sábado, 25 de junio de 2011

San Juan 6,51-59: Quien recibe el Cuerpo de Cristo vive en Cristo vida divina, y en comunión con los demás hombres como hermanos


San Juan 6,51-59:
Quien recibe el Cuerpo de Cristo vive en Cristo vida divina, y en comunión con los demás hombres como hermanos

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté

Lectura del libro del Deuteronomio 8,2-3. 14b-16ª:

Habló Moisés al pueblo y dijo: -Recuerda el camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer estos cuarenta años por el desierto, para afligirte, para ponerte a prueba y conocer tus intenciones: si guardas sus preceptos o no. El te afligió haciéndote pasar hambre y después te alimentó con el maná -que tú no conocías ni conocieron tus padres- para enseñarte que no sólo de pan vive el hombre, sino de todo cuanto sale de la boca de Dios. No sea que te olvides del Señor tu Dios, que te sacó de Egipto, de la esclavitud, que te hizo recorrer aquel desierto inmenso y terrible, con dragones y alacranes, un sequedal sin una gota de agua; que sacó agua para ti de una roca de pedernal; que te alimentó en el desierto con un maná que no conocían tus padres.

SALMO RESPONSORIAL 147,12-13. 14-15. 19-20

(comienza el texto original hebreo por el versículo 12, porque los salmos 146 y 147 de la Vulgata se encuentran ahí unificados): R/. Glorifica al Señor, Jerusalén [o Aleluya].

Glorifica al Señor, Jerusalén; / alaba a tu Dios, Sión, / que ha reforzado los cerrojos de tus puertas / y ha bendecido a tus hijos dentro de ti.

Ha puesto paz en tus fronteras, / te sacia con flor de harina; / él envía su mensaje a la tierra / y su palabra corre veloz.

Anuncia su palabra a Jacob; / sus decretos y mandatos a Israel; / con ninguna nación obró así / ni les dio a conocer sus mandatos.

Lectura de la primera carta del Apóstol San Pablo a los Corintios 10,16-17:

Hermanos: El cáliz de nuestra Acción de Gracias, ¿no nos une a todos en la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no nos une a todos en el cuerpo de Cristo?El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan.

Lectura del santo Evangelio según San Juan 6,51-59 (cf. también el Domingo 20 del ciclo B):

En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: -Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo. Disputaban entonces los judíos entre sí: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? Entonces Jesús les dijo: -Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo el que me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre.

Comentario:

1. La lección del desierto es ésta: que Israel vive de la palabra de Dios. En la abundancia y en la escasez, lo que hace sobrevivir al pueblo es siempre la obediencia al Señor: “no sólo de pan vive el hombre, sino de lo que sale de la boca del Señor”, como recordará Jesús al rechazar la primera tentación de Satanás en el desierto (cf. Mt 4,4).

Cuando el autor escribe estas palabras -que él atribuye a Moisés- el pueblo de Israel vive ya tranquilamente en la tierra que le había sido prometida, una tierra que mana leche y miel. Pero la fertilidad de la tierra y la tierra misma se pueden perder. La única posibilidad de supervivencia sigue siendo para Israel la confianza en Dios y en el acatamiento de su voluntad. Desde la nueva situación de prosperidad y de abundancia relativa, el desierto es para Israel una realidad terrible, felizmente lejana, es señal de muerte -el desierto es lugar habitado por animales feroces (vv. 3.15)-, pero también preparación, espera para fomentar en el pueblo la necesidad y esperanza de Dios. En la humillación y aflicción (vv. 2.3) el pueblo sufre penalidades: hambre, sed. La etapa es muy larga: cuarenta años (vs 2.4; cf Am 5, 25; Os 2, 14ss). Pero Dios no tiene ansia de humillar por mero capricho; así el desierto es también época de a) prueba (vs. 2. 16b): Dios es un buen pedagogo (vs. 3, 5) que humilla al hombre para ponerlo a prueba, en situación crítica, para descubrir sus intenciones, sus verdaderos sentimientos. En la prueba, Israel también aprenderá su total dependencia de Dios; b) consuelo: el hombre depende de Dios; el Señor calma su sed con agua (v. 15) y el hambre con el maná (vs. 3.16), pero el hombre no sólo vive de pan sino de todo cuanto sale de la boca de Dios. El autor no desarrolla tanto el carácter milagroso del alimento (cf Ex. 16; Sal 78, 24 s) cuanto la actitud de Israel ante este gesto de Dios. Según la teología del Deuteronomio, la palabra de Dios es vida para Israel (Dt 30,15 ss.; 32,47). Aceptar el maná es preferir la aventura de la fe a las seguridades humanas, es confiar en la palabra de Dios. Y nosotros, ¿qué preferimos? Es cierto que pasamos por etapas de “crisis económicas”, pero, en general, nuestra abundancia de bienes supera con creces la del pueblo de Israel. La tentación del bienestar: vídeo, informática, chalets, vacaciones... es diaria (1 Cor 10). ¿Cuál es nuestro maná? Nuestro peligro será siempre el engreimiento y la autosuficiencia (A. Gil / Biblia de Navarra). La “tierra prometida” a la que Israel ha llegado expresa la bondad de Dios para Israel: el descanso, la paz, la felicidad… pero si un día Israel se gloria de que esto es mérito propio, si prescinde de Dios, la nueva situación es mucho más peligrosa en cuanto favorece el sentimiento de autosuficiencia y lleva al olvido del Señor, que sacó al pueblo de la esclavitud y le dio de comer y beber en el desierto. El predicador ve este peligro y avisa la conciencia del pueblo con el recuerdo de sus orígenes.

