miércoles, 22 de junio de 2011

Jueves de la semana 12ª del tiempo ordinario: edificar la vida sobre buena base es tener asentado todo en el amor de Dios, abrirnos así a su palabra y

Jueves de la semana 12ª del tiempo ordinario: edificar la vida sobre buena base es tener asentado todo en el amor de Dios, abrirnos así a su palabra y hacerla

1.- Gn 16,1-12.15-16: vemos el origen del pueblo Islam=Ismael y su relación con la Alianza y con la Fe monoteísta de Abraham. El hijo de la esclava parece no tener lugar en la historia de la salvación, pero también a él le alcanza el amor de Dios: se llama Ismael, que significa «Dios escucha». El ángel le dice a la desconsolada Agar: «haré tu descendencia tan numerosa, que no se podrá contar... el Señor ha escuchado tu aflicción». Dios ama también a los que nosotros consideramos que están fuera. Recordemos lo que el Concilio Vaticano II dijo (Nostra aetate, n. 3): «la Iglesia mira también con aprecio a los musulmanes, que adoran al único Dios vivo y subsistente, misericordioso y omnipotente... a cuyos ocultos designios procuran someterse por entero, como se sometió a Dios Abrahán, a quien la fe islámica se refiere de buen grado... Si bien en el transcurso de los siglos han surgido no pocas disensiones y enemistades entre cristianos y musulmanes, el Concilio exhorta a todos a que, olvidando lo pasado, ejerzan sinceramente la comprensión mutua». Las tres grandes religiones monoteístas -cristianismo, judaísmo, Islam- tenemos un común punto de referencia en Abrahán y su fidelidad a Dios. Lástima que no nos conozcamos ni estemos reconciliados. El que Dios ame también a Ismael nos debería enseñar a tener un corazón más universal y ecuménico para con las personas que no son de nuestra raza, de nuestra edad y cultura. Por desgracia las heridas entre árabes y judíos no se han cicatrizado. Para convencerse de ello basta evocar la actual situación política del próximo Oriente. De modo que, una vez más, un texto, aparentemente «lejano» y casi «arqueológico» se revela como de flagrante actualidad: la trágica envidia de Sara y Agar continúa en pleno siglo xx. Por lo mismo, los cristianos deberían también prodigar una mejor acogida a los árabes que vienen a trabajar entre nosotros... A través de ese contexto, ¡la «humanidad» de Dios quedará patente!»

-Sara dio en maltratar a su sirvienta Agar -que estaba encinta- y ésta huyó de su presencia. Podemos imaginarnos esas escenas penosas, aunque resulten desagradables. La poligamia, admitida entonces, no es ciertamente una solución ideal. La primera mujer, Sara, no acepta quedar rebajada ante la segunda, Agar, cuando ésta le anuncia que, ¡por fin!, dará un hijo a Abraham. De ahí surgen las palabras duras, los golpes y la huida hacia el desierto. Me preguntaron el otro día por este pasaje, en relación con la ley natural y cómo Dios permitía estas cosas. Contesté que no sé de los motivos de esa condescendencia divina de ir al paso de nuestro desarrollo en la historia, pero que la lección de esas primitivas sociedades –en mi ignorancia- es que se valoraba mucho el ligamen con los hijos en relación con la alianza, por una parte (no tanto con la esposa) y por otra que al parecer había una mujer con la que el marido se ligaba más, lo que llamaríamos “preferida”, esta especie de monogamia que hoy de manera aberrante se llama “monogamia sucesiva” pero que supone una esclusividad, una especie de descubrimiento que provoca los celos en la esposa ante la esclava.

-El ángel del Señor la encontró junto a una fuente que hay en el desierto, camino del Sur. El diálogo que se inicia entre ambos está lleno de «bondad». Dios mismo, por medio de su mensajero, trata de arreglar las cosas. «Retorna donde tu ama... Muéstrate sumisa... Estás en cinta, darás a luz a un hijo y le darás por nombre Ismael. De este modo, también HOY Dios está presente en todas partes donde hombres divididos entre sí se dañan mutuamente, tratando de ayudarlos a soportarse los unos a los otros. Te ruego, Señor, por los árabes y por los judíos. Te ruego por todos aquellos que están en conflictos...

-Porque el Señor ha oído tu aflicción. Dejo que esta palabra penetre en mí. Nos revela más sobre Dios que muchas teorías. Nuestro Dios es un Dios que compadece. Un Dios que considera a todo hombre como hijo suyo. Un Dios que está presente doquier hay un hombre que sufre. Un Dios que no se deja encerrar en los santuarios o en los ritos, sino que está allí, junto a «la fuente del Sur» donde hay una mujer joven en cinta. Un Dios que no se resigna a ver a sus hijos desunidos o enemigos. Señor, que mi oración por el mundo entero llegue hasta Ti. ¡Hay tantas aflicciones todavía después de la de Agar!

