sábado, 18 de junio de 2011

San Juan 3,16-18: Dios en nosotros, nos muestra su misericordia y ternura y nos enseña que vivir es amar


San Juan 3,16-18:
Dios en nosotros, nos muestra su misericordia y ternura y nos enseña que vivir es amar

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté

Lectura del Libro del Éxodo 34,4b-6. 8-9:

En aquellos días, Moisés subió de madrugada al monte Sinaí, como le había mandado el Señor, llevando en la mano las dos tablas de piedra. El Señor bajó en la nube y se quedó con él allí, y Moisés pronunció el nombre del Señor. El Señor pasó ante él proclamando: Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad. Moisés al momento se inclinó y se echó por tierra. Y le dijo: -Si he obtenido tu favor, que mi Señor vaya con nosotros, aunque ése es un pueblo de cerviz dura; perdona nuestras culpas y pecados y tómanos como heredad tuya.

SALMO RESPONSORIAL:

Dan 3,52-56: R/. A ti gloria y alabanza por los siglos.

Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres; / a ti gloria y alabanza por los siglos. / Bendito tu nombre santo y glorioso; / a él gloria y alabanza por los siglos.

Bendito eres en el templo de tu santa gloria. / Bendito eres sobre el trono de tu reino. / Bendito eres tú, que, sentado sobre querubines, / sondeas los abismos./ Bendito eres en la bóveda del cielo.

Lectura de la segunda carta del Apóstol San Pablo a los Corintios 13,11-13:

Hermanos: Alegraos, trabajad por vuestra perfección, animaos; tened un mismo sentir y vivid en paz. Y el Dios del amor y de la paz estará con vosotros. Saludaos mutuamente con el beso santo. Os saludan todos los fieles. La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con vosotros.

Lectura del santo Evangelio según San Juan 3,16-18:

En aquel tiempo dijo Jesús a Nicodemo: -Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.

Comentario:

De las salutaciones iniciales de la misa está sacada de la segunda lectura de hoy: «La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con vosotros». Este domingo, en el ciclo A, obtiene un tono altamente cálido a través de las lecciones bíblicas. Así, la Trinidad aparece como misterio de vida y de amor, es la gran revelación de la identidad de Dios.

1. -Dios es compasivo y misericordioso… La misericordia de Dios es el «tema» por excelencia de la Biblia. Israel, a lo largo de su historia, tuvo la experiencia privilegiada de la bondad extrema de Dios, pues muchas veces se apartaba de la Alianza y siempre estaba ahí Dios para rehacerla, la misericordia de Dios nunca falló. Dios tiene ternura para con los suyos, y por fidelidad a sus compromisos. Pero, no obligándole ya porque el pueblo había roto el pacto, la fidelidad a sí mismo le aboca al perdón generoso, a rehacer la dignidad de los elegidos. Claro está que éstos deben convertirse; han de ser responsables de una nueva vida. La misericordia de Dios viene destacada también por un amor de madre, según lo del profeta: aunque una madre se olvidara de su pequeño, Dios nunca se olvidará de Israel.

Moisés ha subido al Sinaí y el «Señor bajó en la nube y se quedó con él allí». El santo pronuncia el nombre de Dios. La respuesta es admirable: «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad». El Dios Uno y Trino es de esta manera. Le respondemos agradecidos y con la promesa de realizar siempre su querer: «A ti gloria y alabanza por los siglos» (J. Guiteras).

El pueblo, liberado de Egipto, ha alcanzado su meta: el Sinaí. En el itinerario, la preocupación de Dios por Israel ha sido continua y solícita, pareciéndose a un águila que, bajo sus alas, custodia y defiende a sus polluelos de todo peligro hasta que se valen por sí mismos (Ex 19,4). Amor con amor se paga; y éstos son los propósitos del pueblo al comprometerse a cumplir lo estipulado por la Alianza: "Haremos todo lo que nos manda el Señor" (Ex 24,3.7). Pero sus propósitos son meras palabras; recién concluida la Alianza, Israel desprecia la ley del Señor adorando el becerro de oro (cap. 32). La intercesión de Moisés (cap. 33) hará posible la restauración de la Alianza, el que la historia de la salvación pueda continuar (cap. 34). La actual teofanía se presenta como el cumplimiento divino a la petición, hecha por Moisés, de ver la gloria del Señor (33. 17ss). Dios pasa (v. 6) -ya que el hombre no puede ver su rostro (33. 20)- y da a conocer su nombre: es el Señor "compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel..." (v. 6). Esta fórmula, muy frecuente en el AT (cf. Nm 14. 18: intercesión de Moisés por el pueblo; Sal 86. 15...), revela de forma muy clara cómo el pueblo ha entendido la persona de Dios. Al reflexionar sobre su historia, Israel reconoce que en sus relaciones con el Señor su actitud ha sido la de un pueblo testarudo que continuamente ha adorado y sigue adorando a sus becerros de oro.

Si él continúa siendo la heredad predilecta del Señor no es por méritos propios, sino por la misericordia y el perdón divino, que siempre triunfan. Moisés no ve a Dios, pero siente su presencia gozosa; el pueblo tampoco lo ve con sus ojos; pero tanto el uno como el otro, meditando en su historia, llegan a captar su persona, su modo habitual de actuar. Y nosotros, hombres del siglo XXI, queremos prescindir de esta presencia de Dios en nuestra historia, de esta forma de entender su persona, y nos empeñamos en querer "verle" con los ojos de la razón. En el fondo, ¿quién tendrá razón? (Dabar 1978/31).