2. “Te sacia con flor de trigo”… La Iglesia es la nueva Jerusalén a quien Cristo exhorta a alabar al Padre por los bienes espirituales que le concede, entre los cuales el supremo es la Santísima Eucaristía. San Agustín, glosando la generosidad de Dios, decía: “Plus dare nescivit, plus dare non potuit, plus dare non habuit”: No supo dar más, no pudo dar más, no tuvo más que dar. Por medio de Ella, el Señor nos comunica una vida nueva para nuestra prosperidad espiritual y recibimos, a la vez, el sacramento de la unidad y la caridad fraterna. Gregorio de Nisa nos dice: "El hombre, paralizado por el frío del paganismo y penetrado por el calor del Espíritu Santo, se funde bajo los rayos del Verbo para transfigurarse en fuente que salta hasta la vida eterna" (cf Jn 4,14). La Iglesia nos propone este salmo en la "Fiesta del Corpus Christi", la Fiesta del "Cuerpo y Sangre" del Señor. Este "pan de trigo que nos sacia" no puede menos de hacernos pensar en este "pan de vida" del que Jesús habló con frecuencia (Juan 6).

Hubo una época en la Iglesia en que aparentemente se despreciaron los goces sencillos de esta tierra. Una predicación "espiritualista", desencarnada, hizo sospechosos estos goces humanos. La religión de Israel era más realista y daba gracias a Dios por abundaban las cosas buenas y la paz reinaba en las fronteras. ¿Por qué no volver a los mismos temas para agradecer a Dios de todo lo bueno que hay en nuestras vidas cotidianas? Gracias, Señor, por la casa que me protege... Gracias, Señor, por la comida y el alimento que no falta... Gracias, Señor, por la libertad y la paz que tenemos... Pero de inmediato otra oración aflora en nuestros labios: danos, Señor, la seguridad en estos tiempos de violencia... Sacia, Señor, a los hambrientos... Da, Señor, la paz a los pueblos que están en guerra, a los perseguidos, a los desdichados. ¿Por qué contentarnos con dichas materiales? Israel, admirable una vez más por su equilibrio, agradece a Dios, en el mismo salmo, por sus logros y por el don de la Alianza. "Gracias, Señor, por habernos revelado tu Palabra, por habernos dado tu Ley. ¡No hizo tal con pueblo alguno! Ningún otro conoció sus voluntades". He ahí una alegría plena, desconocida para los que tienen lleno el vientre y realizan prósperos negocios. Hacer la voluntad de Dios: íntima satisfacción que cualquier hombre, aun el más pobre, puede disfrutar. Los hombres ahítos nunca sabrán las alegrías de que se privan, cerrándose a las perspectivas de lo invisible. El hombre no vive solamente de pan. La promoción del hombre no es asunto de aumento de salario o de poder de compra, sino también de mayor participación en la "cultura", en el "arte"... Y también la posibilidad de oración y relación con Dios. "El aspecto más sublime de la dignidad humana, es esta vocación del hombre para entrar en comunión con Dios" (Gaudium et spes, 19). El hombre tiene hambre de Dios. Cuando el hombre se hace las preguntas más radicales, las fundamentales, sólo las puede resolver en Dios. ¿Qué es el hombre? ¿Qué significan el sufrimiento, el mal, la muerte, que subsisten a pesar de tantos progresos? ¿De qué sirven estas victorias pagadas a tan alto precio? ¿Qué sucederá después de esta vida? ¿Por qué el hombre es ilimitado en sus deseos, conociendo muy bien sus límites? A todas estas preguntas, no hay respuesta en el sistema cerrado sobre el hombre. Pero, ¿por qué el hombre se encierra en sí mismo? En ciertos momentos, especialmente en los grandes acontecimientos de la vida, nadie puede evitar este género de interrogantes. Solamente Dios los puede responder plenamente. "¡Glorifica al Señor, Jerusalén! ¡Alaba a tu Dios, oh Sión! ¡Qué alegría es la tuya, comparada con aquellos que la ignoran!" (Noel Quesson).

