lunes, 25 de abril de 2011

Martes de la octava de pascua: la primera aparición de Jesús a María Magdalena, la mujer de fe y de amor

Martes de la octava de pascua: la primera aparición de Jesús a María Magdalena, la mujer de fe y de amor

Pedro declara que Dios ha constituido «Señor y Cristo» a “este Jesús a quien vosotros habéis crucificado...” Aborda de frente la verdad, no teme la muerte, y habla de la responsabilidad que todos –él también- tienen. Muchos sintieron remordimiento de corazón, y dijeron a Pedro y a los Apóstoles: «Hermanos ¿qué hemos de hacer?». Es la metánoia, la conversión de corazón. La Pasión sigue siendo hoy medio esencial para convertirnos, tomar conciencia de nuestros pecados. -Pedro contestó: «Arrepentíos, y que cada uno de vosotros se haga bautizar...» ¿Hay que «cambiar de vida» primero? o bien ¿lo primero es «recibir los sacramentos? Pedro, espontáneamente, dice que hay que hacer ambas cosas. Arrepentirse: cambiar de vida, esforzarse. Recibir el bautismo: recibir el sacramento, reconocer la gracia de Dios (Noel Quesson). -Aquel día, fueron tres mil los que acogieron la Palabra y se hicieron bautizar. La familia de Jesús, inicialmente compuesta por María y José, luego los Apóstoles y santas mujeres, se amplía ahora por la fe y el bautismo… Esta conversión ha de ser continua, como Rabano Mauro dice: «Todo pensamiento que nos quita la esperanza de la conversión proviene de la falta de piedad; como una pesada piedra atada a nuestro cuello, nos obliga a estar siempre con la mirada baja, hacia la tierra, y no nos permite alzar los ojos hacia el Señor». Y Juan Pablo II ha escrito: «El auténtico conocimiento de Dios, Dios de la misericordia y del amor benigno, es una constante e inagotable fuente de conversión, no solamente como momentáneo acto interior, sino también como disposición estable, como estado de ánimo. Quienes llegan a conocer de este modo a Dios, quienes lo ven así, no pueden vivir sino convirtiéndose sin cesar a Él. Viven, pues, en un estado de conversión, es este estado el que traza la componente más profunda de la peregrinación de todo el hombre por la tierra en estado de viador». Así lo hizo S. Agustín en su última etapa, como recordaba Benedicto XVI.

Hechos (2,36-41) sigue con el discurso de Pedro: “por eso, todo el pueblo de Israel debe reconocer que a ese Jesús que vosotros crucificasteis, Dios lo ha hecho Señor y Mesías". Al oír estas cosas, todos se conmovieron profundamente, y dijeron a Pedro y a los otros Apóstoles: "Hermanos, ¿qué debemos hacer?". Pedro les respondió: "Convertíos y haceos bautizar en el nombre de Jesucristo para que os sean perdonados los pecados, y así recibiáis el don del Espíritu Santo. Porque la promesa ha sido hecha a vosotros y a vuestros hijos, y a todos aquellos que están lejos: a cuantos el Señor, nuestro Dios, quiera llamar". Y con muchos otros argumentos les daba testimonio y los exhortaba a que se pusieran a salvo de esta generación perversa. Los que recibieron su palabra se hicieron bautizar; y ese día se unieron a ellos alrededor de tres mil”.

El Salmo (33,4-5.18-20.22) nos dice que “la palabra del Señor es recta y él obra siempre con lealtad; / él ama la justicia y el derecho, y la tierra está llena de su amor. / Los ojos del Señor están fijos sobre sus fieles, sobre los que esperan en su misericordia, / para librar sus vidas de la muerte y sustentarlos en el tiempo de indigencia. / Nuestra alma espera en el Señor; él es nuestra ayuda y nuestro escudo. / Señor, que tu amor descienda sobre nosotros, conforme a la esperanza que tenemos en ti”.