Los cinco libros atribuidos a Moisés y que llamamos Pentateuco (="cinco libros") fueron compuestos a partir de tradiciones diversas, que se remontan en muchos casos, a los orígenes del pueblo de Israel. De especial importancia son las conocidas con los nombres de tradición "yavista" y de tradición "elohísta". Ambas se refieren ordinariamente a los mismos hechos, pero de manera distinta. La primera y más antigua designa a Dios con el nombre de Yahvé a partir del relato de la creación, tiene un estilo vivo y lleno de color, y nos ofrece una respuesta a los grandes interrogantes del hombre; la segunda designa a Dios con el nombre de Elohím, su estilo es más sobrio, y su contenido de una moral más exigente, también acentúa más la trascendencia de Dios. La diversidad de tradiciones permite la única explicación plausible a las continuas repeticiones en el texto del Pentateuco. En el capítulo 34 del Ex tenemos la versión yavista de la alianza del Sinaí (Eucaristía 1981).

-Los israelitas habían roto la alianza adorando a un ídolo como salvador del pueblo. Moisés había roto las tablas de piedra. Pero, no obstante, no dejó de interceder al Señor en favor de su pueblo. Su intercesión se hace cada vez mas osada, hasta el extremo de pedir poder ver la gloria del Señor, algo que no puede hacer ningún mortal. No obstante, el Señor le invita a subir otra vez a la montaña, donde rehará la alianza y se le revelará. La montaña es un lugar común de la manifestación de Dios. La nube es símbolo de la presencia divina. Proclamar el nombre es darse a conocer. En este sentido es importante darse cuenta de que el Señor se da a conocer en términos de acción amorosa. Más que una definición de él mismo (imposible de hacer si no se quiere convertir a Dios en un ídolo), el Señor señala cómo actúa: con esta indicación será posible seguir los caminos que conducen a Dios, caminos de compasión, de amor fiel. Ante Dios, la única actitud correcta del hombre es la adoración. Es lo que hace Moisés. Y su adoración se transforma en petición: Moisés, como tantas veces, pide la presencia del Señor en medio de su pueblo a pesar de la infidelidad constante de este pueblo. De hecho, Moisés está diciendo que sin la compasión y el amor fiel es imposible la vida (J. M. Grané).

2. En el Salmo proclamamos un fragmento del himno de los tres jóvenes que se halla en el texto griego de Daniel. Es una letanía que canta la gloria de Dios, este Dios trascendente, pero que se hace presente en la historia de los hombres: es el "Dios de nuestros padres", está presente en "el templo de tu santa gloria", a la vez que se sienta "sobre el trono de tu reino". Fue compuesto hacia el año 164, en plena "persecución" de Antíoco Epífanes, tres años después de la "profanación del Templo", el 7 de diciembre del 167; este libro es la reacción del pueblo judío ante la tentativa de los poderes políticos paganos de obligar a los creyentes a abandonar su fe. Ante las civilizaciones helenísticas triunfantes, en que pululan los dioses, en que se adora la belleza de sus estatuas, en que el rey mismo exige los honores de la divinidad, en que el estilo de vida promete un nuevo humanismo centrado en la exaltación deportiva del cuerpo... Israel "resiste", hasta el martirio, con las armas, y la sublevación de los "Macabeos"... Los creyentes afirman con fortaleza que "sólo Dios es Dios". El formulario de "Bendición" del comienzo es tradicional: la acumulación de símbolos significa la "trascendencia" de Dios. El verdadero Dios está "más allá de todo". Lo que lo caracteriza es la "gloria": el firmamento del cielo, inviolado, allá arriba, es signo de su grandeza... Su trono es inaccesible, por encima de seres celestes misteriosos, los Kerubim... Pero Dios penetra también lo más profundo de los abismos, nada le escapa...

En la segunda parte, el "canto de las criaturas" canta la gloria de Dios: el universo es desmitificado. Nada es Dios aquí abajo. Todo ha sido creado por Dios y "bendice a Dios". El mundo entero es convocado.

Jesús, durante su juicio ante el Sanedrín, citó el libro de Daniel: "¡Veréis al Hijo del hombre sentado a la Diestra del Todopoderoso venir sobre las nubes del cielo!" (Dan 7,13; Mt 26,64; Mc 14,62; Lc 22,69). Sus jueces comprendieron perfectamente la alusión y de inmediato gritaron al "blasfemo": estaba bien por parte de Jesús reivindicar algo de la "trascendencia de Dios". Este canto de Daniel lo propone la liturgia el Domingo de la Santísima Trinidad. Celebrando a Jesucristo cada domingo del año, tomamos conciencia de que estamos ante el misterio del "más allá de todo": el inefable, el indecible, el inconcebible, Dios, se hizo hombre. Pero el misterio "permanece oculto en su misma Epifanía". No tratemos de encerrar a Dios en nuestras definiciones: "los conceptos crean los ídolos de Dios, dice San Gregorio de Nisa, sólo la admiración puede comprender algo". Hay que dejarse simplemente deslumbrar, no ver nada más. Otro padre de la Iglesia escribe: "los misterios se revelan más allá de todo conocimiento, aún más allá de lo incognoscible, en las tinieblas más que luminosas del silencio" (Denys).