Tu poder está escondido, Señor, en los tiernos copos que se posan suaves sobre los árboles y la tierra. No hay ningún ruido, ni presión, ni violencia; y, sin embargo, todo cede ante la mano invisible del maestro pintor. Imagen de tu acción, Señor, suave y poderosa cuando se encarga del corazón del hombre. Tu poder es universal, Señor. Nada en toda la tierra se escapa a tu influencia. Todo el paisaje es blanco. Llegas a las altas montañas y a los valles escondidos; cubres las ciudades cerradas y los campos abiertos. Te presentas ante el sabio y ante el ignorante; amas al santo y al pecador. Tu gracia lo cubre todo. Tu llegada es inesperada, Señor. Me despierto una mañana, me asomo a la ventana y veo que la tierra se ha vuelto blanca de repente, sin que sospechara nada la noche. Tú sabes los tiempos y las horas, tú gobiernas las mareas y las estaciones. Tú haces descender en el momento exacto la bendición refrescante de tu gracia sobre las pasiones de mi corazón. Apaga el fuego, Señor, antes de que me queme. Señor del sol y las estrellas, Señor de la lluvia y la tormenta, Señor del hielo y la nieve, Señor de la naturaleza que es tu creación y mi casa: me regocijo al verte actuar sobre la tierra y recibo con alegría a los mensajeros atmosféricos que me llegan desde el cielo para confirmarme tu ayuda y recordarme tu amor. ¡Señor de las cuatro estaciones! Te adoro en el templo de la naturaleza (Carlos G. Vallés).

Decía Juan Pablo II: “A menudo se entona el salmo 147 refiriéndolo a la palabra de Dios, que "corre veloz" sobre la faz de la tierra, pero también a la Eucaristía, verdadera "flor de harina" otorgada por Dios para "saciar" el hambre del hombre (cf. vv. 14-15). Orígenes, en una de sus homilías, traducidas y difundidas en Occidente por san Jerónimo, comentando este salmo, relacionaba precisamente la palabra de Dios y la Eucaristía: "Leemos las sagradas Escrituras. Pienso que el evangelio es el cuerpo de Cristo; pienso que las sagradas Escrituras son su enseñanza. Y cuando dice: el que no coma mi carne y no beba mi sangre (Jn 6, 53), aunque estas palabras se puedan entender como referidas también al Misterio (eucarístico), sin embargo, el cuerpo de Cristo y su sangre es verdaderamente la palabra de la Escritura, es la enseñanza de Dios. Cuando acudimos al Misterio (eucarístico), si se nos cae una partícula, nos sentimos perdidos. Y cuando escuchamos la palabra de Dios, y se derrama en nuestros oídos la palabra de Dios, la carne de Cristo y su sangre, y nosotros pensamos en otra cosa, ¿no caemos en un gran peligro?"

