Espíritu Santo, y un nuevo nacimiento: el nacimiento de la Iglesia”.

Unida a la Iglesia, formando en su corazón la nueva familia de Jesús, con los «discípulos» de su Hijo, es tipo y ejemplar acabadísimo de la misma Iglesia en la fe y en la caridad. La oración de María en el Cenáculo, como preparación a Pentecostés, tiene un significado especial, precisamente por razón del vínculo con el Espíritu Santo que se estableció en el momento del misterio de la Encarnación. Desde Pentecostés --donde «todos quedaron llenos del Espíritu Santo» (Act 2,4)- María quedó para siempre unida al camino de la Iglesia. “La comunidad apostólica tenía necesidad de su presencia y de aquella perseverancia en la oración, en compañía de la Madre del Señor. Se puede decir que en aquella oración «en compañía de María» se trasluce su particular mediación, nacida del Amor y de la plenitud de los dones del Espíritu Santo”. San Agustín lo expresaba así: «cooperó con su caridad para que nacieran en la Iglesia los fieles, miembros de aquella cabeza, de la que es efectivamente madre según el cuerpo». María, esposa del Espíritu Santo, imploraba Su venida a la Iglesia, nacida del costado de Cristo atravesado en la cruz, y ahora a punto de manifestarse al mundo. «Desde el primer momento de la vida de la Iglesia, todos los cristianos que han buscado el amor de Dios, ese amor que se nos revela y se hace carne en Jesucristo, se han encontrado con la Virgen, y han experimentado de maneras muy diversas su maternal solicitud. La Virgen Santísima puede llamarse con verdad madre de todos los cristianos» (san Josemaría).

c) Hoy vemos el testimonio de la Resurrección con el desprendimiento del dinero, el compartir los bienes y la atención a los hermanos reales, con la oración y la alegría. Hoy, domingo de la divina misericordia, vayamos con confianza a la Virgen, como escuchó san Josemaría en corazón que a ella se aplicaban las palabras de la Escritura, “vayamos con confianza al trono de la gracia para conseguir misericordia”, sólo que escuchó en lugar de “gracia” “gloria”, pues eso, “adeamus cum fiducia ad thronum gloriæ…” Vayamos con alegría y confianza a María, Señora Nuestra, que es Trono de la gloria de Dios, “ut misericordiam consequamur”: para que tenga misericordia de la humanidad, de la Iglesia, y de cada uno de nosotros. La misericordia de Dios se extiende de generación en generación, como cantó María y recordaba en nuestra época Juan Pablo II: “Di gracias por lo que la divina misericordia ha realizado en el siglo XX, gracias a la intercesión materna de María. A la luz de las apariciones de Fátima, los acontecimientos de este período histórico tan convulso asumen una elocuencia singular. Por eso, no es difícil comprender mejor cuánta misericordia ha derramado Dios sobre la Iglesia y sobre la humanidad por medio de María”.

La vida del hombre transcurre y se realiza entre sueños y realidades. Cualquier proyecto de vida lleva consigo una carga de utopía que luego puede contrastar con la realidad conseguida. Y aquí vemos ese sueño que con la Virgen, nuestra esperanza, se va haciendo realidad en la historia, el mandamiento nuevo del amor, el vínculo de la nueva familia de Jesús, de los hijos de Dios, en unidad de corazón y Espíritu.