Hoy estamos enfrentados a los mismos problemas espirituales de los creyentes del tiempo del libro de Daniel. Las civilizaciones dominantes han tenido siempre la tendencia a "encerrar" al hombre en sí mismo. Así el profundo menosprecio de Karl Marx hacia todas las religiones, que tacha de "fetichismo" construido por el hombre y del cual es necesario desalienarse... Es en nuestro tiempo el rostro nuevo de la tentación de siempre. Somos de los que creen que el peor fetichismo es aquel del hombre de la civilización de consumo... que se da una multitud de dioses "a ras de tierra, a ras del estómago". Basta, por ejemplo, escuchar la publicidad de nuestro tiempo para ver a "qué nivel" vuela el ideal medio de los consumistas que somos. Únicamente Dios es "liberador" y desalienante. La peor esclavitud, la peor alienación es "uno mismo"... y este deseo insaciable que renace cuando ya creemos haberlo satisfecho. Hemos de ser hombres libres, que sepan de su "trascendencia" a quienes el verdadero Dios libera de "todo". Para una visión optimista del universo. Si entramos en el movimiento de este cántico, optamos por mirar el lado bueno de las cosas. El agua, el viento, el fuego, el hielo, los relámpagos, las nubes, las tinieblas, las fieras... No siempre nos son favorables. El viento destroza y arrasa. El hielo destruye los tiernos brotes. Las nubes a veces son devastadoras. Cada cosa de la creación tiene su lado bueno y su lado malo. Sobre el acero del riel pasa el tren, pero su peso y dureza pueden aplastar al obrero que hace un mal movimiento. El fuego sólo es un mal "cuando deja de sernos útil: ya que quema, sirve para cocer los alimentos o afinar los metales". Una parte del "problema del mal", tan doloroso para el hombre moderno, ocurre por la falta de realismo de la humanidad pretenciosa, que quiere evitar todo riesgo. ¡Las cosas son lo que ellas son! Nos toca conocerlas... Utilizar su aspecto favorable, neutralizar su lado negativo (Noel Quesson). Ésta es la fe: no magia. Me decía una persona que rezó mucho para que sus padres no se separaran, y que como “Dios no le hizo caso” dejó de creer en Dios, porque le habían engañado. Es verdad que muchas veces se explica la fe como “fuerza mágica” que soluciona todo, pues la superstición está dentro de muchas concepciones religiosas, pero hemos de hablar de un Dios que nos concede lo que pedimos de la forma que nos conviene: dándonos aquello u otra cosa que nos va mejor aunque no lo sepamos, o dejando que pase lo malo pero sacando de aquello algo bueno, pues de todo saca un bien para nosotros el Señor, aunque esto es un misterio, y sólo se experimenta con el corazón en el alma que hace oración: es la fuerza de la fe, la que da esta confianza más allá de lo que se ve…

Decía de este canto Juan Pablo II que “tiene una dimensión cósmica. Y esta estupenda plegaria en forma de letanía corresponde muy bien al dies Domini, al día del Señor, que en Cristo resucitado nos hace contemplar el culmen del designio de Dios sobre el cosmos y sobre la historia. En efecto, en él, alfa y omega, principio y fin de la historia (cf. Ap 22, 13), encuentra su pleno sentido la creación misma, puesto que, como recuerda san Juan en el prólogo de su evangelio, "todo fue hecho por él" (Jn 1, 3). En la resurrección de Cristo culmina la historia de la salvación, abriendo las vicisitudes humanas al don del Espíritu y de la adopción filial, en espera de la vuelta del Esposo divino, que entregará el mundo a Dios Padre (cf. 1 Co 15, 24).

En este pasaje, en forma de letanía, se pasa revista a todas las cosas. La mirada se dirige al sol, a la luna, a los astros; se posa sobre la inmensa extensión de las aguas; se eleva hacia los montes; recorre las más diversas situaciones atmosféricas; pasa del calor al frío, de la luz a las tinieblas, considera el mundo mineral y el vegetal; se detiene en las diversas especies de animales. Luego el llamamiento se hace universal: convoca a los ángeles de Dios, y llega a todos los "hijos de los hombres", pero implica de modo particular al pueblo de Dios, Israel, a sus sacerdotes, a los justos. Es un inmenso coro, una sinfonía en la que las diversas voces elevan su canto a Dios, Creador del universo y Señor de la historia. Recitado a la luz de la revelación cristiana, se dirige al Dios trinitario, como la liturgia nos invita a hacer al añadir al cántico una fórmula trinitaria: "Bendigamos al Padre y al Hijo con el Espíritu Santo".

En cierto sentido, en este cántico se refleja el alma religiosa universal, que percibe en el mundo la huella de Dios, y se eleva a la contemplación del Creador… En el fondo de este evento se halla aquella especial historia de salvación en la que Dios elige a Israel para ser su pueblo y establece con él una alianza. Precisamente a esa alianza quieren permanecer fieles los tres jóvenes israelitas, a costa de sufrir el martirio en el horno de fuego ardiente. Su fidelidad se encuentra con la fidelidad de Dios, que envía un ángel a alejar de ellos las llamas (cf. Dn 3, 49)…

"Bendito el Señor en la bóveda del cielo, alabado y glorioso y ensalzado por los siglos" (Dn 3, 56). Al cantar este himno… el cristiano no sólo se siente agradecido por el don de la creación, sino también por ser destinatario de la solicitud paterna de Dios, que en Cristo lo ha elevado a la dignidad de hijo.