Los estudiosos ponen de relieve que este salmo está vinculado al anterior, constituyendo una única composición, como sucede precisamente en el original hebreo. En efecto, se trata de un único cántico, coherente, en honor de la creación y de la redención realizadas por el Señor. Comienza con una alegre invitación a la alabanza: "Alabad al Señor, que la música es buena; nuestro Dios merece una alabanza armoniosa" (Sal 146, 1). Si fijamos nuestra atención en el pasaje que acabamos de escuchar, podemos descubrir tres momentos de alabanza, introducidos por una invitación dirigida a la ciudad santa, Jerusalén, para que glorifique y alabe a su Señor (cf. Sal 147, 12).

En el primer momento (cf. vv. 13-14) entra en escena la acción histórica de Dios. Se describe mediante una serie de símbolos que representan la obra de protección y ayuda realizada por el Señor con respecto a la ciudad de Sión y a sus hijos. Ante todo se hace referencia a los "cerrojos" que refuerzan y hacen inviolables las puertas de Jerusalén. Tal vez el salmista se refiere a Nehemías, que fortificó la ciudad santa, reconstruida después de la experiencia amarga del destierro en Babilonia (cf. Ne 3, 3. 6. 13-15; 4, 1-9; 6, 15-16; 12, 27-43). La puerta, por lo demás, es un signo para indicar toda la ciudad con su solidez y tranquilidad. En su interior, representado como un seno seguro, los hijos de Sión, o sea los ciudadanos, gozan de paz y serenidad, envueltos en el manto protector de la bendición divina. La imagen de la ciudad alegre y tranquila queda destacada por el don altísimo y precioso de la paz, que hace seguros sus confines. Pero precisamente porque para la Biblia la paz (shalôm) no es un concepto negativo, es decir, la ausencia de guerra, sino un dato positivo de bienestar y prosperidad, el salmista introduce la saciedad con la "flor de harina", o sea, con el trigo excelente, con las espigas colmadas de granos. Así pues, el Señor ha reforzado las defensas de Jerusalén (cf. Sal 87, 2); ha derramado sobre ella su bendición (cf. Sal 128, 5; 134, 3), extendiéndola a todo el país; ha dado la paz (cf. Sal 122, 6-8); y ha saciado a sus hijos (cf. Sal 132, 15).

En la segunda parte del salmo (cf. Sal 147, 15-18), Dios se presenta sobre todo como creador. En efecto, dos veces se vincula la obra creadora a la Palabra que había dado inicio al ser: "Dijo Dios: "haya luz", y hubo luz. (...) Envía su palabra a la tierra. (...) Envía su palabra" (cf. Gn 1, 3; Sal 147, 15. 18). Con la Palabradivina irrumpen y se abren dos estaciones fundamentales. Por un lado, la orden del Señor hace que descienda sobre la tierra el invierno, representado de forma pintoresca por la nieve blanca como lana, por la escarcha como ceniza, por el granizo comparado a migas de pan y por el frío que congela las aguas (cf. vv. 16-17). Por otro, una segunda orden divina hace soplar el viento caliente que trae el verano y derrite el hielo: así, las aguas de lluvia y de los torrentes pueden correr libres para regar la tierra y fecundarla. En efecto, la Palabra de Dios está en el origen del frío y del calor, del ciclo de las estaciones y del fluir de la vida en la naturaleza. La humanidad es invitada a reconocer al Creador y a darle gracias por el don fundamental del universo, que la rodea, le permite respirar, la alimenta y la sostiene.

Entonces se pasa al tercer momento, el último, de nuestro himno de alabanza (cf. vv. 19-20). Se vuelve al Señor de la historia, del que se había partido. La Palabra divina trae a Israel un don aún más elevado y valioso, el de la Ley, la Revelación. Se trata de un don específico: "Con ninguna nación obró así ni les dio a conocer sus mandatos" (v. 20). Por consiguiente, la Biblia es el tesoro del pueblo elegido, al que debe acudir con amor y adhesión fiel. Es lo que dice Moisés a los judíos en el Deuteronomio: "¿Cuál es la gran nación cuyos preceptos y normas sean tan justos como toda esta Ley que yo os expongo hoy?" (Dt 4, 8). Del mismo modo que hay dos acciones gloriosas de Dios, la creación y la historia, así existen dos revelaciones: una inscrita en la naturaleza misma y abierta a todos; y la otra dada al pueblo elegido, que la deberá testimoniar y comunicar a la humanidad entera, y que se halla contenida en la sagrada Escritura. Aunque son dos revelaciones distintas, Dios es único, como es única su Palabra. Todo ha sido hecho por medio de la Palabra -dirá el Prólogo del evangelio de san Juan- y sin ella no se ha hecho nada de cuanto existe. Sin embargo, la Palabra también se hizo "carne", es decir, entró en la historia y puso su morada entre nosotros (cf. Jn 1, 3. 14)”.