-Agar dio a luz un hijo a Abraham, y Abraham le puso por nombre Ismael. Abraham busca a Dios a través de las costumbres de su tiempo. Pero, no es siempre fácil hallar la voluntad de Dios. Abraham por un momento creyó que ese hijo sería el cumplimiento de la «promesa». Pero no fue así. De error en error, de sufrimiento en sufrimiento ¡avanza, a pesar de todo, hacia la realización de lo que Dios le ha prometido! Señor, me atrevo a pedirte que mis titubeos y mis errores sirvan a tu designio. «Dios escribe recto en líneas torcidas.» ¡Afortunadamente! (Noel Quesson).

La historia de Abran tiene su tempo, nos presenta dramáticamente la demora angustiosa, e incluso el aparente fracaso, de la promesa divina que preveía una descendencia para la esterilidad de Sara. Dios mismo, según las ideas del tiempo, la había privado de hijos. En estas circunstancias tan penosas, mucho más en el contexto de entonces, la única salida, considerada en aquel tiempo como válida, era la que escogió Sara para no dejar a Abrahán sin primogenitura. La esclava egipcia Agar se convertiría en la concubina de su marido, y el hijo que naciera de esta unión sería considerado como hijo de ella misma, recibiéndolo ella simbólicamente "sobre sus rodillas" (cf. Gn 30,3.9) cuando naciera. Sin embargo, las soluciones humanas no hacen con frecuencia sino agravar los problemas: Agar, viendo que había concebido, miraba con desprecio a su señora. Esta, ofendida, recurrió al arbitraje de su marido. El código de Hammurabi establecía que una criada que pretendiese equipararse a su dueña fuese degradada a la categoría de esclava. Abrahán optó por entregar a Agar en manos de su esposa. Huyendo de la ira desbordada de Sara y dirigiéndose hacia el sur, hacia su Egipto natal, Agar tuvo en el desierto, junto a un pozo, la visión del ángel de Yahvé (una forma de aparición de Yahvé mismo), que la exhortó al retorno y a la docilidad (el v 9, más reciente, compagina este capítulo con 21,8s). Además, le promete una descendencia numerosa y le anuncia el nacimiento del hijo que lleva en sus entrañas y el nombre que le ha de poner, que expresará la peculiaridad del hombre del desierto, libre y rudo, amigo de contiendas y discordias, que le acredita como el beduino por excelencia.

Los mejores significados de El-Roi son, seguramente, «El (=Dios) de la visión» o «El me ve». En cualquier caso, la teofanía justifica la fundación de un santuario de este nombre (el lugar es imposible de localizar). La conclusión (15-16), así como el v 3, pertenecen a la tradición sacerdotal… todo nos habla de que hemos de dejarnos guiar por Dios, providente y fiel, que se cuida de todos y no desampara a nadie (J. Mas Anto).

2. Este largo salmo fue compuesto, con la mayor probabilidad, después del regreso de la cautividad de Babilonia. Como el 78, nos ofrece una vista retrospectiva de lo que Dios hizo con Abraham y sus descendientes hasta el tiempo en que los israelitas tomaron posesión de la Tierra Prometida. En el prefacio que hoy leemos, hay una invitación a glorificar el nombre de Dios, a darle gracias (v. 1), como a quien siempre ha sido nuestro munificentísimo bienhechor. Hemos de invocar su nombre (v. 1), pues de Él dependemos para recibir todo favor. Orar por nuevos favores es reconocer los favores ya recibidos. Demos a conocer sus obras (v. 1b), para que otros se unan a nosotros en las divinas alabanzas. Pregonemos todas sus obras maravillosas (v. 2), como hablamos de las cosas que nos llenan de gozoso asombro. Deberíamos hablar de ellas estando en casa y andando por el camino (Dt. 6,7). Cantemos salmos (v. 2) en honor de Dios, como gozándonos en Él y deseando dar testimonio de ese gozo y transmitirlo a la posteridad, como pasaban de mano en mano antiguamente, en poemas y romances, los hechos memorables, cuando escaseaban los escritos. Gloriémonos en su santo nombre (v. 3), no en nuestras propias realizaciones, sino en el que obra en nosotros y por nosotros. Busquémosle (v. 4); pongamos en Él nuestra felicidad, busquemos su poder, es decir, su gracia, la fuerza de su Espíritu para obrar en nosotros lo que es bueno, agradable y perfecto (Rm 12,1), lo cual no podemos hacer nosotros por nuestras propias fuerzas, sino por la fuerza derivada de Él; busquemos su rostro mientras estamos en este mundo, y lo conseguiremos cuando vivamos en el otro mundo (Ap 22,4), y aun entonces lo buscaremos en progresión infinita y eternamente satisfechos. «Alégrese el corazón de los que buscan a Yahweh (v. 3b), pues saben que han hecho bien, ya que no se le busca en vano. Y, si tienen motivo para alegrarse los que le buscan ¡cuánto más lo que le hallan! Consideremos lo que ha hecho, las maravillas de su Providencia a favor nuestro (v. 5) y de los que nos han precedido —de los portentos a favor de su pueblo (las plagas de Egipto) y de los juicios ejecutados contra los egipcios (Ex 6,6; 7,4; cf adorador.com).