2. Compuesto para la liturgia hebrea, este salmo recibe un puesto destacado en la cristiana, que encuentra reflejados en él los misterios redentores de la vida de Cristo, hemos visto como el Señor cantó este salmo al finalizar la Ultima Cena, y la liturgia de acción de gracias de la Nueva Alianza, inaugurada con la Eucaristía, encontró en la expresión de este salmo una admirable conclusión. Con los sentimientos que se contienen en él, nuestro Salvador se encaminó hacia la vía dolorosa que le introduciría en la gloria del día eterno. Pero ya con anterioridad, Jesús había revelado el significado mesiánico de este salmo refiriéndose a él en una acalorada discusión sostenida con los sacerdotes y fariseos que rehusaban admitir en su Persona al Mesías enviado por Dios. El salmo es citado por Jesús cuando habla de la viña y los viñadores, hace con ello referencia a la bondad de Dios, la malicia e ignorancia de los hombres, y como él, viña que se planta en nuestra historia, produce brotes nuevos. Con ello, el salmo queda re-interpretado, el rey es el agricultor, y todo nos habla de la bondad de la creación de Dios y de la grandeza de la elección con la que él nos busca y nos ama. Pero habla también de la historia que sucedió después, el fracaso del hombre. “Dios había plantado vides escogidas y sin embargo dieron agraces. ¿Qué son los agraces? La uva buena que se espera Dios, dice el profeta, habría consistido en la justicia y en la rectitud. Los agraces son por el contrario la violencia, el derramamiento de sangre y la opresión, que hacen gemir a la gente bajo el yugo de la injusticia. En el Evangelio, la imagen cambia: la vid produce uva buena, pero los viñadores arrendadores se quedan con ella. No están dispuestos a entregarla al propietario. Golpean y matan a sus mensajeros y matan a su Hijo. Su motivación es sencilla: quieren convertirse en propietarios; se apoderan de lo que no les pertenece. En el Antiguo Testamento, ante todo aparece la acusación de violación de la justicia social, el desprecio del hombre por parte del hombre. En el fondo, sin embargo, se ve que con el desprecio de la Torá, del derecho dado por Dios, se desprecia al mismo Dios; sólo se quiere gozar del propio poder. Este aspecto es subrayado plenamente en la parábola de Jesús: los arrendadores no quieren tener un patrón y estos arrendadores nos sirven de espejo a nosotros, hombres, que usurpamos la creación que se nos ha confiado en gestión. Queremos ser los dueños en primera persona y solos. Queremos poseer el mundo y nuestra misma vida de manera ilimitada. Dios nos estorba o se hace de Él una simple frase devota o se le niega todo, desterrándolo de la vida pública, hasta que de este modo deje de tener significado alguno. La tolerancia que sólo admite a Dios como opinión privada, pero que le niega el dominio público, la realidad del mundo y de nuestra vida, no es tolerancia, sino hipocresía. Ahora bien, allí donde el hombre se convierte en el único dueño del mundo y en propietario de sí mismo no puede haber justicia. Allí sólo puede dominar el arbitrio del poder y de los intereses. Es verdad, se puede expulsar al Hijo de la viña y matarlo para disfrutar egoístamente de los frutos de la tierra. Pero entonces la viña se transforma muy pronto en terreno sin cultivar, pisado por los jabalíes”. Benedicto XVI, en la liturgia de otro día, que comentaba otro salmo (Salmo 79, 14) hace consideraciones que explican cuanto intentamos decir: “El Señor, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, anuncia el juicio a la viña infiel. El juicio que Isaías preveía se ha realizado en las grandes guerras y exilios impuestos por los asirios y los babilonios. El juicio anunciado por el Señor Jesús se refiere sobre todo a la destrucción de Jerusalén, en el año 70. Pero la amenaza del juicio nos afecta también a nosotros, a la Iglesia en Europa, a la Iglesia de Occidente en general. Con este Evangelio el Señor grita también a nuestros oídos las palabras que dirigió en el Apocalipsis a la Iglesia de Éfeso: «Iré donde ti y cambiaré de su lugar tu candelero, si no te arrepientes» (2, 5). También se nos puede quitar a nosotros la luz, y haremos bien en dejar resonar en nuestra alma esta advertencia con toda su seriedad, gritando al mismo tiempo al Señor: «¡Ayúdanos a convertirnos! ¡Danos la gracia de una auténtica renovación! No permitas que se apague tu luz entre nosotros! ¡Refuerza nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor para que podamos dar buenos frutos!».