3. San Pablo destaca la exigencia de unidad que brota de la Eucaristía. Todos los que comulgan del cuerpo y la sangre de Cristo se hacen con él un solo cuerpo, comunión, como han subrayado los Padres: “¿Qué es en realidad el pan? El Cuerpo de Cristo. ¿Qué se hacen los que comulgan? Cuerpo de Cristo” (S. Juan Crisóstomo). “En este divino sacrificio, que en la Misa se realiza, se contiene e incruentamente se inmola aquel mismo Cristo que una sola vez se ofreció Él mismo cruentamente en el altar de la cruz [Hebr. 9,27]; enseña el santo Concilio que este sacrificio es verdaderamente propiciatorio [Can. 3], y que por él sé cumple que, si con corazón verdadero y recta fe, con temor y reverencia, contritos y penitentes nos acercamos a Dios, conseguimos misericordia y hallamos gracia en el auxilio oportuno [Hebr. 4, 16]. Pues aplacado el Señor por la oblación de este sacrificio, concediendo la gracia y el don de la penitencia, perdona los crímenes y pecados, por grandes que sean. Una sola y la misma es, en efecto, la víctima, y el que ahora se ofrece por el ministerio de los sacerdotes, es el mismo que entonces se ofreció a sí mismo en la cruz, siendo sólo distinta la manera de ofrecerse” (Concilio de Trento).

Me gustaría que, al considerar todo eso, tomáramos conciencia de nuestra misión de cristianos, volviéramos los ojos hacia la Sagrada Eucaristía, hacia Jesús que, presente entre nosotros, nos ha constituido como miembros suyos: vos estis corpus Christi et membra de membro (1 Cor 12, 27), vosotros sois el cuerpo de Cristo y miembros unidos a otros miembros. Nuestro Dios ha decidido permanecer en el Sagrario para alimentarnos, para fortalecernos, para divinizarnos, para dar eficacia a nuestra tarea y a nuestro esfuerzo. Jesús es simultáneamente el sembrador, la semilla y el fruto de la siembra: el Pan de vida eterna. Este milagro, continuamente renovado, de la Sagrada Eucaristía, tiene todas las características de la manera de actuar de Jesús. Perfecto Dios y perfecto hombre, Señor de cielos y tierra, se nos ofrece como sustento, del modo más natural y ordinario. Así espera nuestro amor, desde hace casi dos mil años. Es mucho tiempo y no es mucho tiempo: porque, cuando hay amor, los días vuelan.

Viene a mi memoria una encantadora poesía gallega, una de esas Cantigas de Alfonso X el Sabio. La leyenda de un monje que, en su simplicidad, suplicó a Santa María poder contemplar el cielo, aunque fuera por un instante. La Virgen acogió su deseo, y el buen monje fue trasladado al paraíso. Cuando regresó, no reconocía a ninguno de los moradores del monasterio: su oración, que a él le había parecido brevísima, había durado tres siglos. Tres siglos no son nada, para un corazón amante. Así me explico yo esos dos mil años de espera del Señor en la Eucaristía. Es la espera de Dios, que ama a los hombres, que nos busca, que nos quiere tal como somos —limitados, egoístas, inconstantes—, pero con la capacidad de descubrir su infinito cariño y de entregarnos a El enteramente. Por amor y para enseñarnos a amar, vino Jesús a la tierra y se quedó entre nosotros en la Eucaristía. Como hubiese amado a los suyos que vivían en el mundo, los amó hasta el fin (Jn 13, 1); con esas palabras comienza San Juan la narración de lo que sucedió aquella víspera de la Pascua, en la que Jesús —nos lo refiere San Pablo— tomó el pan, y dando gracias, lo partió y dijo: tomad y comed; éste es mi cuerpo, que por vosotros será entregado; haced esto en memoria mía. Y de la misma manera el cáliz, después de haber cenado, diciendo: este cáliz es el nuevo testamento de mi sangre; haced esto cuantas veces lo bebiereis, en memoria mía (1 Cor 11, 23-25)” (Josemaría Escrivá).