Dios es rico en misericordia para con todas sus creaturas. Creer en Dios y confiar en Él es el inicio del camino hacia nuestra plena santificación. Dejarse amar por Dios, abrirle nuestro corazón es aceptar que Él nos salve del pecado y de la muerte y nos conduzca hacia la posesión de los bienes eternos. Dios no nos engaña; Dios se ha revelado como nuestro Dios y Padre; Dios, en Cristo, se ha convertido para nosotros en el único camino de salvación para el hombre. ¿Lo aceptamos en nuestra vida? Pongamos en Él nuestra esperanza, pues Él no defrauda a los que en Él confían. Es un salmo de esperanza en este Dios que derrama su amor paternal sobre nosotros. Por la resurrección de Jesús somos hijos de Dios, podemos tener la confianza filial, audacia (en griego “parresia”) de un niño pequeño que tiene total abandono en su padre, y precisamente Jesús inaugura -la predicación de S. Pedro nos lo recuerda- esa familia de hijos de Dios, que se reúne para atrevemos a decir…:

La muerte da miedo, es un tema que parece de mal gusto, y sin embargo sólo podemos vivir en paz si podemos afrontar sin miedo esta realidad, como hace el salmista, para vivir sin miedo: la muerte de los pecadores es pésima (Salmo 33,22), afirma hoy el salmo; en cambio, es preciosa, en la presencia de Dios, la muerte de los santos (Salmo 115,15). Serán premiados por su fidelidad a Cristo, y hasta en lo más pequeño –hasta un vaso de agua dado por Cristo recibirá su recompensa (Mateo 10,42). Sus buenas obras lo acompañan.

La muerte nos da grandes lecciones para la vida. Nos enseña a vivir con lo necesario, desprendidos de los bienes que usamos que habremos de dejar; a aprovechar bien cada día como si fuera el único; a decir muchas jaculatorias, a hacer muchos actos de amor al Señor y favores y pequeños servicios a los demás, a tratar a nuestro Ángel Custodio, a vencernos en el cumplimiento del deber, porque el Señor convertirá todos nuestros actos buenos en joyas preciosas para la eternidad (León X). Y después de haber dejado aquí frutos que perdurarán hasta la vida eterna, partiremos (Francisco Fernández Carvajal). Entonces podremos decir con el poeta: “-Dejó mi amor la orilla y en la corriente canta. –No volvió a la ribera que su amor era el agua” (Bartolomé Llorens).

En el Evangelio Juan (20,11-18) muestra que “María se había quedado afuera, llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies del lugar donde había sido puesto el cuerpo de Jesús. Ellos le dijeron: "Mujer, ¿por qué lloras?". María respondió: "Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto". Al decir esto se dio vuelta y vio a Jesús, que estaba allí, pero no lo reconoció. Jesús le preguntó: "Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?". Ella, pensando que era el cuidador de la huerta, le respondió: "Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a buscarlo". Jesús le dijo: "¡María!" Ella lo reconoció y le dijo en hebreo: "¡Raboní!", es decir "¡Maestro!". Jesús le dijo: "No me retengas, porque todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: 'Subo a mi Padre, el Padre de ustedes; a mi Dios, el Dios de ustedes'". María Magdalena fue a anunciar a los discípulos que había visto al Señor y que él le había dicho esas palabras”.

Después de la versión de Mateo, he aquí la de Juan. Veremos que el mensaje es el mismo, en su substancia profunda, a pesar de algunos detalles diferentes. ¿Es el mismo relato? ¿Se trata de una segunda visita al sepulcro?