Una solicitud paterna que nos hace mirar con ojos nuevos la creación misma y nos hace gustar su belleza, en la que se vislumbra, como en filigrana, el amor de Dios. Con estos sentimientos san Francisco de Asís contemplaba la creación y elevaba su alabanza a Dios, manantial último de toda belleza. Viene espontáneo imaginar que las elevaciones de este texto bíblico resonaran en su alma cuando, en San Damián, después de haber alcanzado la cima del sufrimiento en su cuerpo y en su espíritu, compuso el "Cántico del hermano sol"…

Hemos escuchado proclamar el inicio de este himno cósmico, contenido en los versículos 52-57 del capítulo tercero de Daniel. Es la introducción, que precede al grandioso desfile de las criaturas implicadas en la alabanza. Una mirada panorámica a todo el canto en su forma litánica nos permite descubrir una sucesión de elementos que componen la trama de todo el himno. Este comienza con seis invocaciones dirigidas expresamente a Dios; las sigue una llamada universal a las "criaturas todas del Señor" para que abran sus labios ideales a la bendición (cf. v. 57).

En la Biblia hay dos tipos de bendición, relacionadas entre sí. Una es la bendición que viene de Dios: el Señor bendice a su pueblo (cf. Nm 6, 34-27). Es una bendición eficaz, fuente de fecundidad, felicidad y prosperidad. La otra es la que sube de la tierra al cielo. El hombre que ha gozado de la generosidad divina bendice a Dios, alabándolo, dándole gracias y ensalzándolo: "Bendice, alma mía, al Señor" (Sal 102, 1; 103, 1). La bendición divina a menudo se otorga por intermedio de los sacerdotes (cf. Nm 6,22-23.27; Si 50,20-21), a través de la imposición de las manos; la bendición humana, por el contrario, se expresa en el himno litúrgico, que la asamblea de los fieles eleva al Señor…

Tiene también un símbolo: es “una invitación a abrir los ojos ante la nueva creación que tuvo origen precisamente con la resurrección de Jesús. San Gregorio de Nisa, un Padre de la Iglesia griega del siglo IV, explica que con la Pascua del Señor "son creados un cielo nuevo y una tierra nueva (...), es plasmado un hombre diverso, renovado a imagen de su creador por medio del nacimiento de lo alto" (cf. Jn 3,3.7). Y prosigue: "De la misma manera que quien mira al mundo sensible deduce por medio de las cosas visibles la belleza invisible (...), así quien mira a este nuevo mundo de la creación eclesial ve en él a Aquel que se ha hecho todo en todos llevando la mente, por medio de las cosas comprensibles por nuestra naturaleza racional, hacia lo que supera la comprensión humana".

Así pues, al cantar este cántico, el creyente cristiano es invitado a contemplar el mundo de la primera creación, intuyendo en él el perfil de la segunda, inaugurada con la muerte y la resurrección del Señor Jesús. Y esta contemplación lleva a todos a entrar, casi bailando de alegría, en la única Iglesia de Cristo”. Este canto, “un grandioso coro cósmico, enmarcado por dos antífonas a modo de síntesis: "Criaturas todas del Señor, bendecid al Señor, ensalzadlo con himnos por los siglos”.

La alabanza de los tres jóvenes al Dios salvador prosigue, de diversas maneras, en la Iglesia. Por ejemplo, san Clemente Romano, al final de su primera carta a los Corintios, inserta una larga oración de alabanza y de confianza, llena de reminiscencias bíblicas, que tal vez es un eco de la antigua liturgia romana. Se trata de una oración de acción de gracias al Señor que, a pesar del aparente triunfo del mal, dirige la historia hacia un buen fin. He aquí una parte de dicha oración: "Abriste los ojos de nuestro corazón (cf. Ef 1, 18), / para conocerte a ti (cf. Jn 17, 3), / el solo Altísimo en las alturas, / el santo que reposa entre los santos. / A ti, que abates la altivez / de los soberbios (cf. Is 13, 11) / deshaces los pensamientos / de las naciones (cf. Sal 32, 10), / levantas a los humildes / y abates a los que se exaltan (cf. Jb 5, 11). / Tú enriqueces y tú empobreces. / Tú matas y tú das vida (cf. Dt 32, 39). / Tú solo eres bienhechor de los espíritus / y Dios de toda carne. / Tú miras a los abismos (cf. Dn 3, 55) / y observas las obras de los hombres; / ayudador de los que peligran, / salvador de los que desesperan (cf. Jdt 9, 11), / criador y vigilante de todo espíritu. / Tú multiplicas las naciones sobre la tierra, / y de entre todas escogiste a los que te aman, / por Jesucristo, tu siervo amado, / por el que nos enseñaste, / santificaste y honraste".

3. Es bonito que en una fecha tan temprana como esta carta (escrita seguramente hacia finales de los años cincuenta) ya existan formulaciones tan claras del misterio fuente del cristianismo. Aquí hay tres palabras vinculadas a "los tres" de la Trinidad: gracia (don), amor, comunión. Comentaba S. Agustín: “La imagen de Dios Trinidad la buscarás mejor en ti que te eres más conocido… Vuélvete a ti mismo, contémplate, sondéate, examínate… Hablabas de Dios, cuando te vino la idea de buscar una semejanza. Hablabas de la Trinidad, de la inefable Majestad; y como fracasaste en las cosas divinas, confesaste con la debida humildad tu debilidad y te volviste al hombre. Examínalo. ¿Encaminas tu búsqueda a la bestia, al sol o a una estrella? ¿Qué cosa de éstas ha sido hecha a imagen de Dios? Tal cosa la buscarás mejor en ti que te eres más conocido. En efecto, Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza.