La unidad de alimento produce también unidad entre los miembros de la comunidad, que lo asimila. Pablo habla del pan partido (que pronto significó la Eucaristía) como comunión con el cuerpo de Cristo, estableciendo un paralelismo evidente entre cáliz y pan, sangre y cuerpo. Pero enseguida hace un giro sorprendente: ya no habla del cuerpo de Cristo sino de la comunidad. De hecho, continúa hablando del cuerpo de Cristo, como hará evidente en el capítulo 12 de la carta. Participar del mismo pan implica formar parte del mismo cuerpo, del único cuerpo de Cristo. ¿Hay que recordar que nos hallamos ante una carta dirigida a una comunidad marcada por las divisiones? De ello deriva la exigencia de unidad entre los miembros de la comunidad cristiana. La consecuencia que fluye también es la de compartir los bienes espirituales y materiales en una verdadera caridad fraterna. Las diferencias que humillan a unos hermanos, al lado de los demás, contradicen el amor a Cristo y la unidad entre los miembros de la comunidad. Por eso hoy es día de verdadera revisión comunitaria frente al mandato de la caridad, que dimana de la Eucaristía (R. González/Josep M. Grané/Biblia de Navarra).

Se presenta, pues, uno de los efectos de la Eucaristía. Pero no efecto mágico, sino más bien expresión de algo que ya debe existir en el interior de quienes participan en ella. Lo cual no implica uniformidad, sino unión en la profunda confesión de Cristo y de Dios. También la Eucaristía lleva a cabo la unidad cuando no se da, porque interpela a quienes la celebran y une con Cristo, Señor de todos. Pero aquí, como en los demás sacramentos, ha de evitarse toda concepción automática de sus efectos. Opus operatum y opus operantis, en la formulación clásica. Pero siempre de modo humano. Las aplicaciones hoy día, con tanto peligro de ritualismo vacío, son bastante claras. Unión real y profunda expresada y realizada en la comunión del Cuerpo y Sangre del Señor (Federico Pastor).

“«El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1Co 10,16-17). Para s. Agustín, estos versículos constituían uno de los centros de su teología; sus homilías de la noche de Pascua son una exégesis de estas palabras. Comiendo del mismo pan nos transformamos en aquello que comemos. Este pan -dice el Santo en las Confesiones- es el alimento de los fuertes. Los alimentos normales son menos fuertes que el hombre, y, en último término, su finalidad es ésta: ser asimilados por el organismo de quien los come. Pero este alimento es superior al hombre, es más fuerte que él; por ello, su finalidad es diametralmente distinta: el hombre es asimilado por Cristo, se hace pan como él: «Unus panis, unum corpus sumus multi». La consecuencia es evidente: la Eucaristía no es un diálogo entre dos solamente; no es un encuentro privado entre Cristo y yo: la comunión eucarística es una transformación total de mi vida. Esta comunión dilata el yo del hombre y crea un nuevo «nosotros». La comunión con Cristo es también y necesariamente comunicación con todos los «suyos»; así, yo me convierto en parte de este pan nuevo que El crea en la transustanciación de los seres terrenos” (Joseph Ratzinger).