“El amor auténtico pide eternidad. Amar a otra persona es decirle «tú no morirás nunca» – como decía Gabriel Marcel. De ahí el temor a perder el ser amado. María Magdalena no podía creer en la muerte del Maestro. Invadida por una profunda pena se acerca al sepulcro. Ante la pregunta de los dos ángeles, no es capaz de admirarse. Sí, la muerte es dramática. Nos toca fuertemente. Sin Jesús Resucitado, carecería de sentido. «Mujer: ¿Por qué lloras? ¿A quién buscas?» Cuántas veces, Cristo se nos pone delante y nos repite las mismas preguntas. María no entendió. No era capaz de reconocerlo. Así son nuestros momentos de lucha, de oscuridad y de dificultad. «¡María!» Es entonces cuando, al oír su nombre, se le abren los ojos y descubre al maestro: «Rabboni»... Nos hemos acostumbrado a pensar que la resurrección es sólo una cosa que nos espera al otro lado de la muerte. Y nadie piensa que la resurrección es también, entrar «más» en la vida. Que la resurrección es algo que Dios da a todo el que la pide, siempre que, después de pedirla, sigan luchando por resucitar cada día” (Xavier Caballero). «La Iglesia ofrece a los hombres el Evangelio, documento profético, que responde a las exigencias y aspiraciones del corazón humano y que es siempre “Buena Nueva”. La Iglesia no puede dejar de proclamar que Jesús vino a revelar el rostro de Dios y alcanzar, mediante la cruz y la resurrección, la salvación para todos los hombres» (Redemptoris Missio, n. 11). En las situaciones límites se aprende a estimar las realidades sencillas que hacen posible la vida. Todo adquiere entonces sumo valor y adquiere sentimientos de gratitud. «He visto al Señor» - exclamó María. Esta debe ser nuestra actitud. Gratitud por haber visto al Señor, porque nos ha manifestado su amor y, como a María, nos ha llamado por nuestro nombre para anunciar la alegría de su Resurrección a todos los hombres.

ROSTRO1a) Un día le escribió a santa Teresita una hermana suya, que había recibido antes noticias de la santa. Le dijo que así como había personas que estaban posesionadas por el demonio -el demonio poseyendo su ser interior- le parecía que ella estaba posesionada por Jesús. No hace falta decir la alegría que le dio a santa Teresita esa idea de su hermana, y la ilusión que se le despertó por estar más y más poseída por Jesús. Magdalena será recompensada por su idea fija: “lo que quiero es al Señor”, parece decir: “si no lo tengo, no tengo nada, si lo tengo, lo tengo todo”. El mundo se despuebla si Él no está. Es lo que ocurre con todo verdadero enamorado. Cien gentes, pero no está la persona amada: no hay nadie. Cuántas experiencias en la historia de la Iglesia. Decía el Obispo Van Tuán: me encarcelaron, me privaron de mi Catedral, de mis feligreses, de mi seminario, de mis proyectos apostólicos, de mi familia, de mi casa, de mi capacidad de predicación, de mis sacerdotes... pero tengo a Cristo. Nunca me siento mal pagado con Él. Entonces Jesús le dijo: "Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?" Ella, pensando que era el jardinero, le respondió: "Señor, si tú lo llevaste, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré.". Jesús le dijo: "¡María!" Ella se volvió y exclamó "¡Rabbuní!", que en hebreo significa "maestro". Jesús se presenta “con otra figura”. Ratzinger explica que el Resucitado se aparece –en griego óphte-: «se dejó ver». Después de la resurrección, pertenece a una realidad fuera de nuestros sentidos (del espacio y del tiempo), sino al mundo de Dios. “Puede verlo, por tanto, tan sólo aquel a quien Él mismo se lo concede. Y en esta forma especial de visión participan también el corazón, el espíritu y la limpieza interior del hombre”.