Busca en ti mismo; posiblemente la imagen de la Trinidad haya dejado algún vestigio de la Trinidad misma. ¿Qué imagen?... No es imagen como el Hijo, que es lo mismo que el Padre. Una cosa es la imagen que se reproduce en un espejo, y otra la que se reproduce en un hijo. Mucho dista la una de la otra. En tu hijo, tú mismo eres tu imagen. Tu hijo es lo mismo que tú en cuanto a la naturaleza. Es de tu misma sustancia, aunque es una persona diferente. El hombre no es, por tanto, una imagen como lo es el Hijo unigénito, sino que fue hecho a cierta imagen y cierta semejanza. Busque dentro de sí algo… Yo buscaré; buscad conmigo… Vuelve, pues, la mirada a tu hombre interior. Es allí sobre todo donde se ha de buscar la semejanza de tres cosas que se manifiesten separadamente y que obren de forma inseparable. ¿Qué tiene tu mente?... algo que salta a la vista y se comprende más fácilmente. ¿Qué tiene tu alma?... Dice el Génesis: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza (Gn 1,26). No lo hace, pues, el Padre sin el Hijo, ni el Hijo sin el Padre. Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza. Hagamos, no dijo: «Voy a hacer», o «Haz», o «Haga él», sino Hagamos a imagen, no tuya o mía, sino nuestra.

Así, pues, pregunto… lo que voy a decir, es una comparación muy distante. Que nadie me acuse… esto es lo que he prometido mostraros: un conjunto de tres cosas que se manifiestan separadamente y obran inseparablemente… ¡Oh pensamiento carnal, oh conciencia, pertinaz e infiel! ¿Por qué dudas de que exista en aquella Majestad inefable lo que has podido encontrar en ti mismo? Digo, pregunto: «Hombre, ¿tienes memoria?»… Es evidente que tienes memoria.

Pregunto más: ¿Tienes entendimiento? «Lo tengo», contestas… Tienes memoria por la que retienes lo que se dice; tienes entendimiento por el que comprendes lo que se retiene; respecto a estas dos cosas, te pregunto: «¿Las hiciste queriendo?». «Ciertamente», respondes. Tienes, pues, voluntad.

Éstas son las tres cosas que había prometido que iba a decir para vuestros oídos y mentes. En ti se hallaban las tres; puedes enumerarlas y te es posible separarlas. Estas tres realidades, pues; memoria, entendimiento y voluntad. Advierte, te digo, que estas tres cosas se pronuncian separadamente y obran de forma inseparable. El Señor me ayudará. Ya veo que lo está haciendo. Por el hecho de haber comprendido vosotros, advierto que él está presente. Vuestras voces me certifican que habéis entendido. Estoy seguro de que me ayudará todavía para que entendáis todo…

Si lo has encontrado en ti mismo, si lo has hallado en el hombre, si en una persona cualquiera que deambula por la tierra arrastrando un cuerpo frágil que agrava al alma, cree entonces que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo pueden manifestarse separadamente a través de distintas cosas visibles, a través de ciertas formas tomadas de las criaturas, y que obran inseparablemente. Basta con esto. No digo: 'el Padre es la memoria, el Hijo el entendimiento, el Espíritu Santo la voluntad'. No lo afirmo; de cualquier manera que se entienda, no me atrevo. Dejemos estas cosas mayores para quienes puedan comprenderlas; débiles, hemos dicho lo que pudimos a otros débiles también... Las restantes cosas que deberían añadirse para completar vuestros conocimientos, pedídselas al Señor".

4. (ver tb. comentarios al Evangelio del 4º Domingo de Cuaresma del Ciclo B). La vida cristiana está imbuida en la alabanza al nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, desde el bautismo hasta la Eucaristía en la que proclamamos nuestra participación en el misterio Pascual (muerte, resurrección y bienaventuranza eterna). Dios no vive sólo: “nuestro Dios, en su misterio más íntimo, no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia, que es el amor” (Juan Pablo II). En toda esta Pascua hemos visto que no es nuestro Dios un ser metafísico (solamente el “Soy el que soy”) sino “Soy con vosotros, seré” con el Emmanuel y el Espíritu Santo, un Dios que es lo más íntimo de mi ser, en sus tres personas, por su gracia: las procesiones divinas que intuía S. Agustín y que más arriba hemos hecho referencia, ahora son –por las misiones del hijo y Espíritu Santo- vida nuestra, torrente de vida y calor, plenitud y felicidad, en un derramarse de Amor en nosotros (Jesús Azcárate). Es la inhabitación de la S. Trinidad en nuestra alma: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu Santo habita en vosotros” (1 Co 3,16). “La fe cristiana no achica el ánimo, ni cercena los impulsos nobles del alma, puesto que los agranda, al revelar su verdadero y más auténtico sentido: no estamos destinados a una felicidad cualquiera, porque hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo y, en la Trinidad y en la Unidad de Dios, a todos los ángeles y a todos los hombres” (San Josemaría Escrivá).