4. El cuerpo de Cristo es, en primer lugar, la carne y la sangre que él da "para la vida del mundo", es decir, toda su existencia concreta: su cuerpo muerto para destruir la muerte y su cuerpo resucitado para manifestar la resurrección. En segundo lugar, cuerpo de Cristo significa el "pan que partimos", el "pan de vida": "El que come de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo le daré es mi carne para la vida del mundo" (Jn 6,52). Por último, cuerpo de Cristo significa la Iglesia, el pueblo que Dios reúne en Jesucristo, el descendiente de Abrahán y el heredero de las promesas. Por nuestra incorporación a Cristo, significada y realizada en la recepción de su cuerpo eucarístico, todos somos en él herederos de las promesas y constituimos el verdadero Pueblo de Dios (Ga 3,16.28-29) Todos somos cuerpo de Cristo, pues todos comemos de un mismo pan que es el cuerpo de Cristo muerto y resucitado; todos somos un mismo Pueblo de Dios, Iglesia, peregrinos en Cristo hacia el Reino de Dios, alimentados por Cristo con su propia carne: "Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre". Sólo en Cristo y por Cristo constituimos un pueblo, un cuerpo, una Iglesia comprometida con Cristo en su muerte y resurrección para dar vida al mundo. Cuando la comunión se entiende sólo como "mi comunión", asunto privado entre Jesús y mi alma, el cuerpo de Cristo que es la Iglesia se desintegra: cada uno come su propio pan, y éste ya no es el "pan que partimos". La comunión sólo es auténtica cuando no se privatiza y se apropia, cuando comulgar con Cristo significa también comulgar con los hermanos, más aún, con todos los hombres: recibimos un cuerpo que se entrega por nosotros y por todos los hombres. El que comulga se compromete con Cristo y con los que son de Cristo, como un solo hombre, en el sacrificio de Cristo, en la salvación del mundo (“Eucaristía” 1972).

Texto. El versículo inicial articula las tres afirmaciones centrales de todo el texto. Primera afirmación: Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Segunda: El que coma de este pan vivirá para siempre. Tercera: el pan que yo voy a dar es mi carne.

a). Yo soy el pan vivo. En razón de los interlocutores esta afirmación corrige un punto de vista que veía en la Ley el alimento bajado del cielo. Los interlocutores son "los judíos", una expresión que en el cuarto evangelio designa habitualmente a las autoridades religiosas judías. Jesús es el pan vivo porque es el enviado del Padre, que es quien posee la vida y se la ha conferido (v. 57). A la vida que procede de Dios se le denomina vida eterna. La expresión atiende más al origen y cualidad de la vida que a la temporalidad.

b). El que coma de este pan vivirá para siempre. Jesús posee la vida de Dios y la transmite a los humanos. El que me coma vivirá gracias a mí. Ahora sí se resalta explícitamente la dimensión de la temporalidad-eternidad. Jesús introduce esta dimensión-realidad, insospechada y desconocida con anterioridad: No es como el pan de vuestros antepasados, que lo comieron y murieron.

c). El pan es mi carne. Se trata de otra formulación de la primera afirmación. La carne y la sangre de Jesús son expresiones para designar a Jesús como ser humano y concreto. La nueva formulación sirve para resaltar el carácter de realidad que tiene la comida. A través de esta comida el ser humano hace suya la vida divina y forma comunidad con Jesús.

Con el texto de hoy decimos adiós al cuarto evangelio por este año litúrgico. Es un adiós que nos deja fascinados. Lo que hoy oímos es absolutamente maravilloso. Jesús, un ser humano concreto, ha hecho posible que los seres humanos concretos participemos de la vida misma de Dios. El realismo del lenguaje quiere estar explícitamente al servicio de la realidad de lo que se afirma. Por eso, comulgar no es un hecho piadoso: es lo más grande que jamás nos pueda acontecer (Alberto Benito).

El término carne designa la realidad humana, con todas sus posibilidades y debilidades. Recordemos que en el prólogo de este evangelio se dice que la Palabrase hizo carne. Observemos que Juan no utiliza el término cuerpo, probablemente porque quiere subrayar la realidad de la encarnación. Carne y sangre expresan la totalidad de la vida. Comer la carne y beber la sangre del Hijo del hombre es participar de la vida divina. Efectivamente, Jesús, enviado del Padre, tiene la vida del Padre; los que comen la carne y beben la sangre de Jesús (su vida) tienen la vida de Jesús, que es la vida del Padre. Por eso la vida recibida es eterna. Más aún, se afirma que sólo se puede tener vida si se participa de la vida de Jesús. La comparación con el maná ayuda a subrayar este sentido. El pan de la Eucaristía da la vida por siempre: es el pan salvífico. También habría que tener en cuenta que, así como la carne nos recuerda la encarnación de Jesús, la sangre nos recuerda su muerte en la cruz. Así, participar de la vida de Jesús comporta asumir a fondo la propia humanidad, como hizo Jesús, y, como él, dar la vida por amor (J. M. Grané).