Mirar es poner el corazón, por eso nadie ve lo mismo. “Alguien puede leer en el rostro del otro preocupación, amor, pena escondida, falsedad disimulada, o puede que no perciba absolutamente nada”. Para los judíos, que al tercer día había corrupción del cuerpo, Jesús cumple con este salmo y quita el cuerpo. La tumba vacía se hace así una prueba.

b) María está delante del sepulcro, llorando. Recuerda lo que Jesús dijo: "vosotros lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará. Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo". Y "mientras lloraba se asomó al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies donde había estado el cuerpo de Jesús". María es la comunidad-esposa que busca y llora al esposo, amor de su alma. En el Cantar se describe así la escena (3, 2) "me levanté y recorrí la ciudad... buscando el amor de mi alma; lo busqué y no lo encontré. Me han encontrado los guardias que rondan por la ciudad: "¿visteis al amor de mi alma?". La primera aparición (Mc 16, 9) estuvo reservada para María Magdalena. El primer anuncio del acontecimiento se hizo a las mujeres. Fueron ellas, fueron unas mujeres las enviadas por Dios a predicar a los apóstoles. S. Agustín dice que las mujeres anuncian hoy la vida lo mismo que Eva, madre de todos los vivos, se convirtió en la primera mensajera de la muerte; el dolor y lágrimas nos muestra que la mujer buscaba más insistentemente a Jesús, porque ella fue la primera en perderlo en el paraíso; como por ella había entrado la muerte, por eso buscaba más la Vida. Y ¿cómo la buscaba? Mirando dentro vio unos ángeles. Los ángeles no se hicieron presentes a Pedro y a Juan y sí, en cambio, a esta mujer, dicen los antiguos, a la que había sido la primero en perder. Los ángeles la ven y le dicen: “No está aquí, ha resucitado” (Mt 28,6). Vio también a Jesús, pero no lo toma por quien era, sino por el hortelano; todavía reclama el cuerpo de un muerto. Le dice: «Si tú le has llevado, dime dónde le has puesto, y yo lo llevaré (Jn 20,15). ¿Qué necesidad tienes de lo que no amas? Dámelo». La que así le buscaba muerto, ¿cómo creyó que estaba vivo? A continuación el Señor la llama por su nombre. María reconoció la voz y volvió su mirada al Salvador y le respondió sabiendo ya quien era: Rabi, que quiere decir «Maestro» (Jn 20,16). Hay como un instinto divino que mueve a María a mirar dentro, como cuando nos dejamos llevar por una voz interior que nos guía, Cristo en el alma con su Espíritu.

Con la confusión del hortelano Juan nos hace volver al huerto-jardín, al lenguaje del Cantar y del paraíso. Se prepara el encuentro de la esposa con el esposo. María no lo reconoce aún, pero ya está presente la primera pareja del mundo nuevo, el comienzo de la nueva humanidad. Es el nuevo Paraíso. Jesús, como los ángeles, la ha llamado "Mujer" (esposa). Ella expresando sin saberlo la realidad de Jesús, lo llama "Señor" (esposo-marido). María, sin embargo, sigue obsesionada con su idea: "si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto". Sigue sin comprender la causa de la ausencia de Jesús: piensa que se debe a la acción de los otros.

"Jesús le dice ¡María! Ella se vuelve y le dice ¡Rabboni! (que significa Maestro)". Jesús le llama por su nombre y ella lo reconoce por la voz. Este tema también aparece en el Cantar: "Estaba durmiendo, mi corazón en vela, cuando oigo la voz de mi amado que me llama: ¡ábreme, amada mía!" (5, 2; 2,8, LXX). Al oír la voz de Jesús y reconocerlo, María se vuelve del todo, no mira más al sepulcro, que es el pasado, se abre para ella su horizonte propio: la nueva creación que comienza.