El dialogo Jesús-Nicodemo está centrado en la necesidad de nacer de nuevo y de arriba, es decir del espíritu. Nicodemo, que sólo aparece en este evangelio, es presentado como un doctor de la Ley, miembro fariseo del sanedrín. Es el prototipo del judío piadoso preocupado por la cuestión de la salvación, en definitiva por el problema central de todo hombre: el sentido. El fragmento que leemos es la parte final del diálogo iniciado entre Jesús y Nicodemo. Algunos afirman que se trata de palabras del evangelista que ha introducido como explicación de lo que dice antes Jesús. Pero quizá sencillamente haya que tener presente lo que otros han puesto de manifiesto: el Jesús del cuarto evangelio habla como el autor de la primera carta de Juan, es decir, se hace muy difícil (o imposible, y seguramente no hay ninguna necesidad de hacerlo...) separar las palabras de Jesús de las del evangelista. Nicodemo representa la concepción religiosa que empezaba a ser la preponderante en tiempos de Jesús. Según esta concepción, Dios se ha revelado de una vez por todas en la Ley y sólo en la Ley. La relación del hombre con Dios pasa necesariamente por la Ley. El hombre sólo puede encontrar a Dios en los mandamientos de Dios. La revelación de Dios es, pues Ley y sólo Ley. Frente al modo de concebir la relación Dios-hombre propuesta por Nicodemo, Jesús propone otra muy distinta. Dios no se revela al mundo (=a los hombres) a través de la Ley, sino a través de su Hijo. Por consiguiente, no se revela como legislador que dicta lo que hay que hacer, sino como Padre. El Hijo, en consecuencia, no es alguien que enjuicia desde fuera (esto es propio de la Ley), sino alguien que comparte desde dentro y por eso salva (Dabar 1981/35). Creer en el Hijo significa aceptarlo como Salvador y dador de vida eterna. Quien así lo hace, participa ya ahora en la vida eterna que él ofrece a todos los hombres. Él vino a ofrecer a todos la vida eterna; la sentencia de condena se la da el que rechaza la vida y la salvación que el Hijo ofrece: éste permanece en la muerte y, por tanto, él mismo se condena (J. Roca). Con anterioridad a las palabras de hoy Jesús ha invitado a Nicodemo a un renacer o nacer de nuevo. Tal vez sea ésta la invitación que deba presidir este comentario. ¡Tengamos el valor y la humildad de cambiar nuestros conceptos y nuestras imágenes de Dios! Hoy vemos a Dios que ama y no juzga, un Dios que ama a todos y de un Dios cuya única mediación fidedigna es Jesús (A. Benito).

"El que cree en él, no será condenado; el que no cree, ya está condenado": ¿Cuál es este juicio? La perspectiva juánica es la de una escatología que se realiza en el presente. Con referencia a la fe en el Hijo, los hombres están en las tinieblas de la condena u obtienen la vida eterna. Es un juicio atípico, no se trata de premiar al justo y castigar al culpable. El dato es que Dios ama: pero la aceptación de este amor es libre. La condena es la otra cara del amor. La culpa no es de Dios, sino del que no cree en el Hijo. La incredulidad es una autocondena (J. Naspleda). Por eso, es quizás el v. más importante de todo el cuarto evangelio, la clave de su comprensión: la afirmación clara y terminante del amor de Dios como la causa verdadera, última y determinante de la presencia de su Hijo en el mundo: -La intención más clara y determinante de Dios es que el mundo se salve. -Jesús vino como salvador. Pero quien no lo acepta como el Hijo de Dios, se condena a sí mismo al rechazar la salvación que le ha sido ofrecida. Criterio según el cual se llevará a efecto el juicio: la fe. El que cree no es juzgado. El que no cree ya está juzgado. Por no haber creído en Jesús como la prueba máxima del amor de Dios.

Durante mucho tiempo se ha presentado a Dios sobre todo como juez. Y es cierto que en la biblia hay pasajes en los que se llama o se presenta a Dios como juez (pl. ej.: Sal 82, 94, 2). Lo que sucede es que, en lugar de ver en qué sentido o de qué manera Dios realiza esta función, lo que hemos hecho es aplicarle a Dios el modelo de juez que tenemos los hombres o, con más frecuencia, el tipo de juez que también en ocasiones les ha interesado mostrar las clases dominantes: ayudaba a dominar cualquier tipo de rebeldía, convirtiendo a Dios en motivo de temor y, por tanto, en justificador de los que de tejas abajo se habían apuntado a jueces de sus semejantes. Sobre todo cuando estos jueces decían que su función procedía del mismísimo Dios. Las religiones, a lo largo y ancho del mundo y de la historia, han tenido el peligro de presentar así a Dios, y de esto los poderes terrenales se aprovechan. (Pienso que el modelo de sociedad cristiana no es teocrática, donde mande una ley en nombre de Dios; sino teocéntrica, donde la luz de Dios ilumine el interior de las personas, que luego vaya extendiéndose hacia fuera, desde el interior a todas las actividades humanas, en libertad, sin condicionar la fe con las banderías humanas). El Dios cristiano, el Padre, que se ha manifestado en Jesús de Nazaret, es un Dios que no quiere juzgar, que no amenaza, que no condena. Aunque algunos, dicen que en su nombre, acudan con demasiada facilidad a la condena.