Hasta aquí Jesús se ha dado a conocer como el pan de vida. En este v. se llama el pan vivo, y en vez de que baja (v. 50) dice que bajó. Pirot anota a este respecto: "La idea general que sigue inmediatamente en la primera parte del v.: Si uno come de este pan vivirá para siempre - repetición en positivo de lo que se dice negativamente en el v. 50 - podría aún, en rigor, significar el resultado de la adhesión a Cristo por la fe. Pero el final del v.: y el pan que Yo daré es mi carne... para vida del mundo introduce manifiestamente una nueva idea. Hasta ahora el pan de vida era dado, en pasado, por el Padre. A partir de ahora, será dado, en el futuro, por el Hijo mismo. Además, el pan que hasta aquí podía ser tomado en un sentido metafórico espiritual, es identificado a la carne en Jesús (carne, como en 1, 14, más fuerte que cuerpo)... La única dificultad que aún provoca el v. es la de saber si el último miembro: para la vida del mundo se refiere al pan o a la carne. La dificultad ha sido resuelta en el primer sentido por algunos raros manuscritos intercalando la frase en cuestión inmediatamente después de daré: el pan que Yo daré para la vida del mundo es mi carne. Pero la masa de los manuscritos se pronuncia por el segundo sentido. No parece, pues, dudoso que Juan haya querido establecer la identidad existente entre el pan eucarístico y la carne de Cristo en su estado de Víctima inmolada por el mundo". El mismo autor cita luego como acertada la explicación del P. Calmes, según el cual en esa frase "se hallan confundidas la predicción de la Pasión y la promesa del pan eucarístico, y esto sin que haya equívoco, pues la Eucaristía es, al mismo tiempo que un sacramento, un verdadero sacrificio, un memorial de la muerte de N. S. J." (cf. Ef. 2,14; Hebr. 10,20).

Por cuarta vez Jesús promete juntamente la vida del alma y la resurrección del cuerpo. Antes hizo esta promesa a los creyentes; ahora la confirma hablando de la comunión eucarística. Peligra, dice S. Jerónimo, quien se apresura a llegar a la mansión deseada sin el pan celestial. La Iglesia prescribe la comunión pascual y recomienda la comunión diaria. ¿Veríamos una carga en este don divino? "La Iglesia griega se ha sentido autorizada por esto para dar la Eucaristía a los niños de primera edad. La Iglesia latina exige la edad de discreción. Puede apoyarse en una razón muy fuerte. Jesús recuerda que el primer movimiento hacia El se hace por la fe (vv. 35, 45, 57)" (Pirot. Cf. 4, 10 ss). El verbo comer que usa el griego desde aquí ya no es el de antes: estío, sino trogo, de un realismo aún más intenso, pues significa literalmente masticar, como dando la idea de una retención (cf. v. 27, Luc. 2, 19 y 51). En el v. 58 contrastan ambos verbos: uno en pretérito: éfagon y otro en presente: trogon.

v. 57. El que me come: aquí y en el v. 58 vuelve a hablar de Él mismo como en el v. 50. Vivirá por Mí: de tal manera que vivamos en Él y Él en nosotros, como lo revela el v. anterior. S. Cirilo de Alejandría compara esta unión con la fusión en una de dos velas de cera bajo la acción del fuego: ya no formarán sino un solo cirio (cf. 1 Cor. 10,17). Nótese que Cristo se complace amorosamente en vivir del Padre, como de limosna, no obstante haber recibido desde la eternidad el tener la vida en Sí mismo (5, 26). Y esto nos lo enseña para movernos a que aceptemos aquel ofrecimiento de vivir de El totalmente, como Él vive del Padre, de modo que no reconozcamos en nosotros otra vida que esta vida plenamente vivida que Él nos ofrece gratuitamente. Es de notar que por el Padre y por Mí pueden también traducirse para el Padre y para Mí. S. Agustín y Sto. Tomás admiten ambos sentidos y el último parece apoyado por el verbo vivirá, en futuro (Lagrange). ¡Vivir para Aquel que muriendo nos dio vida divina, como El vivió para el Padre que engendrándolo se la da a Él! "El que así no vive ¿lo habrá acaso comido espiritualmente?".

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