Al llegar aquí nos surge la pregunta: «Pero, ¿no hay una promesa, una palabra de consuelo en la lectura y en la página evangélica de hoy? La amenaza, ¿es la última palabra?» ¡No! Hay una promesa y es la última palabra, la esencial. La escuchamos en el versículo del aleluya, tomado del Evangelio de Juan: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto» (Juan 15, 5). Con estas palabras del Señor, Juan nos ilustra el último, el auténtico final de la historia de la viña de Dios. Dios no fracasa. Al final, triunfa, triunfa el amor. Se da ya una velada alusión a esto en la parábola de la viña propuesta por el Evangelio de hoy y en sus palabras conclusivas. En ella, la muerte del Hijo no es el final de la historia, aunque no la cuenta directamente. Pero Jesús expresa esta muerte a través de una nueva imagen tomada del Salmo: «La piedra que los constructores desecharon, en piedra angular se ha convertido…» (Mateo 21, 42; Salmo 117, 22). De la muerte del Hijo surge la vida, se forma un nuevo edificio, una nueva viña. En Caná, cambió el agua en vino, transformó su sangre en el vino del verdadero amor y de este modo transforma el vino en su sangre. En el cenáculo anticipó su muerte y la transformó en el don de sí mismo, en un acto de amor radical. Su sangre es don, es amor y por este motivo es el verdadero vino que se esperaba el Creador. De este modo, Cristo mismo se convirtió en la viña y esa viña da siempre buen fruto: la presencia de su amor por nosotros, que es indestructible.

Estas palabras convergen al final en el misterio de la Eucaristía, en la que el Señor nos da el pan de la vida y el vino de su amor y nos invita a la fiesta del amor eterno. Nosotros celebramos la Eucaristía con la conciencia de que su precio fue la muerte del Hijo, el sacrificio de su vida, que en ella queda presente. Cada vez que comemos de este pan y cada vez que bebemos de este cáliz, anunciamos la muerte del Señor hasta que venga, dice san Pablo (Cf. 1 Corintios 11, 26). Pero también sabemos que de esta muerte surge la vida, pues Jesús la transformó en un gesto de oblación, en un acto de amor, trasformándola profundamente: el amor ha vencido a la muerte. En la santa Eucaristía, desde la cruz nos atrae a todos hacia sí (Juan 12, 32) y nos convierte en sarmientos de la vid, que es Él mismo. Si permanecemos unidos a Él, entonces daremos fruto también nosotros, entonces ya no daremos el vinagre de la autosuficiencia, del descontento de Dios y de su creación, sino el buen vino de la alegría en Dios y del amor por el prójimo. Pidamos al Señor que… siendo dóciles a la acción del Espíritu Santo podamos ayudar al mundo a convertirse -en Cristo y con Cristo- en la vid fecunda de Dios. Amén”. (Con este texto hemos dado otra visión a este salmo, ya muy comentado en estos días).

3. La "bendición" que abre la carta de Pedro y la alusión que allí se hace a la regeneración han inducido a pensar en una liturgia bautismal. El comienzo de la carta tiene un estilo según las costumbres judías: bendecir al Señor, exclamar ante lo que hizo y sigue haciendo por su pueblo, como también vemos que ha quedado en nuestras plegarias eucarísticas más antiguas. Aquí, la oración es inmediatamente cristianizada: se "bendice" al Padre de nuestro Señor Jesucristo, que al resucitar a Cristo de la muerte nos ha hecho nacer de nuevo a una esperanza viva; viene muy bien a cuento ahora, cuando la resurrección proporciona todo su fundamento a la esperanza de cuantos son hijos de Dios. Para nosotros esta esperanza no es una espera, sino ya una posesión de la realidad. Este pasaje de la primera carta de Pedro señala claramente el objeto de esta esperanza: la herencia reservada en el cielo. Por eso, las pruebas que al presente nos afligen no pueden empañar nuestra alegría. Todas las penas se pueden llevar con esta esperanza: vamos a obtener la salvación, que es la meta de nuestra fe. Fe que –fruto de la experiencia de Dios- lleva a una actitud de "bendición" (Adrien Nocent).

Este domingo, que cierra la octava de Pascua, suele llamarse "in albis", es decir, de las vestiduras blancas que habían llevado los nuevos bautizados durante toda la semana. Todos cristianos de ayer o desde hace mucho tiempo, somos de alguna manera "recién nacidos", tenemos la necesidad de comprender mejor "que el bautismo nos ha purificado, que el Espíritu nos ha hecho renacer y que la sangre nos ha redimido", como reza la Oración colecta de la Misa.