3.- Mt 7, 21-29 (cf domingo 9º, ciclo A). "No todo el que me dice: Señor, Señor...". Al acercarse a la conclusión del discurso, Mateo desarrolla una oposición a los diversos niveles. Hay quien habla continuamente de Dios ("Señor, Señor"), y luego se olvida de hacer su voluntad. Hay quien se hace la ilusión de trabajar por el Señor ("hemos profetizado en tu nombre, hemos arrojado los demonios, hemos hecho milagros"); pero luego, el día de las cuentas (el día de la verdad), verá que no lo ha conocido ("nunca os conocí; apartaos de mí"). Con estas palabras denuncia Jesús una disociación frecuente y muy perniciosa. El sabe que en el hombre frecuentemente hay como dos almas: una, que escucha, reflexiona, discute y programa; otra, que olvida obrar, aplicar los programas, satisfecha con la alegría de la escucha y la discusión. Una vida cristiana fundada en esta disociación es del todo inconsecuente. Es como una casa construida sin cimientos. Se construye de prisa, pero está destinada a hundirse. Es muy probable que Mateo polemice con ciertos carismáticos presuntuosos; gente que tenía siempre en los labios el nombre de Cristo, pero que luego no resolvía nada. Existe el peligro de una oración ("Señor, Señor") que no se traduzca en vida y en compromiso ("la voluntad de Dios"). Existe el riesgo de una escucha de la palabra que no se convierte en nada práctico y operante. Existe el riesgo de ciertos momentos comunitarios que se cierran en sí mismos. Mateo ciertamente no condena la oración, ni la escucha de la palabra, ni el momento comunitario. Más aún, sabe muy bien que la oración, la escucha de la palabra y el encuentro comunitario son la raíz de la praxis cristiana. Pero la raíz debe justamente germinar. Porque permanece en pie que lo esencial de la vida cristiana no es decir, ni tampoco confesar a Cristo de palabra, sino practicar el amor concreto a los pobres, a los extraños y a los oprimidos. Acuden a la mente las palabras de la escena grandiosa del juicio: "Venid, tomad posesión del reino, porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui peregrino y me acogisteis" (25,34ss). Más aquí no podemos evitar una pregunta: ¿Por qué a veces la oración se cierra en sí misma, la escucha de la palabra no se traduce en vida y el encuentro con los hermanos no se abre al mundo? Pienso que la respuesta está implícitamente contenida en una advertencia que el evangelista ha subrayado ya: "Nadie puede servir a dos señores". Ahora bien, la disociación que estamos describiendo es justamente el intento desesperado de servir a dos señores: servir a Dios con la oración, con la escucha de la palabra, con el contacto con los hermanos, y, luego, servir al mundo y a nosotros mismos con las opciones concretas y cotidianas de la vida (la profesión, la política, y así sucesivamente). La raíz de la disociación me parece que es el intento de salvar la obediencia a Dios y, a la vez, de sustraerse a la exigencia de conversión que lleva consigo. Es siempre, desde luego, una falta de fe. Al no sentirnos seguros a la sombra de la palabra de Dios (palabra que, no obstante, escuchamos y en la que nos complacemos), seguimos buscando la seguridad propia en nosotros mismos. A Dios la oración y la meditación; a nuestros intereses el resto de la vida. Es un intento verdaderamente insensato de servir a dos señores. Sigue entonces siendo cierto, como nos lo ha sugerido reiteradamente el evangelista, que es de la vida cotidiana de donde se deduce si tenemos o no un solo señor; que por la vida cotidiana se entiende quién es de veras nuestro Señor.