La respuesta fundamental del cristiano en el nuevo milenio será afirmar el amor de Dios que sobrepasa toda esperanza y toda comprensión humanas. No se puede concebir nada mayor que el hecho de que Dios es un exceso de amor, Deus semper major. Dios ha entregado a su único Hijo al abismo de la muerte y del pecado por nosotros. Esto es «más grande de lo que puede ser pensado» (San Anselmo)

S. Agustín nos dice que el mismo amor a lo conocido lleva a un conocimiento mayor: “Amadísimos, no esperéis oír de mis labios las cosas que entonces no quiso decir el Señor a sus discípulos, porque no podían soportarlas. Antes bien, progresad en el amor, que ha sido derramado en vuestros corazones por el Espíritu Santo que se os ha dado, a fin de que, con el Espíritu encendido y enamorados de las bellezas espirituales, podáis conocer con la vista y el oído interiores la luz y la voz espirituales, que los hombres carnales no pueden soportar, y que no se manifiestan de modo alguno a los ojos del cuerpo, ni tienen sonido capaz de ser escuchado por los oídos corporales. No se ama lo que se desconoce totalmente. Mas cuando se ama lo que ya se conoce de algún modo, el mismo amor lleva a un conocimiento superior y más perfecto. “Si, pues, progresáis en la caridad que el Espíritu Santo derrama en vuestros corazones él os enseñará toda la verdad, o, según se lee en otros códices, él os guiará a toda verdad” (Jn 16,13). Por ello se dijo: “Enséñame, ¡oh Yahvé!, tus caminos, para que camine en tu verdad” (Sal 88,11)… Pero si el maestro interior, que dijo exteriormente a los discípulos: “Aún tengo muchas cosas que deciros, mas no podéis soportarlas ahora” (Jn 16,12), quiere deciros interiormente lo que yo os indiqué sobre la naturaleza incorpórea de Dios, del modo como lo dice a los santos ángeles que están viendo siempre el rostro de su Padre, no podríamos todavía soportar su peso. Por este motivo pienso que las palabras: “Os enseñará toda verdad”, u “Os guiará a toda verdad”, no pueden cumplirse en cualquier inteligencia en esta vida. En efecto, ¿quién viviendo en este cuerpo que apesga al alma, será capaz de conocer toda la verdad, si dice el Apóstol que sabemos sólo en parte? Pero es el Espíritu Santo, de quien hemos recibido ahora la prenda, el que nos garantiza que llegaremos a la plenitud de que habla el mismo Apóstol: “Entonces le veremos cara a cara”; y: “Ahora conozco sólo en parte, pero entonces conoceré como soy conocido yo” (1 Cor 13,9.12). No es en esta vida donde conoceremos todo ni donde llegaremos al perfecto conocimiento que el Señor nos prometió para el futuro mediante el amor del Espíritu Santo, al decir: Os enseñará toda la verdad, u Os guiará a toda verdad”.

Un Dios que sólo es Padre, que sólo es vida, que sólo es amor, que sólo salva. Lo que sucede es que el Padre no impone la salvación que nos envía por medio de Jesús: no la impone, sólo la ofrece. Porque su salvación es efecto de su amor. Y el amor respeta siempre la libertad de la persona humana; no sólo la respeta: la busca, la potencia. Y en el uso soberano de esa libertad, el hombre podrá aceptar o rechazar la salvación que el Padre le ofrece. Esta es la primera cualidad de Dios que los cristianos tenemos que tener en cuenta cuando queramos hablar del Padre, de nuestro Dios. Dios es amor. Pero una vez más tenemos que tener cuidado de no hacer a Dios a nuestra medida: su amor no es como el nuestro, casi siempre mezclado con egoísmo, casi siempre más preocupado por ser correspondido que por alcanzar la felicidad de la persona amada. ¡Y QUE AMOR! "Porque así demostró Dios su amor al mundo, llegando a dar su Hijo único, para que todo el que le presta su adhesión tenga vida definitiva y ninguno perezca". Su amor es infinito, sin medida y no espera ser correspondido... al modo humano. La calidad del amor que Dios ofrece se pone de manifiesto en la entrega de su Hijo: es un amor que tiene un objetivo, una finalidad clara: la salvación del mundo de los hombres. Y una salvación que no es sólo una promesa para la vida futura, sino una posibilidad para ésta: es la posibilidad (posibilidad que está en nuestras manos convertir en realidad) de llegar a ser hijos de Dios, la posibilidad de convertir este mundo en un mundo de hermanos. Es el amor del Padre, que por amor da la vida, y que quiere que sus hijos sean muchos y se le parezcan practicando el amor fraterno. Así es como Dios quiere que le correspondamos. Ese es el Dios cristiano. El que "demostró... su amor al mundo, llegando a dar a su Hijo único... para que el mundo por él se salve". Esta es la imagen que nos dio de él Jesús de Nazaret. Y todas las que de Dios se hayan podido presentar antes o después de él, o están de acuerdo con esta imagen o son, desde el punto de vista cristiano, total o parcialmente falsas (Rafael J. Garcia Avilés).

Tenemos más y más la impresión que la disyuntiva actual, más que entre "ateísmo" (=no creer en Dios) o religión (=creer en Dios), está entre "fe en el Dios de Jesús" e "idolatría" (=creer en otros dioses), en el sentido que nadie deja de tener sus dioses, a los que sacrifica su vida y la de los demás, cuya prioridad convierte en ley suprema: dioses del negocio, del poder, del placer, del deporte, o también dioses en el campo religioso, pero que en todo caso están lejos del Dios que revela Jesús… nuestra mayor tentación es la idolatría (Dabar 1990/32).