4. Pedro y Juan fueron solos al sepulcro, avisados por las santas mujeres que no encontraron el cuerpo del Señor; María Magdalena volvió allí sola, y después de hablar con el Resucitado, se dirigió otra vez por encargo suyo a los discípulos para decirles que el Señor había resucitado. Seguiremos el comentario de J. M. Montforte, intentando ver el papel de la Virgen: ¿Y María, la Madre de Jesús? Es difícil suponer que no tuviera comunicación alguna con las otras mujeres. Pero también es preciso considerar que María tenía una fe muy superior al resto de los discípulos y mujeres en que «al tercer día resucitaría», mientras éstas sólo pensaban en cómo embalsamar el cuerpo de Jesús. Quizá querían dejar tranquila a María en su dolor. De hecho cuando la Magdalena encuentra el sepulcro vacío, no acude a María, sino a los Apóstoles. Los primeros testigos de la Resurrección, por voluntad de Jesús, fueron las mujeres. La Magdalena no lo reconoció en un primer momento y le confundió con el jardinero del huerto donde estaba el sepulcro; a los apóstoles en el Cenáculo a puertas cerradas; antes, a aquellos dos que iban a Enmaús, les acompañó en su caminata; a los quinientos discípulos de Galilea les dio cita en la montaña, como conciertan dos amigos una entrevista... A su Madre debió presentarse dándola a conocer su estado glorioso y que ya no viviría como antes en la tierra; quizá le volvió a recordar que ya en la Cruz le había entregado a Juan como su hijo.... Desde luego la Madre del Resucitado fue la más fiel y la que superó mejor la prueba de la fe ante la Cruz, por lo que la confiere una primacía singular en el misterio de la Resurrección. María, por ser imagen y modelo de la Iglesia, que espera al Resucitado y que pertenece al grupo de los discípulos que se encuentran con Jesús en las apariciones pascuales, parece razonable pensar que María mantuvo contacto personal con su Hijo resucitado, para gozar también Ella de la plenitud de la alegría pascual.

La misma tarde del «primer día de la semana», cuando se aparece a los Apóstoles mostrándoles las heridas de las manos y del costado, Jesús «sopla» sobre ellos y les dice: «Recibid el Espíritu Santo» (Ioh 20,22). Jesús ya glorioso, como les había prometido, les envía el Espíritu divino. ¿Qué papel juega el Espíritu Santo en la Resurrección? El sacrificio de la Cruz es un acto propio de Cristo, por el que «recibe» el Espíritu Santo, de manera que después Él, junto con el Padre, se lo entrega a los Apóstoles reunidos en el Cenáculo, es decir a la Iglesia, a la humanidad entera. Jesús lo «envía» desde el Padre. (Luego, según Lucas, habrá otra efusión del Espíritu, a los 50 días). Los escritos inspirados del NT contienen una profesión de fe en este misterio, recogida por los Apóstoles de la fuente viva de la primera comunidad cristiana. En esa profesión de fe se encuentra, entre otras, la afirmación según la cual el Espiritu Santo que actúa en la Resurrección es el Espiritu de santificación. Efectivamente, es san Pablo quien más profundiza en este misterio, cuando, por ejemplo, presentando a Cristo como el anunciador del Evangelio de Dios, afirma: «el Evangelio... acerca de su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espiritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos, Jesucristo Señor nuestro». Es decir, «la "elevación" mesiánica de Cristo por el Espíritu Santo alcanza su culmen en la Resurrección, en la cual se revela también como Hijo de Dios "lleno de poder"». En definitiva, Cristo, que era ya el Hijo de Dios en el momento de su concepción --en el seno de María-- por obra del Espíritu Santo, en la Resurrección es «constituido» fuente de vida y de santidad --«lleno de poder de santificación»-- por obra del mismo Espíritu Santo.