La parábola, que se desarrolla en dos cuadros antitéticos (la casa construida sobre la roca y la casa construida sobre arena), no cierra simplemente las últimas palabras de Jesús (a saber, su advertencia sobre la necesidad de un compromiso concreto y de hecho), sino que quiere ser más bien el broche de todo el discurso. La parábola es de neto color palestinense. Las casas de los aldeanos eran las más de las veces muy frágiles: casas pequeñas edificadas a la buena con piedra, madera y barro en terreno arcilloso. Algunos, sin embargo, más prudentes o más ricos, edificaban sobre roca. Ahora bien, más importante que el color palestinense es el fondo bíblico; la parábola, efectivamente, es rica en sugerencias veterotestamentarias. La roca que da estabilidad es Yahvé, la palabra de Dios, la ley, la fe, el Mesías. Y la tempestad -obsérvese que la descripción de Mateo asume tonos que van más allá de una lluvia normal palestinense- es con frecuencia imagen del juicio de Dios. Leída a la luz de estas sugerencias, la parábola viene a indicarnos las condiciones necesarias para que la vida cristiana, descrita en el discurso, pueda ser finalmente una edificación sólida; no un deseo veleidoso, sino algo que no se hunda. Las condiciones son dos. Primera: la necesidad de apoyarse en Cristo (la roca), el único capaz de hacer inquebrantable la fe del discípulo, de librarla de la fragilidad. El proyecto cristiano no puede contar con nuestras fuerzas, sino únicamente con el amor de Dios. En la fuerza de Dios es donde el hombre encuentra su consistencia.

Segunda: la necesidad de un compromiso concreto, de un esfuerzo continuo para pasar de las palabras a los hechos. No existe verdadera fe sin empeño moral. La oración y la acción, la escucha y la práctica, son igualmente importantes. Hay gente que escucha la palabra de Dios distraídamente; gente que escucha atentamente, pero luego no se decide a practicarla; y gente que escucha y se entusiasma, pero no tiene constancia. Pues bien, las cosas indispensables son tres: escucha atenta, práctica y perseverancia. El evangelista termina el discurso observando que la muchedumbre se llenaba de estupor ante las palabras de Jesús, porque enseñaba "con autoridad". Dicho de otro modo, las palabras de Cristo tienen la fuerza de una llamada personal, que envuelve, a la cual no es posible sustraerse. Palabras que tienen en sí mismas su claridad y su verdad; palabras que se imponen. En definitiva, palabras autoritarias por venir de Dios, y que, como tales, exigen plena disponibilidad (Bruno Maggioni).

Leemos hoy las últimas recomendaciones del sermón de la montaña. Si ayer se nos decía que un árbol tiene que dar buenos frutos, y si no, es mejor talarlo y echarlo al fuego, hoy se aplica la misma consigna a nuestra vida: «no todo el que me dice, Señor, Señor, entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre». No se trata de decir palabras piadosas, sino de cumplir lo que esas palabras prometen. No debe haber divorcio entre las palabras y los hechos. A continuación, y como final de todo el discurso, Jesús propone una comparación relacionada con la misma idea: el edificio que se construye sobre roca o sobre arena. Es una imagen muy plástica: si la casa está edificada sobre roca, resistirá las inclemencias. Si sobre arena, pronto se derrumbará. Nosotros escuchamos muchas veces las palabras de Jesús. Pero no basta. Si además intentamos ponerlas por obra en nuestra vida, entonces sí construimos sólidamente el edificio de nuestra persona o de la comunidad. Si nos contentamos sólo con escucharlas y, luego, a lo largo del día, no nos acordamos más de ellas y seguimos otros criterios, estamos edificando sobre arena. Jesús nos avisa que, si no se dan estos frutos prácticos, no nos valdrá recurrir a que hemos dicho cosas bonitas, o rezado, o profetizado en su nombre, o incluso expulsado demonios. Nosotros mismos, construyendo el futuro en falso, nos estamos abriendo nuestra propia tumba. A la corta o a la larga, vamos a la ruina. Uno, en la juventud, es libre de edificar su vida como quiera: pero si descuida su salud, o los valores humanos, o la preparación cultural y profesional, o se deja llevar de costumbres y vicios que, al principio, no parecen peligrosos, él mismo está condicionando su futuro. ¿Sobre qué estoy edificando yo mi vida: sobre roca, sobre arena? ¿sobre qué construyo mis amistades, o mi vida de familia, o mi apostolado: sobre engaños y falsedades? ¿y me extrañaré de que los derrumbamientos que veo en otras personas o en otras instituciones me puedan pasar también a mi? (J. Aldazábal).

Lluciá Pou Sabaté

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