«Si he obtenido tu favor, que mi Señor vaya con nosotros, aunque somos un pueblo de dura cerviz; perdona nuestras culpas y tómanos como herencia tuya» (primera lectura); el hombre religioso se siente elegido y amado por Dios, protegido y auxiliado, como si en él Dios derrochara con mano misericordiosa. Quizá sea ésta la experiencia religiosa más fuerte y viva en nosotros. ¿Quién no sintió alguna vez la mano salvadora de Dios cuando parecía que todo estaba perdido? Si ahora miramos hacia atrás en nuestra vida y vemos por qué misteriosos caminos nos ha conducido la vida superando crisis insalvables..., no dudamos en afirmar: "Aquí está la mano de Dios". Sentirnos amados y elegidos por Dios es quizá la experiencia que aporte la mayor felicidad en la vida. El hombre de fe descansa sobre esta confianza, se siente en paz, no teme el peligro y goza de una constante alegría. El Evangelio alude a menudo a esta actitud de confianza en el Padre: «No estéis tan preocupados por la vida, qué comeréis o con qué os vestiréis... Vuestro Padre sabe lo que necesitáis» (Lc 12,22s). A mucha gente de hoy se le hace cuesta arriba aceptar la existencia de Dios. Sabemos que el ateísmo es un fenómeno masivo y que ha prendido aun en países tradicionalmente religiosos. Pero también es cierto que el mundo moderno prefirió depositar su confianza no en un posible amor de Dios, sino en la fuerza inmediata de la ciencia, de la política, del dinero, etc. Pero ¿puede el hombre moderno depositar tranquilo su corazón en estos nuevos dioses? Es ésta la duda que nos queda. El hombre de fe no ignora la importancia de la ciencia, de un descubrimiento técnico o de la posesión de los bienes indispensables..., pero siente que su vida vale más que todo eso; y que todo eso tiene en el fondo una cierta fragilidad que, a la larga, más que producir paz y sosiego del espíritu, nos lleva al vértigo del nerviosismo, de la neurosis, de la angustia... Los creyentes confiamos en Dios. Es cierto que ya no tenemos el orgullo antiguo de creernos los únicos elegidos entre tantos pueblos, pero sí gozamos de la íntima alegría de que nada es tan importante como tener un Dios que nos ama más allá de la misma muerte.

El apóstol Pablo nos obliga a profundizar en esta reflexión: ¿Cómo no sentir la presencia de Dios si nos sentimos conducidos por el Espíritu y ese mismo Espíritu nos hace exclamar: «Padre»? «Todos los que son conducidos por el Espíritu son hijos de Dios. Y vosotros no recibisteis el espíritu de esclavos para volver a caer en el miedo, sino el de hijos adoptivos por el que llamamos a Dios: Padre» (Rom 8,14-17). Un hombre que vive en el temor o bajo la presión de la ley y del castigo, ciertamente nunca podrá llegar a la experiencia de sentirse hijo de Dios. Mas quien se deja conducir por el Espíritu, el espíritu del amor, de la reconciliación, de la unidad y de la paz, no puede menos de sentirse ante Dios como un hijo ante su padre. Jesucristo nos reveló hasta dónde llega el amor de Dios: "Tanto amó Dios al mundo que entregó a su único Hijo, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Evangelio). En conclusión: no podemos tener una auténtica experiencia religiosa sino desde la óptica del amor. El que no ama -tal como lo recuerda la Carta de Juan- no puede decir que conoce a Dios. A Dios lo conocemos y reconocemos como Padre, cuando conocemos y reconocemos a los demás hombres como hermanos. En la experiencia de la fraternidad, de la amistad, de la comunidad, sentimos la presencia del Espíritu del amor que nos impulsa a sentirnos hermanos de Cristo e hijos de Dios en él. ¡Qué bonito, cuando rezamos el padrenuestro y podemos decir con sinceridad: “perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a nuestros deudores”! Cuando no tenemos “deudores” porque con el perdón ya no hay enemigos ni rencores, entonces: ¡qué fácil, abandonarse en el perdón divino, pues según las palabras de Jesús nos sabemos ya perdonados! Perdonar es lo más divino, el culmen del amor como vemos en la divina misericordia. Hoy tenemos la ocasión de comprender que el amor es la síntesis de nuestra fe: Al Padre lo sentimos como quien nos habla, nos elige, nos ama y nos protege; al Espíritu, como quien nos reúne en el amor y en la unidad de la vida comunitaria; al Hijo, como quien nos salva en su muerte y resurrección, haciendo de nosotros nuevas criaturas a imagen suya. Y de ahí el compromiso: Si somos los elegidos e hijos de Dios, vivamos como hermanos; si hemos escuchado su voz, cumplamos su palabra; si el Señor nos ha salvado, vivamos con la alegría de sentirnos salvados y comuniquemos a otros la Buena Nueva de la salvación. Bien lo sintetiza Pablo: «Alegraos, trabajad por vuestra perfección, animaos, tened un mismo espíritu y vivid en paz...» (segunda lectura; Santos Benetti). Con Santa María, hija de Dios Padre, Madre de Dios hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo.

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