Ahora responde a Jesús. Juan Bautista había oído la voz del esposo y se había llenado de alegría, viendo el cumplimiento de la salvación anunciada. Ahora, al esposo responde la esposa; se forma la comunidad mesiánica. Ha llegado la restauración anunciada por Jeremías (33, 11): "se escuchará la voz alegre y la voz gozosa, la voz del novio y la voz de la novia". Se consuma la Nueva Alianza por medio del Mesías. La respuesta de María: Rabboni, Señor mío, tratamiento que se usaba para los maestros, pone este momento en relación con la escena donde Marta dice a su hermana: El Maestro está ahí y te llama". Al mismo tiempo Rabboni podía ser usado por la mujer dirigiéndose al marido. Se combinan así los dos aspectos de la escena: el lenguaje nupcial expresa la relación de amor que une la comunidad a Jesús, pero este amor se concibe en términos de discipulado, es decir, de seguimiento. "Le dijo Jesús: suéltame que todavía no he subido al Padre". Tocar, abrazar, es la forma humana de asegurarse la realidad. De este modo el abrazar o tocar pertenece a las formas elementales con las que el hombre capta la realidad externa. En tal caso, el giro «no me abraces» o "no me toques" o -de forma positiva- "Suéltame" sólo puede significar que la existencia del Resucitado no ha de comprobarse de esa manera mundana. El encuentro y contacto con Jesús resucitado se realiza en un terreno distinto, a saber: en la fe, por la palabra o «en espíritu». Realmente al resucitado no se le puede retener en este mundo. (...) Con el deseo de palpar el hombre conecta frecuentemente la otra tendencia de querer convertir algo en posesión suya, de poder disponer de ello. Ahora bien el resucitado ni puede ni quiere ser abrazado así; mostrando con ello que escapa a cualquier forma de ser manejado por el hombre. Juan ya nos habla de la ascensión de Cristo. Y es que en él la pascua, la ascensión y pentecostés constituyen una realidad única. Y por ello también tienen lugar el mismo día. Pero para nosotros es distinto, pues son los 40 días que aún se aparece en la tierra hasta que ya no aparece más, y diez días más entre la ascensión y pentecostés.

María recibe del resucitado el encargo de anunciar a los discípulos, "a mis hermanos", el regreso de Jesús al Padre. Esta expresión, «a mis hermanos», resulta sorprendente; pero en este pasaje describe las nuevas relaciones que Jesús establece con los suyos, por cuanto que ahora los introduce de forma explícita en su propia relación con Dios. «Ya no os llamaré siervos sino amigos» (Jn 15,15). El alegre mensaje pascual, que María ha de comunicar a los hermanos de Jesús, consiste en la fundación de una nueva comunidad, la familia de Jesús, de hijos de Dios mediante el retorno de Jesús al Padre (cf. también 1Jn 1,1-4, “El Nuevo Testamento y su mensaje”, Herder). Todo lo ha hecho Jesús, con su obediencia, con su trabajo, con su pasión y la muerte en cruz por obediencia, consigue a todos la filiación divina, el Espíritu Snato, la sabiduría; a la Iglesia se le concede por medio de los misterios de la liturgia, del Corazón abierto de Jesús en la Cruz nace el río de agua viva, el agua de muerte del Bautismo ha sepultado al hombre con Cristo, podemos gustar del "agua de la sabiduría" (Emiliana Löhr).

En la Eucaristía, tenemos cada día un encuentro pascual con el Resucitado, que no sólo nos saluda, sino que se nos da como alimento y nos transmite su propia vida. Es la mejor «aparición», que no nos permite envidiar demasiado ni a los apóstoles ni a los discípulos de Emaús ni a la Magdalena (J. Aldazábal): «Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo» (aleluya). Y en la oración Colecta pedimos: «Tu, Señor, que nos has salvado por el misterio pascual, continúa favoreciendo con dones celestes a tu pueblo, para que alcance la libertad verdadera y pueda gozar de la alegría del cielo que ya ha empezado a gustar en la tierra». Y en el Ofertorio: «Acoge, Señor, con bondad las ofrendas de tu pueblo, para que, bajo tu protección, no pierda ninguno de tus bienes y descubra los que permanecen para siempre». En la Comunión seguimos repitiendo, para calar hondo en esos sentimientos, aquel himno antiguo: «Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba. Aleluya» (Col 3,1-2). Todo ello, con la esperanza del cielo, como acabamos pidiendo en la Postcomunión: «Escúchanos, Dios Todopoderoso, y concede a estos hijos tuyos, que han recibido la gracia incomparable del bautismo, poder gozar un día de la felicidad eterna».

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