Más aún. La nueva vida en Cristo es vida en el Espíritu. En el capítulo quince de la Primera Carta a los Corintios, san Pablo comienza recogiendo la tradición de la Iglesia: «Os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce» (1 Co 15,3-5). En este punto el Apóstol enumera diversas "cristofanías" que tuvieron lugar tras la Resurrección, recordando al final la que él mismo había experimentado. Se trata de un texto muy importante que documenta no sólo la convicción que tenían los primeros cristianos sobre la Resurrección de Cristo, sino también el contenido pneumatológico y escatológico de aquella fe de la Iglesia primitiva, reflejado en la misma predicación apostólica. Relacionando la Resurrección de Cristo con la fe en la universal «resurrección del cuerpo», el Apóstol establece también un nexo entre Cristo y Adán en estos términos: «Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida» (1 Cor 15,45). Al afirmar que Adán fue hecho «alma viviente», Pablo cita el conocido texto del Génesis según el cual Adán fue hecho «alma viviente» gracias al «aliento de vida» que Dios «insufló en sus narices». Después, Pablo argumenta que Jesucristo, como hombre resucitado, supera a Adán, porque posee la plenitud del Espíritu Santo, que debe dar una vida nueva al hombre para convertirlo en un ser espiritual. Ahora bien, el hecho de que el nuevo Adán haya llegado a ser «espíritu que da vida» no significa que se identifique como persona con el Espíritu Santo que «da la vida» --vida divina por medio de su Muerte y de su Resurrección, es decir, por medio del sacrificio ofrecido en la Cruz--, sino que, al poseer como hombre la plenitud de este Espíritu, lo entrega a los Apóstoles, a la Iglesia y a la humanidad, como antes hemos dicho. No olvidemos que este texto del Apóstol forma parte de la instrucción paulina sobre la muerte y el destino del cuerpo humano del que es principio vital -y natural- el alma, que en el momento de la muerte lo abandona. La Resurrección de Cristo, para san Pablo, responde a este misterio y resuelve este interrogante con una certeza de fe. El cuerpo de Cristo, pleno del Espíritu Santo en la Resurrección es la fuente de la nueva vida de los cuerpos resucitados: «se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual». El cuerpo «natural» -es decir, animado por la psyché- está destinado a desaparecer para dejar lugar al cuerpo «espiritual», animado por el pneuma, el Espíritu, que es principio de vida nueva ya durante la actual vida mortal, pero alcanzará su plena eficacia después de la muerte. Entonces será autor de la resurrección del «cuerpo natural» en toda la realidad del «cuerpo pneumático» mediante la unión con Cristo resucitado, hombre celeste y «Espíritu que da vida». Por tanto, la futura resurrección de los cuerpos está vinculada a su espiritualización a semejanza del Cuerpo de Cristo, vivificado por el poder del Espíritu Santo.

Ésta es la respuesta del Apóstol al interrogante que él mismo se plantea: «¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida?». «¡Necio! -exclama san Pablo-. Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano, de trigo por ejemplo o de alguna otra planta. Y Dios le da un cuerpo a su voluntad... Así también en la resurrección de los muertos: ...se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual». Y llegamos a la conclusión: la vida en Cristo es al mismo tiempo la vida en el Espíritu Santo: «Mas vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo no le pertenece (a Cristo)». La verdadera libertad se halla en Cristo y en su Espíritu, «porque la ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte».

La santificación en Cristo es, pues, al mismo tiempo la santificación en el Espíritu Santo. Si Cristo «intercede por nosotros», entonces también el Espíritu Santo «intercede por nosotros con gemidos inefables... Intercede a favor de los santos según Dios». Como se puede deducir de estos textos paulinos, el Espíritu Santo que ha actuado en la Resurrección de Cristo, ya infunde en el cristiano la nueva vida, en la perspectiva escatológica de la futura resurrección. Existe, pues, una relación estrechísima entre la Resurrección de Cristo, la vida nueva del cristiano --liberado del pecado y hecho partícipe del misterio pascual--, y la futura reconstrucción de la unidad de cuerpo y alma en la resurrección tras la muerte. En suma, el Espíritu Santo es el autor de todo el desarrollo de la vida nueva en Cristo. Se puede decir, en fin, que la misión de Cristo alcanza realmente su culmen en el misterio pascual, donde la estrecha relación entre la cristología y la pneumatología se abre -ante la mirada del creyente y ante la investigación del teólogo-, al horizonte escatológico; y, además, esta perspectiva incluye también el plano eclesiológico”.

1 comentario:

  1. "La verdadera libertad se halla en Cristo y en su Espíritu", muchas gracias por todos los comentarios, durante el día me acompaña en la oración, en casa... y por las noches también. ¡ánimo y adelante!. Que Dios lo bendiga. Paz y Bien

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